Diario del oficial chino Chen Huo Deng, 1980.
Jueves. Una curiosa criatura parecida a una vaca gigante pero que posee un pico de pato. Las palabras del periódico se ordenaron como un acertijo infantil dentro de mi cabeza. Me levanté a las cinco de la mañana. Después de lavarme descorràla cortina: al fondo, en las escarpadas, muy lejos de la aldea, unas fogatas me recordaron los campamentos militares de mi adolescencia. Eran los carboneros. Más allá, hacia el oeste, entre bosques y campos de cultivo, el tendido ferroviario y un tren iluminado a medias que se perdÃÂa en la noche. Martes. El comisario polÃÂtico de la aldea vino a visitarme. Eran las siete de la mañana y la puerta estaba abierta. Debió deducir que me hallaba despierto y entró. El hombre quedó sorprendido de encontrarme sentado en el suelo, de cara a la pared, sin ninguna prenda de vestir encima. Al volverme hacia él se puso a parpadear y musitó que lo sentÃÂa. Le dije que no importaba. Mi rostro recién afeitado contrastaba con su cara soñolienta. Luego dijo: buenos dÃÂas camarada Chen, y se marchó. Me quedé un instante escuchando sus apresurados pasos sobre el camino. Jueves. Por la mañana estuvo conmigo el médico. Me preguntó cómo me sentÃÂa. Le dije que escribÃÂa un diario. Dijo que hacÃÂa años que habÃÂa leÃÂdo mis diarios de juventud. Le dije que el diario que ahora llevaba no era para la imprenta. He escrito muchos diarios, le dije, la mayorÃÂa fruto del cansancio, muletas para mi creación literaria. Dijo que comprendÃÂa que los poetas escribiéramos mil palabras para librar una. Le dije que en mi diario actual se libraba algo más y se rió sin comprender. Viernes. Hoy ha habido ajetreo en la aldea. Por la tarde un grupo de hombres y mujeres salió hacia el bosque que colinda con la Granja; el resto del pueblo se reunió en la biblioteca y partieron después en dirección a las escarpadas. Temàque fuera el único habitante que quedara en la aldea. Me vi a màmismo, solo en la casa y luego vi la casa confundida entre las otras casas vacÃÂas. En la perspectiva habÃÂa algo que iba mal. Salàal jardÃÂn a fumarme un cigarrillo y a pensar; en la casa de enfrente se abrió una ventana y una anciana a quien nunca antes habÃÂa visto me sonrió. Permanecàallàbastante rato; observé que las plantas crecÃÂan con inusitado vigor; al final del camino un perro jugaba solo. Entrada la noche comenzaron a regresar los aldeanos. Casi nadie hablaba, a excepción de los niños que parecÃÂan alegres y excitados. Jueves. Por el camino principal de la aldea vi venir al comisario polÃÂtico acompañado de tres niños. Los niños conversaban entre ellos y de vez en cuando le dirigÃÂan la palabra al comisario. Pensé que iban a la Granja. Camarada Chen, sonrió el comisario al llegar a la casa, pero sin entrar, estos alumnos tienen que escribir una composición sobre tus libros, explicó: sé amable con ellos.
Camarada, dijo uno de los niños, nuestro trabajo de literatura de este mes versará sobre ti. Les dije que me halagaban, cuidándome mucho de preguntarles si habÃÂa sido idea de ellos o de la maestra. ParecÃÂan unos niños muy serios. El comisario se marchó enseguida. Mientras mis huéspedes se acomodaban en el cuarto me asomé a la ventana y lo vi alejarse por el camino del pantano, la cabeza inclinada como si tuviera sobre sàun gran problema. El gris del cielo parecÃÂa enfermizo, veteado de blanco, con fosforescencias apagadas en la lÃÂnea del horizonte.
