FILE PHOTO: Spanish opera singer Montserrat Caballe laughs during a concert at Konzerthaus in Vienna, Austria June 22, 2011. REUTERS/Lisi Niesner/File Photo
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FILE PHOTO: Spanish opera singer Montserrat Caballe laughs during a concert at Konzerthaus in Vienna, Austria June 22, 2011. REUTERS/Lisi Niesner/File Photo
La cantante española Montserrat Caballé ríe en el Konzerthaus en Vienna, Austria, junio 22, 2011. REUTERS/Lisi Niesner

“Para fijar correctamente, desde el punto de vista temporal, algunos de mis recuerdos de infancia, tengo que guiarme por los cometas y los eclipses, tal como hacen los historiadores cuando se enfrentan a los fragmentos de una leyenda”.

Vladimir Nabokov, Habla, memoria.

Era una tarde de febrero de 1987, yo tenía ocho años, y mi abuela llegó a nuestra casa de La Florida con entradas para un concierto. Me dijo que iríamos en marzo. Yo le pregunté, con gran curiosidad, a quién íbamos a escuchar esta vez. Porque una noche de 1983, cuando yo tenía apenas cuatro años, me había vestido para ir a la ópera (Il Trovatore, para más señas), y con alguna frecuencia también me llevaba los domingos al Aula Magna, para uno que otro concierto de la Orquesta Sinfónica Municipal de Caracas. Su respuesta fue: “Iremos a escuchar a Montserrat Caballé”, y pude comprobar que así era tras leer el nombre que acababa de pronunciar en las entradas que me mostró, mientras yo estaba sentado en su cama, escuchando atentamente la explicación. Creo que añadió algo así como que era la soprano más importante del mundo, pero de eso no me acuerdo bien. Puede que esté fabricando el recuerdo, pero es muy probable que haya dicho algo así. Entonces busqué en la colección de discos de ópera de mi papá, y efectivamente Montserrat Caballé era un nombre que aparecía en las carátulas de varios LP (recuerdo en especial que allí estaban sus grabaciones de estudio de Norma, Aída, Don Carlo y Turandot). Supuse entonces que ese concierto sería un gran acontecimiento, porque los que cantaban en los discos de mi papá sonaban como dioses y semidioses (ya entonces reconocía el nombre de Pavarotti, ídolo indiscutible en mi casa, y de sus frecuentes compañeras, un grupo de señoras que respondían a los exóticos nombres de Joan Sutherland, Mirella Freni y Marilyn Horne). Aunque yo había escuchado algunos estimables cantantes, nacionales e importados, en el escenario del Teresa Carreño y del Teatro Municipal, hasta entonces ninguno aparecía en los discos de mi papá, ni sonaba remotamente como ellos. Cabe destacar que, debido a mi edad, a mí no me tocaron las grandes temporadas del Municipal de los años setenta. Para mi desgracia, lo mío es del ‘viernes negro’ en adelante.

Llegó la noche del 11 de marzo —veo ahora en el calendario de mi computadora que era miércoles— y allí estábamos, a las 8:00 pm, sentados en nuestros asientos de balcón en la Sala Ríos Reyna, esperando a que saliera Montserrat Caballé. En el teatro el ambiente era de gran expectativa —eléctrico, por decir lo menos— y aquello confirmaba mis sospechas de que lo que íbamos a escuchar aquella noche era muy importante.

Se apagaron las luces, el concertino de la Sinfónica Simón Bolívar afinó la orquesta y salió Alfredo Rugeles para dirigir la obertura de rigor, acabada la cual entró al escenario una señora enorme, de pelo negrísimo, recogido en un aparatoso peinado, y ataviada con una especie de túnica negra recubierta con bordados dorados. La imagen no se me olvidará nunca, pues era como ver la aparición de un ser mitológico, de los que sólo existen en las leyendas. Cuando digo que Caballé era enorme, no sólo me refiero a lo obvio —su legendario sobrepeso— sino a una cualidad difícil de describir, que sólo he visto en pocos artistas: la de llenar el escenario con una presencia artística imponente y un carisma arrebatador.

