Arde El Ávila y en sus llamas, como en un moderno holocausto, se queman los que no pueden volar, los de paso lento como las perezas, los recién nacidos, los árboles arraigados a la tierra donde nacieron y que, parafraseando a Casona, tienen que morir de pie. Entonces llegan ellos. Esos humanos mezcla de Superman con Batman, de Hombre Araña y Flash Gordon; Prometeos a la inversa que no vienen para darnos el fuego sino para librarnos de él. Los veo pasar y me pregunto si será verdad que al oír la sirena, tal como se ve en las películas, se deslizan por el tubo —sabrá Dios (y ellos) cómo se llama en la jerga del oficio—, corren colocándose las chaquetas forradas de amianto, los cascos; y en ese tumulto de voces, en esa batahola de órdenes, atinan siempre con el qué y el cómo. Sólo conozco el después, nunca he visto el antes, salvo en el cine. Sólo los veo pasar colgados de los pescantes de los camiones, acompañando con el cuerpo flexible las curvas cerradas sin que la inercia los haga caer desde esa velocidad de vértigo. Los veo pasar y se me humedecen los ojos y sólo atino a una plegaria casera, de esas que, como dice Rilke en el Canto de amor y muerte del Corneta…, “son más cortas, pero más fervientes”.

Los veo pasar y recuerdo una tradición hebraica: el mundo está sostenido por 36 hombres justos. “Dios, cansado de ver cómo la conducta humana ha envilecido al mundo, está  siempre a punto de destruirlo. Sin embargo, en cada generación, existen 36 seres justos que, con su trabajo individual, silente y desconectado entre sí, salvan la Creación. Estas personas no se conocen entre sí, no son personajes públicos, eminencias destacadas ni referentes sociales, pero con su trabajo honesto y sencillo mantienen la esperanza divina.”  Y a la esperanza Divina, me digo, seguro no le importa si esos justos son cristianos o judíos, mahometanos o budistas, chavistas o de oposición. “En el judaísmo, a esos 36 personas justas que salvan el mundo de la destrucción y lo justifican ante los ojos de Dios, se les llama “Lamed Wufniks” y ninguno de ellos conoce su condición como tal.”

Según leo en Wikipedia, la enciclopedia libre, “los Tzadik, en plural tzadikim, es un término hebreo proveniente de las raíces Tzedek, que significa ‘justicia’, y Tzedaká, que puede traducirse como ‘caridad’. Así, una traducción aproximada al español de este término sería Justo en Plenitud, de manera literal, siendo un homólogo del término occidental santo. El término arábigo ‘saddiq’ posee una fonética y etimología similares, asociados a una figura similar para el Islam.”

Los veo pasar y caigo en cuenta de que estamos entrando en Semana Santa —para la tradición cristiana la conmemoración de la muerte del Mesías. Sostener la tesis de los 36 justos y encontrarle parangón en la actualidad, es valerme de lo poco que sé de la tradición hebraica; es, quizás, querer mezclar el agua y el aceite, es hacer casi un galimatías para los ortodoxos de uno y otro lado. Séame perdonada mi ignorancia. No sé si lo que dice el Talmud es así o no. A mí me gusta creerlo. Como me gusta creer que existen los ángeles, y me gusta creer, como sostiene el pensamiento budista, que todos nacemos con la posibilidad de ser budas. Y me gusta creerlo porque estoy viva y porque, para continuar estándolo, necesito tener cierta esperanza, aunque no sea Divina.

Volviendo al galimatías: se me podrá enrostrar que fueron, precisamente, los judíos quienes mataron al Mesías y que tomar un ejemplo de esa tradición en Semana Santa es una herejía. Entonces me pregunto: ¿Dios puede morir? Él, que resucitó a Lázaro (¡pobrecito, obligado a estar de nuevo entre nosotros!), que puede resucitarse a sí mismo, que puede caminar sobre las aguas, ¿no hubiera podido evitarlo? Y en mi crasa ignorancia no puedo sino responderme que sí. Y también que sus designios nos son inescrutables y que el libre albedrío y que el “para que se cumplieran las Escrituras” y etcétera y etcétera.

“Los que mataron a Jesús”, leo en otra página y, como rayo del Olimpo, me fulmina este pensamiento: también nosotros, los llamados cristianos, Lo matamos todos los años cuando entre caña, playa y rumba “celebramos” Su muerte y morimos por decenas en las carreteras. Nosotros, los llamados cristianos, que seguimos comerciando en el Templo —basta echarle una ojeada a los haberes del Vaticano— y, que como cualquier otro credo, tenemos nuestros pederastas, nuestros corruptos, nuestros Herodes. Zanjado el galimatías, entonces.

Quiero pensar y pienso, que algún día, quién sabe si antes o después de que la Tierra se nos sacuda de encima como a insectos depredadores, la humanidad alcanzará un grado de evolución en el que ya no seremos obligados a llevar insignias amarillas (desde 1484, mucho antes de Hitler, por si alguien no lo sabe) ni sentiremos la  necesidad de construir ghettos ni de engendrar Torquemadas ni de quemar libros, mujeres y hombres ni de seguir bajando el hueso caínesco sobre el cuello fraterno ni de sostener paraísos artificiales de dinero y de prostitución infantil.

Mientras tanto, me aferro a esos 36 justos —sí, ya sé, no andan todos juntos ni se conocen entre sí— que en sus camiones veloces corren a apagar lo que la desidia, el descuido, la falta de previsión o la misma Naturaleza, incluida la humana, propaga como un moderno holocausto. Para mí ellos encarnan, en esta época y en este país, y seguro que hay muchos más de 36, los justos por los cuales seremos, una vez más, eximidos del castigo divino. Y me aferro a ellos porque, entre tantas otras miles de atrocidades de esas que cometemos los humanos, hoy hay un recién nacido llamado Houston Tracy que sufre una cardiopatía y al que la compañía de seguros se niega a dar cobertura para la operación que salvará su vida. La aseguradora aduce que se trata de una enfermedad “preexistente”.

“Cuando un justo sube al cielo, dice una historia jasídica, está así dispuesto, que Dios debe calentarlo entre sus dedos durante mil años, antes de que pueda subir al paraíso. Muchos permanecerán siempre inconsolables ante la desgracia del hombre y ni siquiera Dios podrá conseguir la tibieza de sus almas.”

El Dr. M.A. Arellano Parra, uno de los fundadores del Toxicológico de Coche, me contó un día que vio morir a dos bomberos por edema de glotis debido a que en el incendio que trataban de apagar había árboles de manzanillo. ¡Ay, Vulcano, dios del Fuego, si algún bombero muere combatiéndote, no lo tomes como una afrenta personal y, para acortarle la tarea al Creador, calienta con tu fuego su alma para que entre de inmediato al paraíso!

Nota Bene: (Para quienes escribieron comentarios sobre mis artículos). En esta actividad medio ectoplasmática que tenemos los articulistas las respuestas de los lectores son algo así como un certificado de existencia. Se agradece. SD

About The Author

Deja una respuesta