Martes. Una curiosa criatura parecida a una vaca gigante pero que posee un pico de pato ha sido vista repetidas veces desde el mes de agosto en un lago volcánico cerca de la frontera con Corea. Algunos trabajadores temporeros la han podido observar a 40 metros de donde se hallaba, aunque no se sabe si es una especie acuática o anfibia, cómo vive ni por qué este raro ser no ha sido visto antes del citado mes. Miércoles. Vino a visitarme la maestra. Es una muchacha de unos 20 años. Parece frágil, pero sus ojos son fuertes y mira de una manera decidida. Hablamos poco. Los niños, la escuela, la biblioteca. Dijo que era un honor para ellos que yo viviera una temporada aquÃÂ. Le dije que estaba en la aldea por prescripción médica y luego añadàque habÃÂa sufrido un trastorno nervioso considerable, que habÃÂa estado internado un mes en el Hospital Militar de Nanning y que finalmente los médicos y mis superiores habÃÂan llegado a la conclusión que lo mejor para mi salud era pasar un par de meses en el campo, sin hacer nada. Dijo que ya lo sabÃÂa y que confiaba que me recuperara pronto. Luego propuso dar un paseo. Al levantarnos tuve la sensación imperceptible pero clara que estaba angustiada. Caminamos hasta una loma desde la que se divisaba la Granja. De pronto sentàdeseos de volver, de estar solo. Le dije que preferÃÂa volver, que estaba cansado. Es normal, dijo ella. De vuelta a casa permanecàhasta tarde recortando noticias de diferentes periódicos. Jueves. Wan. Un niño de 11 años de edad puede ver con sus ojos, como si fueran rayos X, el corazón, los pulmones y cualquier órgano interno del ser humano. Su nombre es Shie Zo Hue, vive en la ciudad de Wan, en la provincia de Guizho, y su caso ha sido examinado por la Academia de Medicina de la provincia de Hubel. El niño puede ver, por ejemplo, en qué posición se encuentra el feto de una madre embarazada y en una ocasión adelantó que habÃÂa visto mellizos en el seno de una mujer y el resultado se pudo comprobar poco después. Un grupo de investigadores cientÃÂficos se ha servido del niño para hacer radiografÃÂas que serÃÂan difÃÂciles o peligrosas por otros métodos. Shie Zo ya ha examinado en los últimos meses a 105 pacientes. Martes. La maestra me invitó a cenar. Al llegar a su casa encontré a cinco personas de las que sólo conocÃÂa al comisario polÃÂtico y al muchacho que baja a la ciudad tres veces a la semana en la camioneta del pueblo. Fui recibido con efusivas muestras de alegrÃÂa. Durante la comida hablaron de cuestiones agrÃÂcolas. Uno de los comensales, una campesina de la Granja, dijo repetidas veces “se inunda el valle“. No supe, pese a la atención que presté a su conversación, a qué se referÃÂa. Después de la comida la maestra me llevó aparte; salimos al jardÃÂn y me preguntó qué pensaba de la guerra. Permanecàcallado, estudiándola; sus ojos estaban llenos de lágrimas. Detrás de ella las colinas eran una mancha negra debajo de la luna creciente, pero al mismo tiempo era una mancha móvil, inestable. De improviso sentàque no estábamos solos: los otros se habÃÂan asomado a la ventana y desde allànos miraban con sonrisas heladas que se aproximaban demasiado a la piedad. Martes. Me desperté a las cuatro de la mañana, sudando y con fiebre. Salàa caminar, la aldea estaba dormida y sólo se escuchaba el ladrido de un perro por el camino de la Granja. Me dirigàa la biblioteca; ésta tenÃÂa la puerta cerrada pero sin llave, como parecÃÂa ser costumbre. Encendàuna pequeña lámpara, busqué papel y lápiz y me puse a escribir. Al cabo de una hora tenÃÂa sueño, pero permanecàun rato más hasta terminar el bosquejo de mi informe. Después apagué la luz, dejé todo tal como lo habÃÂa encontrado y regresé a casa. Dormàhasta las nueve de la mañana. Me despertó el muchacho que regresaba de la ciudad para entregarme los periódicos.