Y por supuesto, no he descrito todavía lo más importante: la voz. Pues de eso se trataba todo. Lo más probable es que los que se han aventurado a leer este texto hayan escuchado alguna vez la voz de Caballé en disco o video. Como sucede con todas las voces importantes, lo que se escucha en una grabación es apenas una fracción de lo que la realidad ofrece. Porque las voces operísticas de relieve requieren del espacio, del aire que separa el escenario de cada asiento de la sala, para proyectarse, expandirse y correr libres hasta llegar a los oídos y a la fantasía del público. Sólo esa experiencia permite evaluar en toda su dimensión el impacto de un cantante de ópera. Y para entender cabalmente a Montserrat Caballé, esto era fundamental. Escuchar aquel timbre dulcísimo, aquel legato interminable y esos pianissimi que flotaban, etéreos e imposibles, por la sala, sin la mediación o estorbo de un micrófono, es una experiencia irrepetible en mi vida como aficionado, y no lo han podido replicar los centenares, quizás miles, de horas que he dedicado a las grabaciones de Doña Montserrat.

De esa ocasión, emborronada un poco por el hecho de que han pasado muchos años y de por supuesto no tenía entonces el bagaje suficiente para apreciarla como lo haría hoy día, puedo recordar nítidamente el momento en que Caballé cantó arias de óperas que ya yo conocía, como “Norma”, “Manon Lescaut”, “Gianni Schicchi” y “Otello” –la gran escena de Desdemona, con sus repetidos “Salce, salce, salce”, y el Ave María subsiguiente, están entre lo que más recuerdo del concierto-. Pero el sonido increíble de la voz y el delirio que causó entre el público son elementos que permanecen indelebles en mi memoria, y no dudo en calificar ese concierto como una de las experiencias capitales en el desarrollo de mi afición por la ópera. De allí nació mi impenitente pasión por las voces femeninas y por tratar de cazar, más que grabaciones -que también las he perseguido-, la oportunidad de escuchar en vivo las grandes voces de la lírica de los últimos treinta años.

Mucho tiempo ha transcurrido desde ese concierto. Un par de años después de Caballé nos visitó Renata Scotto, un animal completamente distinto y otra noche definitoria de mi vida como fanático de la ópera. Scotto me enseñó cosas distintas, quizás más complejas, como que la belleza del sonido no lo era todo, y que el fraseo, la garra interpretativa y los detalles podían construir una experiencia tanto o más potente que el canto apolíneo que exhibía Caballé. Quizás podría decirse que Caballé y Scotto fueron para mí como cara y cruz de la misma moneda. Luego entró Callas en mi vida, y después de un inicio un tanto conflictivo, pasó a ocupar la cabecera de mis preferencias, donde se mantiene incólume hasta el día de hoy. Y aunque en la lista han entrado posteriormente muchas otras (entre ellas Ponselle, Muzio, Lotte Lehmann, Sutherland, Horne, Ludwig o Gruberova, por mencionar apenas un puñado), Caballé siempre se ha mantenido en los primeros lugares, pese a que con los años he descubierto que era, inevitablemente, una diosa con algunas debilidades humanas.

Porque luego de varios años de escuchas y lecturas, entendí que Caballé había tenido una carrera muy larga, que como es lógico, hay que dividir en varios períodos. Y las matemáticas implacables me hicieron calcular que cuando yo la vi en 1987, la soprano estaba por cumplir 54 años, momento en el que las voces femeninas casi siempre han empezado a marchitarse (es poco caballeroso recordar la edad de las damas, pero es forzoso hacerlo con las cantantes de ópera para poner en contexto sus actuaciones), sospecha que confirmaron los audios que conocía de esas fechas, y el hecho de que luego supe que año y medio antes había tenido lugar la que sería su última actuación en el Met de Nueva York (una Tosca, con Pavarotti) y de que un par de años después sería su despedida de La Scala.

