Ni que nos vayamos nos podemos ir 1
Obra que incomoda, remueve, duele, da en el clavo y proyecta en el espejo —objeto clave en la obra— razones y corazones, Ni que nos vayamos nos podemos ir rastrea los distintos registros emotivos, domésticos, íntimos de la diáspora.

Dividida por circunstancias que lamenta, y sin duda a favor de la unión posible entre las partes —y es que son la misma sangre—, Venezuela, o sea, Elvira, no deja de amar a sus hijas en el rol de polos opuestos, como tampoco de padecer por aquello que —más que una coyuntura desafortunada y pasajera— es la fractura insidiosa, deliberada, sostenida del frágil andamiaje de la identidad. No deja de tener esperanza, no, y en nombre de ese riesgo que le es entrañable se permite la exploración por entre los bártulos de la memoria agujereada, la reverencia a los recuerdos del pasado que le otorgan referentes y boyas, aunque en el terco ejercicio de rastreo acuse recibo del vacío; de insondables puntos ciegos. Es su manera de hallarse en el extravío. “Así” —con dolor y risa, con ironía y con cierta ligereza— “construí el personaje: desde la convicción actoral de que soy el país”, comparte, luego de que el telón cae, la patrimonial actriz caraqueña Caridad Canelón. “Es un papel de matices, y que abarca todo y a todos”. La madre. La patria.

Obra que incomoda, remueve, duele, da en el clavo y proyecta en el espejo —objeto clave en la obra— razones y corazones, Ni que nos vayamos nos podemos ir rastrea los distintos registros emotivos, domésticos, íntimos de la diáspora. La pieza rasguña por entre los resquicios vulnerables, heridos, invadidos de la circunstancia tan en alza como la inflación y los índices de la depauperación que afectan la epidermis y el alma venezolanas, y las hiere de manera inédita y profunda. Es esta, desde el me iría demasiado, y hasta el ya se ha ido más de un millón de venezolanos, la pena que desnuda y pone al sol, con agudeza pero también ternura e incluso matices de humor, Lupe Gehrenbeck. Ganadora del Juana Sujo, la actriz, guionista de cine y tele y dramaturga venezolana, egresada en Arte por la Universidad Central de Venezuela y con Máster en Comunicación por la universidad de Nueva York, asume con delicadeza el tema de la mudanza y se enfoca en el dolor de la despedida; tiene la maleta entre ceja y ceja. Lo había tocado en Nos vamos o nos quedamos. Ahora no ve un ángulo, un dolor, un punto de mira sino que busca abarcar la distorsionada totalidad, abrir la toma, representar la congoja plural por la puja entre el resentimiento y el miedo.

Viajera ella misma, entrega a Elvira —el personaje central que es el país, y no quiere irse porque es como renunciar a sí misma— la decisión de usar o no el pasaporte, opción que implica desistir del paisaje, de la identidad, de los objetos de la escenografía familiar, testigos y protagonistas de su cotidianidad. Es la obra una travesía por esa difícil decisión. Es el relato de un conflicto que avanza entre cajas de cartón y los precios de los corotos en venta. Elvira quiere prolongar la decisión, no le seduce el desarraigo, con todo y la demasía del horror, el desbarajuste, la ausencia de concepto y ciudadanía. Y serán las hijas las que forcejearán a favor y en contra en lo que será un mar de leva, no de felicidad. Cual ying y yang, son ellas las que encarnan la llamada polarización, los extremos del abismo. Candela (conmovedora Nattalie Cortez), atrapada, adherida a la nata utópica que flota sobre el drama y lo oculta o no lo lee del todo, no entiende la decisión de escoger como opción de vida, ni siquiera por un tiempo, la quimera del norte, “allá no creas, hay mucho loco… y tú no hablas inglés”. Carolina, la otra hija (en la vida real la comprometida Gladys Seco), la jalona en cambio desde el Miami mítico a la tranquilidad donde se ha instalado, no sin antes pasar las verdes. “¿Tú qué haces todavía allá?” es una pregunta que en la platea retumba en los oídos de los presentes: todos la reconocen. Es casi una acusación. Cuando se oye el típico sonido del llamado por Skype, el público susurra acurrucado en sus asientos.

Los alegatos contradictorios, exagerados también, perfilados incluso como estereotipos, y tan reales, constituyen la sustancia de esta historia que mete el dedo en la llaga que faltaba, la del éxodo y sus contrastes. Tiene sentido que Carolina, la que se fue, quiera a su madre —a Venezuela— junto a ella y junto a los nietos, a salvo de las balas, lejos de la violencia de colmillos insaciables. Tiene sentido que Candela, la que está comprometida con el llamado ‘proceso’ arguya que irse no dará soluciones, que abandonar es más vacío, una interrupción en el hilo cotidiano que urge tejer. Pero, por supuesto, tiene sentido dudar y tiene sentido también quedarse porque el país sigue siendo una posibilidad, no solo o no por siempre el portátil campamento que visualizaría con antelación José Ignacio Cabrujas.

“El público estaba dispuesto a quedarse a hacer una terapia de grupo”, se conmueve Gladys Seco al final de la función. “Es que la obra es tan realista y tan actual, además de que hay cierta interacción durante el desarrollo de la trama, que la gente pierde la visión del vidrio que lo separa del escenario, y se arriesga a expresar lo que el tirabuzón de la palabra le ha extraído del alma”. Añade: “Sí, cuando salimos a agradecer y contamos que es una producción de todo el equipo, que el montaje es un esfuerzo colectivo porque todo está difícil, la gente siente que una confidencia vale por otra. No más se prenden las luces, ves ala gente abrazándose, aquellos de allá con los ojos húmedos, la señora suspirando en primera fila, deslizando de una ‘ay, a mí se me han ido los tres’, y nos enseña la mano triste, con tres dedos, reducida”, se conduele Nattalie. “Interesante es que me aplauden también”, sonríe ya con distancia de su papel de oficialista, “lo hace sin recriminaciones”.

Alberta (dueña de la escena Simona Chirinos), contrafigura y la memoria de Elvira, la trabajadora que ha pasado el paño limpio por aquellos objetos con leyenda de origen, no asume el asunto con rigor y se le escabulle al odio de clases y demás corsés remedando el ridículo. Delirantes sus parlamentos en los que demuestra que conoce al dedillo los intríngulis de la escasez, de la impunidad, del desbarajuste, confía sus sueños y se ríe con absoluta gracia igual de la patrona que del supuesto defensor. No le toca fácil, su papel es la esperanza. La cordura. Poner orden cuando sea propicio. Indiferentemente de si esté viva entonces o no.

La obra es sobre estar o no, que en inglés es to be, lo mismo que ser, y en español dos asuntos bien distintos. Es sobre el tiempo. Y sobre el presente que abruma, que asaetea, que es líquido derretido, que quema. Y acaso sobre la urgencia de ajustar el reloj para alcanzar el futuro mejor, y quitarle horas a la nostalgia.

NI QUE NOS VAYAMOS NOS PODEMOS IR, de Lupe Gehrenbeck. Dirección: Oswaldo Maccio. Elenco: Caridad Canelón, Nattalie Cortez, Gladys Seco y Simon Chirinos. Centro Cultural BOD, los viernes a las 8:00 pm, sábados y domingos a las 6:00 pm. La entrada tiene un costo de 400 bolívares.

 

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