Domingo. PekÃÂn. Tres personas murieron pisoteadas por la multitud y otras diez resultaron heridas al final de un festival de música moderna celebrado en PekÃÂn hace dos dÃÂas con motivo de la “Fiesta de la Luna“. Hoy se reveló que la empresa encargada del parque de Beihai, donde se celebró el festival, cometió graves irregularidades que propiciaron el accidente. El recinto estaba preparado para recibir 25.000 personas, pero la administración del parque vendió exactamente hasta 50.240 entradas e invitó a otras personas, hasta completar la cifra de 60.000. Domingo. Hoy me encontré con la maestra. Era mediodÃÂa y yo estaba desde muy temprano leyendo en un claro del bosque cuando ella apareció precedida por unos cuarenta niños. Se sentó conmigo -en el claro hay bancos de madera construidos por los aldeanos- mientras sus alumnos se dedicaban a buscar hojas y musgo. ParecÃÂa cansada. Me preguntó qué leÃÂa. Se lo dije; luego permanecimos en silencio, ella evitaba mirarme. De pronto, sin levantar la vista, me preguntó cómo era la guerra. Es muy dura, le dije. Muere gente. Cuando me miró comprendàque estaba agradecida por lo que habÃÂa dicho. Volvimos juntos, entre la algarabÃÂa de los niños, yo sin comprender nada. Al llegar a la puerta de mi casa nos despedimos. SonreÃÂa, algunos pelos se le habÃÂan pegado en la frente. Me quedé inmóvil hasta que la vi desaparecer, primero las piernas, luego la cintura, los hombros, la cabeza. Sábado. Es de noche. Desde mi ventana veo los fuegos en las escarpadas. Me pregunto quiénes son los carboneros, de qué aldea, y a manera de respuesta imagino una planicie blanca. La maestra tuvo un comportamiento extraño esta tarde. Yo daba un paseo en bicicleta y ella venÃÂa con un grupo de gente por el camino del pantano. Al llegar junto a ellos algunos campesinos me advirtieron que no siguiera, que el camino era peligroso para andar en bicicleta. Les pregunté de dónde venÃÂan. Contestaron que del maizal que hay junto al pantano. Les pregunté si eso era posible, cultivar maÃÂz junto a un pantano y dijeron que sÃÂ. Mientras hablábamos la maestra rehuyó mi mirada y al decidirme a volver con ellos se retrasó intencionadamente del grupo junto con otras dos muchachas. Al cabo de un rato de caminar volvàla cabeza y en el otro extremo sólo vi dos siluetas. Iba a preguntar a los otros dónde estaba la maestra cuando observé que uno de los campesinos llevaba guantes. Este descubrimiento me trastornó hasta el punto de impedirme decir nada más durante el resto del trayecto. Ahora es de noche y tal vez un dÃÂa de estos me decida a visitar las escarpadas. Los fuegos son minúsculos. En ocasiones, sin embargo, su brillo es cegador. Lunes. En la Granja todo el mundo estaba trabajando menos el muchacho de la camioneta. Me senté junto a él en el galpón y le ofrecàcigarrillos. Al terminar de fumar dijo que esta tarde irÃÂa a la ciudad, por si tenÃÂa algún encargo que hacerle aparte de los periódicos que me envÃÂan de Nanning. Le dije que no necesitaba nada. De acuerdo, dijo, un verdadero revolucionario es aquel que puede abastecerse en la cooperativa de su propio pueblo. Lo dijo sonriente, con algo de burla. Le respondàque este no era mi pueblo. Eso tiene mayor mérito, dijo. Me hubiera gustado sonreÃÂr pero no lo hice. Después de un rato me preguntó si sabÃÂa qué árboles eran los que crecÃÂan junto a la cerca. Le dije que eran almendros. Me miró con una sonrisa radiante y después me dijo que sÃÂ, en efecto eran almendros. Por un instante quedé desconcertado, luego sostuve con calma su mirada hasta que desvió los ojos. Alguien hizo sonar una taza de latón y escuché una voz detrás de màque decÃÂa son las diez de la mañana.