Pasé mucho tiempo con temor a encontrarme con el audio o el video del concierto de Caballé que vi en 1987, porque la evidencia podía destruir el encantador recuerdo que tenía de esa noche inolvidable. Finalmente ocurrió. Un día, navegando por YouTube, aparecieron en mi pantalla los videos de su actuación en la Sala Ríos Reyna. Los abrí con terror reverencial. Allí estaba Caballé, con el traje y el peinado que yo recordaba, y las arias de Otello, Manon Lescaut, Gianni Schicchi y Norma. Me felicité secretamente por mi buena memoria. No me acordaba de que había cantado las arias de Adriana Lecouvreur, Mefistofele o Tancredi, pero habría sido demasiado pedir: en esa época no conocía esas óperas ni siquiera referencialmente. Fui recorriendo las interpretaciones y, sí, Caballé no estaba ya en su época de gloria, pero se encontraba en un momento, digamos, de ‘decadencia dorada’. El timbre estaba casi intacto y sólo había perdido cierto esmalte en el agudo, ahora emitido en forma un tanto desconectada del resto de la voz y con cierto esfuerzo. El legato y la afinación inmaculada eran los de siempre, y uno puede apreciar en esos videos cierta disminución de la legendaria capacidad respiratoria, pero sólo en relación con mejores años de la propia Caballé, pues casi cualquier otra cantante seguiría palideciendo en comparación. Y claro, también están allí aquellos pianissimi marca de la casa, conviviendo —todo hay que decirlo— con la indisciplina de la soprano en lo que respecta a ritmo, fraseo y dicción (algunas entradas en Casta Diva bordean el desastre), y cierta indiferencia interpretativa, que ya se había empezado a asentar a mediados de los setenta, y que en los ochenta afectaban mucho sus prestaciones. Pero, aunque son como daguerrotipos desgastados en comparación con lo que fue estar allí, los videos me sirvieron para confirmar (afortunadamente) que aquella había sido una muy buena noche, mágica para los que la presenciamos, y que podía quedarme tranquilo, pues mi memoria no había magnificado el recuerdo.

* * *

Voy a abandonar ahora el tono quizás excesivamente confesional que ha tenido esta nota para tratar de ofrecer, a quienes hayan tenido la paciencia de leerme hasta aquí, una guía muy breve por los hitos de la carrera de Caballé, los cuales espero generen —ojalá así sea— la curiosidad de buscar los registros sonoros que muy superficialmente comentaré en forma incidental. Encontrar esos registros es muy fácil: se consiguen en YouTube, Spotify o Amazon, sin ningún problema.

Hacer un recorrido detallado por la vida artística de una cantante que estuvo en los escenarios más de 50 años, y que tuvo en su repertorio más de 40 roles, sería una tarea titánica, a la que ya se han dedicado libros enteros, por lo que es un trabajo que escapa de las posibilidades de estas pocas líneas que he alcanzado a escribir como homenaje a la recientemente fallecida soprano española.

Una primera etapa de la carrera de Caballé se extiende de 1956 a 1965, y nos presenta a una joven soprano que venía de una familia muy pobre de Barcelona, y que logró estudiar en el Conservatorio del Liceu, con Eugenia Kemény y Conchita Badía, gracias a los esfuerzos de sus padres y el mecenazgo de una familia acaudalada de la ciudad. La joven Caballé se muda con sus padres y su hermano a Suiza, y debuta en Basilea en 1956, como Mimí en La Boheme. En ese período, Caballé canta muchas obras de Strauss y Mozart, en Suiza y en varios teatros de Alemania, sin conseguir el reconocimiento internacional que buscaba. De esos años lo más curioso es una grabación en vivo de Salomé, de calidad sonora bastante pobre, realizada en Basilea en 1958, bajo la dirección de Silvio Varviso, cuando la soprano contaba con apenas 24 años. Allí ya están la voz y las maneras de la gran Caballé, y resulta sorprendente pensar que la soprano haya tardado tanto tiempo en llegar al estrellato. El rol de Salomé fue uno de los que la acompañó durante casi toda su carrera (al menos la que tuvo hasta 1990, ya me referiré a ello más adelante) y una de sus creaciones más personales. Se puede escuchar en una grabación en estudio realizada para RCA en 1968, con Erich Leinsdorf en el podio. Este es uno de los registros de obligatoria escucha de Caballé, ya que probablemente encarna la Salomé más bella de toda la discografía, a pesar de que esté lejos del dramatismo y la intensidad alcanzada por otras intérpretes del rol.

