Puente de espías 2
Todo en materia de espionaje es un juego de sombras, que tiene más que ver con jugadas imaginarias que con golpes de mano reales.

Dos términos, casi poéticos, dominaron el espectro geopolítico desde la caída de Berlín hasta la desintegración de la Unión Soviética. El primero fue Guerra Fría, el segundo Cortina de Hierro. Ambos definieron, antes que una realidad, un estado mental signado por la desconfianza y el miedo. Por primera vez en la historia de la humanidad habían surgido dos superpoderes con la capacidad de destruirse uno a otro y, de paso, al resto del planeta. Hubo en todo este proceso varias y muy sonadas piedras de toque según el período en cuestión, pero el más notorio, tuvo como escenario una ciudad, cortada en dos por un muro que se erigió como un símbolo. Más que un espacio físico, que lo era, el Muro de Berlín generó un espacio imaginario, un lugar enigmático y peligroso en el cual dos sistemas políticos antitéticos se miraban de frente, armas gavilladas en mano, listos a disparar al menor gesto, manteniendo al resto del mundo en vilo. Pero esto no constituía en sí una trama, apenas un marco para que, a la sombra del infame muro, la literatura y el cine encontraran un pretexto para un subgénero que haría historia y haga olas todavía. Porque ese muro tenía sus fisuras y descifrarlas y utilizarlas en provecho propio era tarea de espías.

Considerada ahora, la Guerra Fría o el mismo muro lucen no solo lejanos, sino además inverosímiles y, a decir verdad, mucho menos peligrosos que el mundo que los reemplazó. Por ello la última película de Steven Spielberg, ese niño terrible capaz de convivir con extraterrestres angelicales, villanos en el límite de lo humano o políticos de fuste histórico, debiera ser vista ante todo como un ejercicio de nostalgia por un mundo en el cual la paranoia, al menos tenía nombre y apellido.

Porque, la historia se basa en hechos reales que reflejan la polarización del momento. De un lado el descubrimiento por el FBI del espía Rudolf Abel, que a decir verdad había hecho muy poco, y por el otro el derribo del piloto Francis Powers sobre territorio soviético antes de que su avión U2 pudiera fotografiar nada. Las fichas entonces son apenas peones simbólicos en medio de una batalla que en el fondo se apoya en una pregunta: ¿qué pasaría si el enemigo lanza un ataque nuclear?

El primer tramo de la película detalla la captura de Abel, la selección de su abogado defensor y el proceso en sí, en medio de la paranoia anticomunista de la época. La segunda mitad, radicalmente distinta, tiene que ver con la negociación que el abogado emprende para canjear a ese espía por el piloto prisionero de los soviéticos y un estudiante atrapado por casualidad en el lado equivocado del muro. Las dos funcionan como caras de una misma moneda porque, en su segmento americano, el abogado está en la peor de las posiciones frente a su propio país. Debe defender a un culpable con las armas que le da la ley en medio de un sistema que ya lo ha condenado. Debe defender la ley en un rincón del espectro judicial en el que varios de los jugadores sostienen que, bajo ciertas circunstancias, las leyes ya no aplican (recordemos los años de Bush II). Pierde, por supuesto, pero, negociador al fin, logra evitar la pena de muerte y, en un juego de ajedrez geopolítico, preservar una pieza clave para escenarios futuros. Porque todo en materia de espionaje es un juego de sombras, que tiene más que ver con jugadas imaginarias que con golpes de mano reales. Por eso, esa primera parte principista es apenas una introducción para el juego de fondo que supone internarse en territorio enemigo para negociar la libertad de dos fichas propias.

Spielberg, se sabe, es un maestro de la narración y la película ofrece un relato tenso, al que probablemente le sobran los minutos en que esa sensiblería siempre presente en el director se sale de control. Ocurre que el abogado es demasiado noble, que el espía ruso en el fondo es un buen muchacho aunque juegue del lado de los malos, y que fusilen a unos alemanes al atravesar el muro en el preciso momento en que el protagonista lo cruza en tren. Porque en el fondo la película respeta con el mismo celo del abogado las convenciones del género y lo hace magníficamente bien. Como para recordarnos que el bueno de Spielberg sigue siendo a sus casi 70 años aquel muchachito nostálgico por las películas y series de TV que veía cuando pequeño y que lo llevaron a hacer cine. Claro, era otro mundo signado por los buenos y los malos, comunistas y capitalistas a punto de caerse a puños, solo separados por un muro que la película parece mirar con la nostalgia de quien extraña un mundo más claro y más noble.

PUENTE DE ESPÍAS  (Bridge of Spies). EEUU, 2015. Director: Steven Spielberg. Con Tom Hanks, Mark Rylance, Alan Alda.

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