Jueves. Algunos cientÃÂficos se han instalado en la zona atraÃÂdos por el fenómeno y un campesino llamado Lai Jui Hua la describió en los siguientes términos: “Tiene la boca como la de un pato y la cabeza como la de una vaca, pero mucho más grande. El cuerpo también es enorme y se mueve dentro del agua provocando unas olas similares a las que producen las barcasâ€Â. He despertado con fiebre. Durante mucho rato he permanecido sentado en la cama, los ojos fijos en un punto de la pared, intentando no pensar en nada. Por el tórax me corrÃÂan hilos de sudor y sentÃÂa las tetillas frÃÂas como si me hubieran aplicado hielo. Martes. Tengo fiebre, sin embargo procuro quitarle importancia. Mientras escribÃÂa, el comisario ha venido a invitarme a una reunión de carácter polÃÂtico que se celebrará después de una comida campestre. Le he preguntado, un tanto molesto por haber sido interrumpido, si en esta aldea solÃÂan celebrar las reuniones después de comer en el campo. Ha titubeado y después me ha dicho que sÃÂ. Una curiosa costumbre, murmuré, y él me ha confesado que desde antes de la Revolución Cultural lo hacÃÂan asÃÂ. No me he comprometido a nada y al irse el comisario he seguido escribiendo. Jueves. Han venido a visitarme dos mandos militares de la ciudad. Eran jóvenes y estaban nerviosos. Les rogué que se sentaran y me excusé de no tener nada que ofrecerles. Ellos sacaron una botella de vino y una de aguardiente que traÃÂan de regalo. Abrimos la botella de aguardiente; me trataron con deferencia y demostraron haber leÃÂdo mis poemas. Uno de ellos también escribÃÂa y parecÃÂa tener talento a juzgar por los versos que recitó. De pronto me di cuenta que habÃÂa olvidado quitar los recortes de periódico de la mesa e inevitablemente éstos atrajeron su atención. ¿Qué significado tiene esto?, preguntaron sonriendo. No lo sé, dije, son noticias que recorto. No insistieron y al cabo de un rato hablábamos de otras cosas. Jueves. Por la noche, antes de dormirme, saco por unos instantes los recortes y los alineo sobre la mesa. Luego me siento delante de ellos y los contemplo. Escucho apenas el vehÃÂculo de los militares que vuelven a Nanning. “El Youjiang va crecido este añoâ€Â, dijo uno de ellos al despedirse. ¿Qué significado tiene esto, en realidad? El monstruo tiene pico de pato, leo. Esto no puede asombrarme ni maravillarme, sin embargo intuyo que detrás de estas palabras hay algo que puede provocarme una emoción aún mayor. Por momentos tengo la certeza de encontrarme sobre la pista, por momentos creo que sólo estoy enfermo.
Martes. Wu Yunquing, de 142 años de edad, residente en Quinghuabian, provincia de Shaanxi, pasea en bicicleta por las calles de su ciudad natal. Para Wu, el secreto de su longevidad radica en su optimismo, el ejercicio fÃÂsico y una forma de vida moderada. Según él, esta moderación incluye cuatro o cinco horas diarias de sueño y, a ser posible, sentado. Recorto también la foto: en ella aparece un anciano de barba blanca, montado sobre una bicicleta, observando la cámara fotográfica. Miércoles. He asistido a la comida campestre y luego a la reunión. La comida fue abundante, hubo vino y muchos brindis. Después hubo dos oradores, el comisario polÃÂtico y una campesina que trabaja en la Granja. La charla de esta última fue curiosa, la traÃÂa escrita y tenÃÂa por tÃÂtulo “¿Qué hacer cuando la lluvia nos sorprende en el camino?†A medio discurso, plagado de lugares comunes, de reiteraciones y descripciones minuciosas de herramientas y ropas de trabajo, me dormàapoyado sobre el tronco caÃÂdo de un árbol. En determinado momento, a mi sueño llega su voz que dice que la persona que se viera asaltada por la lluvia debÃÂa cavar un hoyo, meterse dentro y luego cubrirse de tierra. Desperté sobresaltado. Nadie me observaba salvo el comisario polÃÂtico; su rostro era una extraña mezcla de ironÃÂa y miedo. Cuando la campesina finalizó su discurso esperó a que yo aplaudiera para hacerlo él. Jueves. Sobre los incidentes del parque Beihai: El jefe de seguridad de la zona habÃÂa advertido a los responsables del parque que vender más entradas de las autorizadas podrÃÂa provocar desórdenes…Algunas canciones de la última moda interpretadas en inglés provocaron fuerte emoción en el público juvenil… Los espectadores salieron del recinto atropelladamente y alrededor de 60 personas fueron pisoteadas…Entre los diez heridos, cuatro se encuentran graves. Jueves. El militar más joven, el poeta, dijo que la realidad era la cultura. Yo miraba por la ventana el movimiento apenas perceptible de la aldea. Por la calle principal se alejaban