Cuenta la leyenda que, para 1965, Caballé estaba a punto de ‘tirar la toalla’ con su carrera, ya que no había logrado hacerla despegar en los grandes teatros del circuito internacional. De ser ello cierto, ocurrió el milagro que impidió semejante despropósito. Marilyn Horne, entonces a caballo entre roles de soprano y mezzosoprano, cancela su aparición en una versión concierto de Lucrezia Borgia, de Gaetano Donizetti, que se llevaría a cabo en el Carnegie Hall de Nueva York en abril de 1965. Eran los años del revival belcantista iniciado por María Callas en la década anterior. Ante la cancelación de Horne, la American Opera Society, organizadora del evento, ofrece el papel a una desconocida Montserrat Caballé, y el resto es historia. Por fortuna, existe grabación completa de esa velada, con sonido razonablemente bueno. De hecho, si yo tuviera que escoger una grabación entre todas las que existen de Montserrat Caballé, sería esta, a pesar de que el elenco que la acompaña (con la excepción del gran tenor francés Alain Vanzo) no es el más óptimo. Oír el aria de entrada de Lucrezia Borgia en esta grabación (“Tranquilo e posa… Com’e bello, quale incanto…”) es reconstruir un momento mágico, que permite al oyente asistir, con asombro, al proceso por el cual una desconocida, por la que nadie da medio centavo, se transforma —en apenas siete minutos— en una leyenda del canto que tiene a Nueva York a sus pies. Al día siguiente, The New York Times se referirá a este concierto bajo el titular “Callas + Tebaldi = Caballé”. La soprano española grabaría este papel en estudio (RCA), con el mismo director que la acompañó en Nueva York (Jonel Perlea), sin cortes, y con un mejor reparto (Alfredo Kraus, Shirley Verrett y Ezio Flagello), pero la versión ‘enlatada’ no alcanza ni de lejos la intensidad eléctrica de ese histórico debut en la Gran Manzana.

Los nueve años que van de 1965 a 1974 representan el cenit y la gloria en la carrera de Caballé, y algunos de los testimonios sonoros que proceden de ese período traspasan el límite de lo extraordinario para rayar en lo inverosímil. De ese período cabe destacar su aparición en el rol titular de la ópera Luisa Miller, en el Metropolitan de Nueva York, en 1967 (grabación que ha sido recientemente reeditada por Sony), la cual supuso la consagración de Caballé y del barítono Sherrill Milnes en el coliseo neoyorquino, que sería replicada por ambos en los años setenta con una grabación en estudio hecha para Decca, con Pavarotti (en lugar de Richard Tucker); su debut como protagonista en Italia, en el Teatro del Maggio Musicale Fiorentino, en Il Trovatore de Verdi: el papel de Leonora sería uno de sus grandes caballitos de batalla, lamentablemente nunca llevado a estudio, y el D’amor sull’ali rosee es de quitar el hipo; su prestación como Elvira en el Ernani verdiano para la RAI italiana (el pianissimo con el que despacha el espinoso agudo de la cavatina “Ernani involami” es de los que marcan época); así como su interpretación del dificilísimo rol de Imogene, en Il Pirata, de Bellini, recogida tanto en vivo como en estudio, la primera en Florencia y la segunda en un registro para EMI, junto a su esposo, el tenor Bernabe Martí (un cantante más bien discreto, de quien las malas lenguas dicen era impuesto por Caballé como condición para cantar en determinados lugares).

