Si pienso en un paisaje, pienso en Porte d’Italie, un barrio parisiense que hacia 1980 semejaba una colonia vietnamita. Hasta allÃ, por cierto, se enrumbaba otra colonia, la venezolana, o más bien la del programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho, cada vez que en diciembre se alistaba a hacer hayacas. En efecto, el único sitio en el que se conseguÃan en ParÃs hojas de hayaca era en Porte d’Italie, con la única dificultad de que no venÃan ahumadas sino, digamos, perfectamente crudas, recién arrancadas del árbol. Al final, por cierto, no se sabÃa si más trabajo daban las propias hayacas o pasar por agua aquellas hojas interminables. Más de un vecino parisiense que pasaba dÃas oliendo el tufo de aquella operación habrá pensado, no sin razón, que éramos salvajes.
Pero más allá de nostalgias vietnamitas, Porte d’Italie era, sobre todo, el destino que tomábamos para ir a ver a Isabel. ¿Y quién era Isabel —preguntarán ustedes—, esa mujer con tal poder de atracción que nos hacÃa atravesar la ciudad luz de un extremo a otro. No sé qué era o quién era, pero para nosotros, jóvenes desvalidos, lo era todo. Dónde la conocÃ, exactamente, es una imagen que hoy se me escapa, pero su hogar, que era un hogar alado, porque quedaba en lo más alto de una torre de numerosos apartamentos, era la guarida perfecta, el refugio, la covacha, el altar perfecto para rezarle a un dios extraño: el del análisis y la crÃtica.
Tiendo a pensar que, por momentos, Isabel era nuestra madre, nuestra hermana mayor, nuestra profesora, nuestra consejera, nuestra confesora y, por qué no, nuestra consultora sentimental. Todos esos roles los asumÃa, o al unÃsono o uno detrás del otro, con una sonrisa que no la abandonaba. ¿Cómo describir la sonrisa de Isabel? Decir que era sutil, que era discreta, que era apenas un garabato sobre su rostro, es poca cosa. Y lo es porque todo en Isabel es interioridad, es espiritualidad, es conciencia profunda de lo que es la condición humana. He conocido poca gente capaz de entrar con su mirada en el alma del otro. Pero esa facultad en Isabel es natural, le viene de no sé qué gentilicio, de no sé qué época ajena a los tiempos, como si un rayo atravesara todas las edades del hombre para reposar en su regazo de gran mujer, de gran visionaria, de gran sacerdotisa. Su mirada descifra el instante pero también adivina el futuro, como si ambas dimensiones estuvieran conectadas.
Recuerdo como si fuera hoy el momento en que yo entraba al apartamento de Isabel: allà está la sala, con sus asientos mullidos; allà está el comedor, donde tantas veces comimos; allà está la cocina, apenas vista tras la puerta entreabierta; allà está el balcón, que se columpiaba sobre la avenida, generalmente de noche (me atreverÃa a decir que desde ese balcón, y valga el paréntesis, comencé a ser otra persona). Pero también al entrar veÃa a sus hijas, a su varoncito intrépido, a algunos amigos que se agregaban a la tertulia, y también, que Isabel me perdone la revelación, a un gigante teutón, amable y afable, que Isabel presentaba como su compañero. Ese alemán, que a Isabel le producÃa tortÃculis de tanto ver hacia arriba, fue también una invención de Isabel, o una invención del amor, porque introducÃa en ese hogar dosis de ternura, de simpatÃa, de complicidad.
Concluido el capÃtulo parisiense y ya de vuelta en Venezuela, no nos hemos visto como en ParÃs, pero me atreverÃa a decir que siempre hemos sabido el uno del otro, como si nuestras sendas siempre se cruzaran. Isabel se ha crecido con los años porque todo en ella siempre fue crecimiento y superación, porque su optimismo no lo quiebra ni una bomba. Su lectura del paÃs es profunda porque el paÃs le duele. Y le duele no por verlo despedazado, como ahora, sino porque al conocerlo hasta sus simientes sabe que puede ser mejor, sabe que hay constantes culturales e históricas que, potenciadas, lo podrÃan llevar a un máximo nivel de esplendor. Esa certidumbre la lleva en su corazón, que todos los dÃas late con más fuerza; esa certidumbre le permite hacer lo que hace y ser lo que es: una venezolana integral, inteligente, devota, que no cejará en sus esfuerzos hasta tocar el horizonte que todos ansiamos o intuimos.
Ha sido todo un privilegio, junto a mis amigos y colegas de Artesano Editores, publicar La quiebra moral de un paÃs. Este es un libro que todos los seguidores de Isabel esperábamos, pues resume lo que es su pensamiento y lo que ha sido su prédica en estos últimos años. Se trata de una contribución bibliográfica decisiva que nadie debe dejar de leer si quiere obtener más luz sobre la ruina que nos inmoviliza en esta especie de republiqueta secuestrada por ruanes. El paÃs que se quiere y sabe mejor sabrá transitar por estas páginas para encontrar asideros mayores y razón de ser y persistir.
No he dejado de pensar —y ya con esto termino—, en todos estos meses de trabajo alrededor del libro de Isabel, en una pequeña fábula. Esa fábula me dice que, sin saberlo, este libro se comentó a gestar muchos años atrás, quizás en el balcón nocturno de Isabel, desde el que veÃa a la ciudad iluminada. Si aquel encuentro no se hubiera dado, si sus tertulias no nos hubieran alimentado, si su cariño no hubiera sido lo que fue, no estuviéramos hoy en El Buscón. La ruta para llegar a hoy, mi querida Isabel, la comenzamos a construir en aquellas noches consecutivas, porque también hablábamos del paÃs con la pasión con la que hablamos hoy. Este libro comenzó a escribirse en ParÃs, no lo olvides, y ya yo intuÃa que tú serÃas la escritora y yo el dichoso editor. Pareciera que nuestra fábula aquà termina, pero quién sabe si apenas comienza, porque cuando el paÃs sea otro también tendremos derecho a brindar. El brindis que nos espera es aquel que nos reunirá en una nueva Venezuela. Entonces recordaremos, con las copas en alto, que la nueva fábula se inició en los dÃas en que presentamos La quiebra moral de un paÃs.
* Palabras de presentación del libro La quiebra moral de un paÃs. Hacia un nuevo contrato social, de Isabel Pereira.