dos niños llevando algo entre los brazos; por el otro extremo venÃÂan dos mujeres arrastrando una carretilla; hablaban en voz alta, se reÃÂan. El otro oficial dijo algo acerca de armas bacteriológicas. No le presté atención, sólo recuerdo haber asentido mientras un ligero corrimiento, allá lejos, en las escarpadas, cautivaba mi interés. Fue algo asàcomo si empujaran hacia un lado el paisaje y metieran en el hueco otro exactamente igual, pero nuevo. Por la noche fui a la casa del comisario. Vive con su mujer y cinco hijos, todos menores de diez años. Le pregunté qué clase de asamblea habÃÂa sido la de ayer. Su mujer me miró como si los hubiera amenazado de muerte. El comisario dijo que no habÃÂa sido una asamblea sino una fiesta. Al recordarle que por la tarde todos habÃÂan trabajado, añadió que se trataba de una fiesta menor. La tradición, dijo, es celebrarla durante media jornada, con una comida colectiva. Viernes. A las doce de la noche, cuando terminaba de leer un libro de divulgación cientÃÂfica y me disponÃÂa a revisar mis recortes de periódico, llamaron a la puerta. Permanecàsentado, quieto, no quise responder. Volvieron a llamar, muy débil, como si no quisieran molestar. Recuerdo haber cerrado los ojos, haber deseado que quienquiera que fuese creyera que no estaba, aunque la luz encendida me delataba. Después la puerta hizo un sonido de alambre al abrirse y unos pasitos menudos se deslizaron hasta detenerse a pocos metros de donde yo me hallaba. Abràlos ojos: la maestra apagó la luz y se desnudó sin decir una palabra. A tientas, guardé los recortes, dejé la carpeta sobre la mesa, descorràla cortina, me dirigàcon cuidado hacia el lecho. Sus senos eran pequeños y anchos y sollozó mientras la penetraba. Después estuvimos abrazados en la oscuridad hablando de cosas sencillas, los problemas de la escuela, la biblioteca -insistió en saber mi opinión sobre ésta-, los niños, la Granja, los carboneros que trabajaban de noche. Al llegar a este punto le pregunté por qué trabajaban de noche y no supo responderme.
Viernes. El muchacho de la camioneta llega a las ocho de la noche de Wuming. Me acerco a él para que me entregue los periódicos. Su semblante está pálido y demacrado. Con una sonrisa me dice que está enfermo. Le pregunto si ha ido al médico y dice que sÃÂ. Tiene diarrea y fiebre. Le digo que no deberÃÂa conducir en ese estado. Responde que ahora se irá a la cama, apenas deje de conversar conmigo. Por la noche trabajo en la biblioteca hasta la una de la mañana. Al salir tengo la sensación de que el pueblo está vacÃÂo. A medida que camino la sensación se hace más intensa, asàcomo el deseo de entrar en algunas casas y comprobarlo. Sin embargo, soy capaz de controlarme, de llegar hasta mi casa, de desnudarme, de pensar. Sábado. Durante la mañana revisé los recortes. El niño de Wan, el monstruo del lago, el anciano que pasea en bicicleta, los incidentes del parque de Beihai. ¿Qué tienen en común estas noticias? He recortado otras, pero las recurrentes, las que vuelven a mi memoria como señales rojas, sólo son estas cuatro. Jueves. El oficial habló de armas bacteriológicas. Le pregunté a qué clase de armas se referÃÂa. Al mirarme, su rostro se desdibujó como si una niebla azul lo envolviera. Pensé: camarada, estás desapareciendo.
Viernes. Debo mantenerme firme. Por la mañana vino a visitarme el médico. Su marcha coincidió con la llegada de la maestra. Escuché cómo se saludaban en la puerta y luego un largo silencio donde acomodé ambos rostros, inexpresivos, débiles. Al llegar a la habitación la maestra dijo que me encontraba bien. Le pregunté por qué creÃÂa eso. Respondió que el medico habÃÂa dicho que mi salud era buena; además, ella sabÃÂa que escribÃÂa a diario, un excelente sÃÂntoma. Sábado. Por la tarde un primer grupo de aldeanos salió por el camino de la Granja. Poco después salió otro grupo por el camino de las escarpadas y el pueblo quedó prácticamente vacÃÂo. Esta vez quise saber adónde iban y decidàseguir al segundo grupo, por lo que cogàuna bicicleta que alguien habÃÂa dejado junto a la cooperativa y pedaleé en dirección a las escarpadas. Al llegar al primer recodo comprendàque no les darÃÂa alcance: en algún momento habÃÂan abandonado el camino y ahora, para alcanzarlos, debÃÂa volver atrás y encontrar el punto por el que se habÃÂan desviado. Me pareció inútil y regresé a la aldea. Al pasar por mi casa la anciana que vive enfrente abrió la ventana y sacó la cabeza como si intentara atrapar algo con la boca. Supe, recién entonces, que era ciega. Dejé la bicicleta adonde la habÃÂa tomado y volvàandando.