La Caballé de este período era una soprano lírica plena, con algunas gotas de spinto, cuya voz brillaba particularmente en el registro medio-alto y alto (con una extensión al menos hasta el re bemol sobreagudo y, ocasionalmente, hasta el re natural) y una capacidad infinita para el canto elegíaco. El grave siempre lo tuvo un poco desguarnecido: se fue abriendo cada vez más, conforme fue abordando roles más pesados. Lo suyo eran las largas melodías de Bellini, las cavatinas donizettianas y el estilo del Verdi temprano, que le permitían lucirse con un fiato inagotable y la inserción de esos pianissimi y messa di voce que cortaban el aliento del oyente, a los que ya me he referido. Aunque entre sus roles más destacados están varios de la era del belcanto, no se distinguió precisamente por su canto de agilidad: aunque en sus mejores años presentaba una solvencia suficiente para abordar los pasajes más virtuosos, estaba lejos de lo que en este apartado hacía Callas, y no hablemos de lo que eran capaces Sutherland y Sills, quienes ofrecían un vocalismo mucho más exhibicionista y sobrecogedor en estos pasajes.

De esta época también hay que reseñar su actuación como Elisabetta di Valois, en el Don Carlo de Verdi, de la que existen varios registros, entre ellos el dirigido por Carlo Maria Giulini para EMI (demostración de lo que podía hacer Caballé cuando tenía un gran director al mando, cosa que no siempre sucedió), así como los realizados en vivo en la Arena de Verona (1969), con un jovencísimo Plácido Domingo, quien afirmaba en un libro que uno de los momentos más bellos de su carrera fue cantar el dúo final de Don Carlo con Montserrat Caballé bajo el cielo estrellado de Verona; y en el Metropolitan Opera (1972), junto a Franco Corelli, Cesare Siepi, Sherrill Milnes y Grace Bumbry. En ambas funciones, Caballé alarga hasta la eternidad el si natural agudo con el que cierra la ópera, en una exhibición de fiato prácticamente circense, que conduce al público al delirio.

También de este período es el registro en estudio de La Traviata, realizado para RCA en 1967, bajo la dirección de Georges Pretre, junto a Carlo Bergonzi y Sherrill Milnes. Aunque la Violetta de Caballé no alcanza las dimensiones del insuperable retrato de Callas, ni hace gala del virtuosismo de una Sutherland en el Acto I, lo cierto es que está muy bien cantada y es una de las Traviatas que hay que conocer. Este fue, por cierto, el rol que interpretó Caballé para su primera actuación en Caracas, en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, justo en el año de la grabación que hemos mencionado, acompañada por el Alfredo de su marido, Bernabé Martí,  y el Germont del barítono español Manuel Ausensi.

Muy destacables también son sus registros en estudio de los roles de Margherita en el Mefistofele de Boito para EMI (junto a Plácido Domingo y Norman Treigle; la escena de la prisión es antológica y se halla entre los momentos más bellos registrados por Caballé y Domingo); Mimí en La Boheme, para RCA, también junto a Domingo, con Solti en el podio (el final del Acto I es magia pura, ya que se canta como fue escrito por Puccini: solamente la soprano va al agudo, en pianissimo); Fiordiligi en Cosi fan tutte, para Phillips, bajo la dirección de Colin Davis (su única grabación de Mozart en estudio); el rol protagónico de Aída, grabado para EMI junto a Muti, Domingo, Cossotto, Cappuccilli y Ghiaurov, en el que se escucha un O patria mia y una escena final para el recuerdo; así como su inolvidable, cristalina y casi irreal Liú para la legendaria grabación de Turandot hecha por Decca, con Pavarotti y Sutherland, más la batuta de Zubin Mehta.

