Le solté a mi analista apenas terminé de instalarme en el diván. Silencio detrás de mí. Acaso un leve carraspeo y el rasgar de la pluma sobre la libreta donde ella escribía lo que mi condición de horizontalidad soltaba–. Y es una sensación la mar de rara –continué pese al nulo incentivo profesional a mis espaldas–, porque no puedo aportar ni aportarme más pruebas del suceso que la desaparición del nombrado objeto.

—A ver –dijo ella por fin–, cuénteme cómo es esa sensación.

—Bueno, fíjese, primero no fue una sensación, sino un hecho concreto: fui a pagar en una tienda y no la tenía, busqué y rebusqué en le bolso, nada. Volví a la taquilla del transporte en el que había llegado hasta allí para ver si alguien la había encontrado, nada. Nueva búsqueda en el bolso y hasta en mis minúsculos bolsillos, nada, así que cuando no me quedó otro remedio que aceptar lo evidente me fui a poner la denuncia. El funcionario que me atendió me hizo un sinfín de preguntas, me sometió, como quien dice, a interrogatorio. Parecía yo la sospechosa. A cada respuesta mía movía la cabeza de un lado a otro, sonreía de costado y levantaba enigmáticamente las cejas. Como no supe decirle dónde ni cuándo había sido el hurto, una luz inteligente y esperanzadora destelló en sus ojos: “¿Y no la habrá olvidado en su casa, señora?, por que se han visto casos…” Por una micronésima de segundo me entró la duda. No –le respondí–, acabo de decirle que la tenía cuando compré mi boleto. “Sí, entiendo, pero la cartera no pudo haberle desaparecido por arte de magia, ¿no?”. Dicho esto se levantó, le dio la vuelta al escritorio, me puso una mano sobre el hombro y con voz persuasiva me dijo: “Dice que tenía el Rif, pero poco dinero en efectivo, las tarjetas tienen el chip se seguridad, el Rif tiene su dirección… yo que usted no me angustiaría, ya verá cómo la persona que la encuentra se la manda a su domicilio, todo eso, claro, en el caso de que la haya perdido… Le sugiero que vuelva a su casa, que busque bien. Haga memoria, a veces tenemos la sensación de cosas que en realidad no existen”.

Y eso fue lo que hice, doctora –continué desde el diván– regresé a mi casa y tan dividida como si tuviera el Canal de la Mancha entre los dos hemisferios cerebrales, con la voz persuasiva del funcionario retumbando en mis oídos y la de mi razón haciendo lo mismo, pero en sentido contrario, busqué y volví a buscar. Nada, la cartera no apareció. Exhausta, frustrada, me tumbé en el sillón y prendí la tele. Acababa de empezar la exposición del plan de seguridad del candidato de la oposición. Al principio lo escuché distraída, atascada aún entre esas dos realidades que venía de vivir. Entonces, a medida que él hablaba, me fue entrando este susto, esta sensación de universo paralelo, esta terrible sensación que iba en aumento a cada palabra que él pronunciaba, hasta que, como una de esas granadas que estallaron en La Planta, la idea eclosionó en mi dividido cerebro. ¿Será eso un síntoma de esquizofrenia? –le pregunté para aprovechar sus honorarios, pero como ella nada contestó seguí hablando sola–: Sí, me estalló la idea de que el pobre muchacho está jugando con fuego, un fuego real, ¿me explico?, de esos que queman y destruyen, fuegojuez, fuegofiscal, fuegocustodio, fuegopran, fuegoinquisistorial de hereje a la brasa, como aquellos que encendían debajo de los que osaban alzarse contra el poder establecido. Lo van a sacrificar, pensé, se lo van a comer, y empecé a santiguarlo, a rezarle a todas las potencias celestiales, a empujar fuera de mi cerebro la imagen de Allende en La Moneda, a empujar lejos de su persona, y a punta de rezos, esa granada a la que él mismo, pobre muchacho ingenuo, venía de sacarle la espoleta. Y venga asediarme la idea de que se estaba pareciendo demasiado a Allende y de que el poder es el poder, no importa que esté a la izquierda o a la derecha. Con el corazón en la boca corrí a la iglesia más cercana rogando que no terminara su exposición antes de que yo volviera con mi frasco de agua bendita y asperjara el aparato de televisión, cosa que de hecho hice, y fue entonces cuando se produjo el cortocircuito y yo, tan entre dos realidades ya, me acordé de Cervantes y de su malum signum, malum signum y me quedé como alelada un largo rato. ¿Sería ese un estado catatónico, doctora? –le pregunté sin perder de vista los ya mencionados honorarios. Nuevo rasgar de la pluma y silencio. Continué–: Y por eso vine hoy, doctora, aunque no me tocara sesión, porque no sé qué hacer con esta sensación de que me robaron la cartera y esa otra todavía peor de que no lo van a dejar llegar al 7-O. ¿Usted lo conoce, doctora? y si no, ¿conoce a alguien que lo conozca, que le advierta, que le diga que pranes, jueces, fiscales, custodios son el poder de los que se sirve el poder? Dígale, o haga que le digan, que se pongan un chaleco antibalas, una casco ídem cuando anda por estas calles sin Dios, porque el poder al que viene de decirle que no habrá negociación tiene ojos y garras y tentáculos en todas partes. ¡Ay, doctora, qué susto!, ¿será que me estoy volviendo paranoica?

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