Lunes. El volcán hizo erupción tres veces entre 1597 y 1702 y las repetidas lluvias y la nieve convirtieron su cráter en un lago de 10 kilómetros cuadrados y 373 metros de profundidad. Según han manifestado los trabajadores que conocen la zona, la abundancia de microorganismos en el lago puede muy bien ser la causa de que en él vivan animales acuáticos. Las plantas del jardÃÂn dan la impresión de una inmovilidad perfecta. Pensé en la bicicleta de Wu Yunquing, en su barba blanca, casi postiza. Nacido en 1838. El dÃÂa está cargado de nubes oscuras, hace calor. Por un momento he creÃÂdo que los recortes se proyectaban sobre las escarpadas. He cerrado los ojos; la imagen ha tardado en diluirse. Algunas personas afirman que Shie Zo habitualmente ve a todas las personas desnudas debido a la fuerza de sus ojos. De pronto comienza a llover y sé entonces que soy el único que presta atención a lo que está ocurriendo. Esto puede ser el fin, pienso. Entonces la lluvia cesa. Lunes. Nunca podré establecer una relación entre los recortes; ¿de qué manera se prolonga la extraña criatura del lago con los disturbios del parque Beihai?¿En qué medida el portento visual del niño de Wan es el de la misma naturaleza que da la larga vida de WuYunquing? Sólo sé que suceden cosas extraordinarias. Mientras el militar más joven recitaba algo de Mao Dun observé que la vida en la aldea era idéntica a sàmisma. La maestra salÃÂa de la escuela rodeada de niños y miraba en dirección a mi casa, sin verme. La camioneta de la aldea permanecÃÂa aparcada junto a la cooperativa. Más lejos jugaban dos cachorros de perro, y un niño, con una pala en la mano, los observaba. El color del cielo nuevamente era gris y por el lado de las escarpadas exhibÃÂa unas franjas fosforescentes, repugnantes, como si esa parte del cielo estuviera leprosa. Sin perder la sangre frÃÂa corràhacia el patio trasero y vomité. SentÃÂa una profunda piedad imprecisa. Los oficiales salieron en mi búsqueda e intentaron llevarme al baño, pero no lo permitÃÂ. Me bastó mirarlos, con los labios aún manchados de bilis, para que no avanzaran un paso más. Después mentÃÂ: he perdido la costumbre de beber, dije. Lunes. No estoy enfermo. Mi nombre es conocido en las provincias de mi paÃÂs. Tengo 45 años y desde los 15 sirvo en el ejército. He recibido múltiples condecoraciones. A los 25 años publiqué mi primer libro y desde entonces mi producción literaria ha sido ininterrumpida. Soy sano y fuerte, me he demostrado que puedo resistir el hambre y el dolor. Durante seis años residàen Vietnam donde fui consejero del ejército popular en la lucha contra los imperialistas y sus lacayos. Vivàen Hoa Binh y Phat Diem; en 1971 fui herido en una aldea cercana a Phu Dien Chau y retorné a mi paÃÂs. En 1979, durante el conflicto bélico chino-vietnamita, combatàcontra mis antiguos aliados. Mi división estaba acuartelada en Jinxi y yo pertenecÃÂa al estado mayor. Al terminar la guerra fui destinado a Ningming, cerca de la frontera y, al poco tiempo enfermé. Estuve en el Hospital Militar de Nanning donde mi recuperación fue rápida; luego, por deseo de los médicos y con el beneplácito de mis superiores, fui enviado a esta aldea para descansar.