La reseña de este período de auténtica gloria no puede concluir sin hacer referencia a los que, en mi opinión fueron los dos personajes más importantes del repertorio de Caballé: la Reina Elisabetta (Isabel I de Inglaterra) de la ópera Roberto Devereux, de Gaetano Donizetti; y el papel protagónico de Norma, de Vincenzo Bellini. De los dos roles, diría que la prestación de Caballé como Elisabetta es aún más importante que la de Norma, pues en el papel de la Reina Virgen, casi tan difícil como el de la sacerdotisa druida, alcanzó cotas que no han sido superadas por ninguna otra soprano (a pesar de que Sills y Gruberova han dejado también extraordinarias versiones). Este papel nunca lo llevó a estudio, pero existen varios testimonios en vivo. Mi favorito es el registro realizado en Venecia, en 1972, bajo la batuta de Bruno Bartoletti, donde lleva al oyente al éxtasis sonoro en la escena final. Pero también tiene su encanto el video grabado en Aix-en-Provence en 1977, junto a su gran amigo, protegido y paisano, José Carreras.

Norma es, como todos saben, el Monte Everest para la cuerda de soprano en el repertorio italiano, y Caballé ha sido, indiscutiblemente, una de sus grandes exponentes. La misma Doña Montserrat estaría dispuesta a admitir que su encarnación no supera a la de María Callas (en realidad, ninguna soprano, al menos en el siglo XX, lo ha logrado), pero está sin duda en el panteón de las grandes, pese a que, si uno hace un análisis de los distintos registros que dejó del rol, hay que concluir que no exhibió demasiada consistencia, y hay noches irregulares, como las de La Scala o el Metropolitan, que no la encuentran en su mejor momento. Pero hay dos ocasiones en las que roza la perfección: ambas datan de 1974, y las dos se conservan en video. El más impactante es el grabado en el anfiteatro romano de Orange, donde vemos a una Caballé luchando contra un furioso mistral que, al soplar con implacable fuerza, hace que su capa plateada flote en el aire, mientras entona una bellísima Casta Diva y la cabaletta Ah bello, a me ritorna!. El otro registro, casi tan bueno como el de Orange y con una Caballé en pletórica forma vocal, es el del Teatro Bolshoi de Moscú. Son dos grabaciones de obligatorio conocimiento para cualquier aficionado serio a la ópera. Como curiosidad, hay que decir que en 1984 Caballé grabaría para Decca el papel de Adalgisa, junto a la Norma de Joan Sutherland y el Pollione de Luciano Pavarotti. Lamentablemente, ya era un poco tarde para ambas sopranos, quienes no se encontraban en un momento ideal para tan curiosa aventura, la cual habría funcionado mucho mejor si se hubiese grabado al menos diez años antes.

Del período que culmina en 1974 también hay que conocer varios recitales grabados por Caballé para distintos sellos. Uno de ellos es Presenting Montserrat Caballé, el primer disco grabado por la soprano española con el sello RCA, poco tiempo después de su histórico debut en Nueva York. Recoge varias arias que luego volvería a grabar más tarde (entre ellas Casta Diva). De ese disco resulta imprescindible, por ejemplo, su registro de la escena de Maria di Rohan, de Donizetti. Otro es un grupo de discos presentado hoy día bajo el título Rossini, Donizetti and Verdi Rarities”, también para RCA, donde el lector encontrará, por ejemplo, electrizantes grabaciones de arias de I Lombardi, Attila y Aroldo, que están entre las mejores cosas que el micrófono recogió de la voz de Caballé. Resulta igualmente recomendable el recital de arias de Puccini grabado para EMI, bajo la dirección de Charles Mackerras. Allí podrán escuchar una angelical versión de Vissi d’arte, probablemente la de mayor pureza vocal que se conserve en disco. Y, en esta misma línea, merece también conocerse el disco de arias francesas grabado por Caballé para Deutsche Gramophone, en el que se consigue, entre otras joyas, un celestial Depuis le jour, de la ópera Louise, de Gustave Charpentier.

