Pelo malo 6Comencemos por el pelo. Es tal vez la parte más maleable del cuerpo, y por lo tanto la que permite, con menor esfuerzo, darle vuelo expresivo a la personalidad del caso, porque si hay algo público y visual es nuestra cabellera. El pelo, o el tratamiento que le damos, es una expresión de identidad propia e individual (será por eso que a los milicos los rapan). En casos culturales concretos (los siempre gloriosos sesenta, o El niño del cabello verde de Joseph Losey), es una muestra de rebeldía. Y por supuesto, por estas tierras, es la pertenencia a un grupo social o étnico, de donde la abominable expresión «pelo malo».

Esta referencia permanente de la película a la identidad debiera considerarse su primer logro. La obsesión de Junior es su pelo, junto a un ensayo ingenuo y primario de trascendencia y autoafirmación: aparecer, con pelo bueno (entre comillas), en su foto de la escuela. Todo ocurre en la Caracas de hace unos dos años, mientras el caudillazo agoniza y algunos adeptos de su secta, en una secuencia clave, se cortan el pelo para emular su gesta hacia la Nada.

Y el segundo logro de la película, en estos tiempos polarizados, es ese. Abstraer el drama de Junior, y el de su madre de la referencia inevitable al rojo del paisaje o la riposta opositora. La película transcurre en su mayor parte en ambientes cerrados, o espacios confinados del barrio y cuando la cámara sale de los monobloques es para pasearse por una ciudad que golpea a sus habitantes, igualándolos a punta de tonos grises, calor y ruido.

El reino de la niñez, es también el de la imaginación, verdad de Perogrullo. Una entrega anterior de la directora (la muy disfrutada Postales de Leningrado) marcaba la primacía de este mundo frente a la realidad en forma de intervenciones gráficas en la imagen realista. Parecería que aquí ocurre lo contrario: el drama de una viuda joven, bella, con dos hijos a cuestas y una suegra en contra acorrala el mundo de Junior, que busca su identidad, buscando cambiar el aspecto de su pelo, ensoñándose con detestables concursos musicales o intercambiando confidencias con su vecinita. Y esa es la película, un drama minimalista que recuerda lo mejor de De Sica y Zavattini y que se permite crear poesía a partir de un entorno en el cual los protagonistas sufren los embates del entorno, de las figuras de autoridad administrativa y de los familiares con mejores medios.

No hay otra rebeldía para los adultos que la necesidad de sobrevivir y ésta es la verdadera, o la única ventaja del protagonista. Se puede permitir el lujo de soñar, si no con un mundo distinto, al menos con una visión diversa y propia de sí mismo. No faltará el inquieto que vea en ese movimiento narcisista un signo de alienación. El libreto lo asume con más lógica que naturalidad porque entre otras buenas nuevas la película no deja de avisarnos que el hombre nuevo murió al nacer y que los dramas de los protagonistas siguen siendo tan válidos y tan cotidianos como hubieran podido serlo hace quince años.

Esta apuesta por la atemporalidad, en un país que ha hecho de la permanente puja entre el antes y el ahora, una faceta existencial y política, es su logro mayor. No porque las referencias no estén allí, sino porque no son un elemento dramático en la trama sino una mera anotación al margen, un detalle que no le hace a un tema que ­—como los del neorrealismo del bueno— está allí de una vez y para siempre y solo requiere de una cámara talentosa que lo revele.

Hay un dato más, y tiene que ver con la mirada. El reproche mayor de la madre al niño, uno de los tantos que abundan en la película pero que vuelve como un latiguillo es no me mires así, te dije que no me miraras así. Esta defensa, inútil por otra parte, tiene que ver con lo que la protagonista tiene que aguantar, pero más a fondo, con ese vínculo tortuoso entre madre e hijo, inevitablemente contaminado por una vida difícil, de la cual ignoramos detalles clave (cómo murió el padre de Junior, cuál es el motivo último de la antipatía de la suegra).

El final es terrible, es cierto, pero tolera una doble lectura. Cortarse el pelo como una claudicación, una entrega final de las aspiraciones frente a la dureza del entorno. Valdría la pena verlo como una ofrenda, un final feliz camuflado y meritorio de un film importante.

PELO MALO. Venezuela, 2013. Directora: Mariana Rondón. Con Samuel Lange, Samantha Castillo, Beto Benites, Nelly Ramos.

Cortesía de http://www.talcualdigital.com/ediciones/2014/05/03/default.asp.

 

 

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