Viernes. Desde las cinco de la mañana hasta las doce he permanecido sentado en el suelo, desnudo, intentando pensar. Es difÃÂcil; a veces el cuerpo parece un agujero y todo lo demás, las ideas, las palabras, los descubrimientos, se asemejan a las joyas, hermosas pero innecesarias. Si tuviera tiempo, conjeturé, me gustarÃÂa trasladarme a PekÃÂn e investigar a fondo los incidentes del parque Beihai. Una sola pregunta: ¿quiénes autorizaron la venta de entradas? ¿Y para qué? Esta segunda pregunta, por supuesto, podrÃÂa contestarla si pudiera interpretar correctamente los recortes. Sábado. Salàpor la mañana. Conseguàuna bicicleta en el taller de la Granja y partàde inmediato. El muchacho de la camioneta me vio abandonar el pueblo y gritó algo inaudible. Me volvàa mirarlo, no me detuve. Corrió un trecho detrás de màpero al cabo de unos minutos abandonó; por el espejo retrovisor alcancé a ver que me decÃÂa adiós con los brazos. Pedaleé durante unas tres horas en dirección a las escarpadas y me detuve a descansar. Estaba empapado de transpiración pero me sentÃÂa bien. La bicicleta era vieja y tenÃÂa el cuadro oxidado, pero aguantarÃÂa; era pesada y resistente, de las construidas hace mucho. A mediodÃÂa llegué a una colina escasa de vegetación desde donde vislumbré una aldea. Saqué los prismáticos y enfoqué las calles durante un rato. Ni una sola persona, ni un solo movimiento. Un kilómetro más adelante el camino se bifurcaba. Una senda, casi techada por el bosque, llevaba a la aldea; la otra seguÃÂa hacia las escarpadas. Noté la ausencia de sonidos, la quietud que parecÃÂa colgar de las ramas más altas de los árboles. Pensé textualmente: la quietud cuelga de una rama, y tuve un acceso de desmayo. Me sostuve, perplejo, como si estuviera en un bosque de adivinanzas y no debiera perder el buen juicio. Al cabo volvàa montar en la bicicleta y me alejé en dirección a las escarpadas.
Martes. La maestra vino a mediodÃÂa. TraÃÂa composiciones que sus alumnos habÃÂan realizado sobre mi literatura. Me las extendió, sonriendo, y esperó a que las leyera. ¿Qué te parecen? Camarada, le dije, me dan ganas de llorar. Pues llora, dijo ella. Nos desnudamos e hicimos el amor. Después ella dijo riendo que nunca lo habÃÂa hecho a esa hora. Por el marco de la ventana vi un cielo gris, de un brillo opaco, y pensé que era extraño que no me estremeciera. Martes. Al caer la noche la maestra volvió a casa. Comimos juntos, lavamos los platos, nos sentamos a trabajar en la misma mesa; ella preparaba sus clases y yo escribÃÂa los últimos párrafos de mi informe. En el silencio de la medianoche escuché pasos de gente que iban a la casa vecina. Le pregunté qué ocurrÃÂa. Dijo que la anciana ciega estaba enferma. A los pocos minutos el silencio se habÃÂa restablecido. ¿Era el médico?, pregunté. No, dijo, el médico vive en Wuming, era gente del pueblo. Me acosté pensando en la vieja. Por el hueco de la cortina veÃÂa a la maestra inclinada sobre la mesa. Cerré los ojos y sonreÃÂ, los niños habÃÂan escrito “optimismo y confianza en el futuroâ€Â. Intenté recordar, ignoro por qué razón , el rostro del joven oficial y poeta, y en su lugar aparecieron las siluetas de los niños que rodeaban al comisario polÃÂtico al final del camino. Cuando la maestra vino a la cama me habÃÂa dormido. Temblaba, me contó ella al dÃÂa siguiente. Me sentÃÂa feliz. Viernes. Me desperté a las seis de la mañana. Le dije a la maestra que no deberÃÂa haber sido fácil para los aldeanos mi estancia aquÃÂ. Me miró sorprendida. No, dijo, los campesinos son generosos. Sólo temÃÂan que no te sintieras bien. Me siento bien, le dije. Antes de marcharse me acarició una mano. No me movàde la puerta hasta que la vi desaparecer por una calle lateral. Por todas partes se veÃÂa gente trabajando. Salàal patio trasero y me bañé con baldes de agua frÃÂa. Sentàdeseos de cantar. Por supuesto, no lo hice.