He insistido en que 1974 supone un punto de inflexión en la carrera de Caballé. Ese año, la soprano es diagnosticada con un tumor importante (aunque benigno) en su abdomen, y es sometida a una intervención quirúrgica que la mantuvo algunos meses fuera de los escenarios. En mi opinión, después de ese acontecimiento, Caballé ya no volvió a ser la misma, aunque todavía hubo unos cuantos años de carrera en buena forma, y de tiempo en tiempo, noches comparables a la de su mejor época. Lo primero que ocurrió fue que comenzó a cancelar muchísimas funciones, lo que hizo que el crítico Irving Kolodin bromeara escribiendo: “Esta temporada, la señora Caballé sólo estará disponible para un número limitado de cancelaciones”. Luego, la disciplina artística se fue comprometiendo cada vez más. Caballé nunca fue una gran actriz, y como intérprete y fraseadora a veces no era demasiado imaginativa, pero a partir de 1975 las cosas fueron empeorando en ese apartado: la dicción se fue emborronando, y las consonantes empezaron a desaparecer, con el consecuente perjuicio en la construcción de las frases e incluso en el manejo del ritmo. La voz, por otra parte, perdió algo de la homogeneidad que la había caracterizado, pues el giro del agudo se volvió un tanto más difícil (con el tiempo se volvería forzado, y los agudos pasarían a estar desconectados de la línea musical). Las notas en el registro agudo se tornaron más abiertas, como también sucedió con el grave, que nunca fue la zona de mayor calidad del instrumento. Buena parte de estos problemas pueden deberse a las dificultades de salud de la soprano, pero también son atribuibles a la incursión en repertorio cada vez más pesado, que probablemente excedía de la naturaleza intrínsecamente lírica del instrumento de Caballé.

En efecto, en este período, comprendido entre 1975 y 1980, vemos a Caballé incursionando en roles cada vez más dramáticos, como La Gioconda, de Ponchielli (que grabaría junto a Pavarotti), la Leonora de La Forza del Destino o Amelia, en Un Ballo in Maschera, ambas de Giuseppe Verdi. De esta época datan también sus interpretaciones de dos roles en los que tuvo muchísimo éxito. En primer lugar, el papel titular de Adriana Lecouvreur, que nunca llevó al disco en estudio, pero del que existe incluso un video junto a José Carreras, en el que se ve un momento muy divertido: uno de los pendientes de Caballé se cae y se desliza entre el escote de la cantante, tras lo cual el tenor lo saca de tan ‘comprometido’ lugar, y se lo devuelve con gracia. El otro gran rol es el de Tosca, el cual llevó inteligentemente a su cancha, basándose en el esplendor y la belleza vocal (los terribles do agudos del Acto II, que han puesto en aprietos a tantas otras, jamás han sonado tan seguros como en la voz de Montserrat Caballé). La grabación de Tosca realizada por Caballé en 1976 para el sello Phillips, junto a Carreras e Ingvar Wixell, bajo la dirección de Colin Davis, es una de las que hay que tener, como complemento a las de María Callas y Renata Tebaldi, a mi juicio las intérpretes supremas del rol.

Durante los quince años comprendidos entre 1965 y 1980, hay que destacar el trabajo que hizo Caballé, junto a otras grandes intérpretes que fueron contemporáneas con ella (Sutherland, Sills, Gencer, Horne, entre otras) por rescatar obras olvidadas del repertorio belcantista, y resultan así de imprescindible conocimiento sus incursiones en óperas como Gemma di Vergy (la escena final, en la voz de Caballé, es inolvidable) y“Catarina Cornaro, de Donizetti, o La Straniera, de Bellini, entre muchas otras. En cambio, su grabación de Lucia de Lammermoor, para Phillips, puede ser lanzada en el olvido, en mi opinión.

La llegada de la década de los ochenta resulta compleja para Caballé. Los problemas se van haciendo cada vez más patentes, y se incrementan las oportunidades en las que la cantante se presenta poco preparada a determinadas funciones. Es el período en el que ocurre la legendaria y desastrosa Anna Bolena, de Gaetano Donizetti, en La Scala, preservada en disco, que nos muestra a Caballé alternando momentos sublimes con numerosos accidentes vocales, que concluyen con una escena final llena de ‘gallos y gallinas’, y la intervención de la policía milanesa en el teatro para contener a miembros del público que se fueron a las manos, en medio de un escándalo de proporciones siderales. Otras funciones desastrosas (como la Ermione rossiniana de Pesaro, o un Barbero de Sevilla en Niza, que son de museo de los horrores), se alternan con noches en las que todavía Caballé revela su innegable condición de grande del canto.