Sábado. A las seis de la tarde avisté otra aldea. Desde un árbol estuve observando el pueblo con los mismos resultados que en el anterior. Era curioso, a mi derecha crecÃÂa un rumor de rÃÂo, como si el Youjiang se hubiera salido de madre, aunque yo sabÃÂa que el Youjiang estaba por lo menos a 25 kilómetros a mi izquierda. El calor era insoportable y presagiaba tormenta. Esta vez resultaba inevitable pasar por el pueblo, a menos que lo rodeara, pero en este caso tenÃÂa que abandonar la bicicleta. Entré lentamente, a vuelta de rueda, temeroso de perturbar el silencio reinante. Cuando dejaba atrás la primera casa comenzó a llover. Casi al instante el agua formó una cortina tan densa que impedÃÂa cualquier atisbo de visibilidad. Dejé la bicicleta apoyada junto a un bebedero y entré corriendo en la vivienda más cercana. No fue necesario tocar, la puerta estaba abierta y un sólo vistazo me bastó para comprender que allàno vivÃÂa nadie. Cuando la lluvia amainó penetré en las otras casas: todas estaban vacÃÂas desde hacÃÂa mucho. Me senté en el suelo, bajo el alero de una de las chozas, y esperé. HabÃÂa anochecido cuando decidàseguir adelante. Al ir a buscar la bicicleta observé que en las escarpadas ya estaban las primeras fogatas de los carboneros. ¿Carboneros en la provincia de Kuangsi?, ¿después de la lluvia? Saqué los prismáticos y enfoqué hacia arriba. Los fuegos apenas parpadeaban. Me sentÃÂa afiebrado, no obstante seguÃÂ. Sábado. Dos kilómetros más adelante el camino terminaba junto a un pozo. Alrededor del pozo habÃÂan limpiado una especie de explanada y en ambos lados habÃÂan bancas de madera, enmohecidas, con respaldos labrados con motivos florales. Me senté en la de la izquierda. SabÃÂa que a mis espaldas los fuegos crepitaban aunque no pudiera oÃÂrlos. El rumor sordo del rÃÂo se imponÃÂa a cualquier otro sonido.
Domingo. La tonalidad del cielo es la misma de ayer y de los dÃÂas pasados. Por la mañana estuve sentado en el jardÃÂn, con un libro en las rodillas, mientras los campesinos marchaban a trabajar a la Granja o al pantano y horas después volvÃÂan de la Granja y el pantano y se saludaban al encontrarse o se detenÃÂan a hablar. A las cinco de la tarde vino puntual el muchacho de la camioneta a entregarme el paquete de periódicos. Cuando ya se iba le pregunté si se habÃÂa recuperado; me miró sonriendo, sin entender. ¿Estás sano, ahora?, le grité.¡SÃÂ!, dijo, y la camioneta se alejó camino abajo. Domingo. No he abierto el paquete de periódicos. Sé que encontrarÃÂa noticias que recortar y ya no importa. Alguien se encargará de quemar los recortes que he guardado y mi diario. Tal vez alguien se adelante y no permita que eso suceda. Sospecho que ambas posibilidades tienen más de algo en común. Lunes. Me disponÃÂa a dar un paseo cuando llegó el comisario. Le dije que querÃÂa caminar, que si a él no le molestaba podÃÂamos dar un paseo juntos. Aceptó encantado. Tomamos el camino de la Granja hasta llegar al bosque. DÃÂgame, le pregunté, cómo se llama esta bosque. El comisario sonrió con timidez. No tiene nombre, dijo. Nos sentamos a hablar en el claro. La conversación fue parca. El comisario miraba beatÃÂficamente las ramitas esparcidas en la tierra mientras yo buscaba las ramas más altas, los pedazos inseguros de cielo. Casi un sÃÂmbolo, medité. Al anochecer volvimos a paso lento a la aldea. Lunes. Me asomé a la ventana de la casa vecina. La oscuridad no era total y pude ver a la anciana sentada en una silla mientras un niño vigilaba la sartén sobre un hornillo de leña. Buenas noches, dije, me alegra verla repuesta. ¿Quién es?, dijo la anciana. El niño miró sonriendo y después siguió atento a lo que cocinaba. Mi nombre es Chen Huo Deng, dije. Ah, el soldado, suspiró ella. Soy una vieja asmática pero no puedo morirme todavÃÂa. Eso está bien, dije. Lunes. Sobre la mesa he dejado en orden todo cuanto he escrito estos dÃÂas. Aquàestá mi informe atrasado y cinco poemas. Sobre la mesa quedará asimismo este diario. No oculto nada. (Además, serÃÂa inútil.) Junto a mis papeles he dejado una breve nota señalando que éstos deben ser entregados al estado mayor del ejército, en Nanning. La casa, que tan amablemente me fuera prestada por el comité del partido de esta aldea, la devuelvo en las mismas condiciones en que me fue cedida. Por lo demás, todo lo que tengo es del Ejército. Ahora saldré a caminar, ya ha pasado medianoche, hasta llegar al bosque. Espero tener la paciencia de buscar una rama alta y resistente, escondida en el follaje, y colgarme.
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