Es esta también la época en la que nace su amistad con ese monstruo que fue Freddie Mercury, la cual derivaría en la grabación de la celebérrima Barcelona, y de otras canciones, contenidas en un disco registrado en 1987. Esta es, probablemente, la grabación por la que Caballé es más conocida entre todo tipo de público, y la que cimentó su fama universal, más allá de las paredes de los teatros de ópera y las salas de concierto. Pero, aunque es un testimonio muy emocionante y conmovedor de la colaboración entre dos enormes artistas, los años de verdadera gloria de Caballé ya habían quedado atrás, y frente a lo que hemos descrito en las páginas anteriores, la grabación con Mercury no pasa de ser, en mi opinión, una bella curiosidad, de valor incidental. Lamentablemente, como todos sabemos, Freddie Mercury no viviría para cantar la canción en la inolvidable inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992, pues murió, víctima del sida, unos meses antes, en noviembre de 1991.

Ya para el inicio de la década de los noventa, los grandes escenarios internacionales que habían sido testigos de la gloria de Montserrat Caballé dejaron de llamarla, al igual que las casas discográficas para las que había grabado tantas maravillas. Sólo su querido Liceu, en el que cantó más roles que en cualquier otra parte (incluida un sorprende Isolda, a finales de los ochenta), y que siempre le fue fiel, siguió acogiéndola para interpretar lo que a ella se le ocurriera, aunque luego vino el incendio del teatro y su posterior reconstrucción. Las facultades de Caballé fueron mermando aceleradamente, cosa absolutamente lógica para su edad. Pienso, con toda honestidad, que Caballé debió haberse retirado hacia 1992, después de los Juegos Olímpicos de Barcelona.

Pero retirarse a tiempo es algo que muy pocos cantantes de ópera han sabido hacer. El caso de nuestra querida Montserrat fue uno de los más conspicuos y dolorosos ejemplos de cómo prolongar en exceso una carrera, por más de veinte años. Este período, muy triste para los que hemos sido fanáticos de la soprano barcelonesa, la presenta como una señora muy dulce y muy simpática, pero con la voz hecha jirones, ya prácticamente irreconocible tímbricamente, cantando a dúo, en conciertos de muy escaso —por no decir nulo— valor artístico, junto a su hija Montserrat Martí, una soprano de discretísima dotación canora. Sobre esta etapa de su carrera vamos a correr un piadoso velo, ya que no hay casi nada que merezca ser reseñado, y no vale la pena en incidir sobre hechos que no aportaron nada a la trayectoria de Caballé.

* * *

Estas notas las he comenzado a escribir apresuradamente tras conocer la muerte de Montserrat Caballé, el sábado 6 de octubre de 2018, y las termino el lunes 8, día del sepelio de la soprano. Con su muerte, que me ha conmovido mucho, se cierra el círculo que lleva a la construcción de una leyenda. Como me pasó con otro de mis ídolos operísticos, Luciano Pavarotti, la muerte borra el mal sabor de los últimos años de su carrera, y la lleva a la dimensión de los inmortales del canto. Ya Montserrat Caballé no es una anciana en silla de ruedas tratando de prolongar innecesariamente una carrera que sólo existe en el terreno de la ficción. Ahora ha vuelto a ser, esta vez para siempre, la diva que nos encandiló con esa voz etérea, a veces inverosímil, y que encarnó, como pocas, a los grandes personajes femeninos de la ópera.

Montserrat Caballé no fue perfecta, afortunadamente. La perfección absoluta no produce otro efecto que el aburrimiento. No obstante, una que otra noche, algunos tuvieron la enorme dicha de escucharla rozar la perfección y acercarse al nivel reservado a los dioses. En eso, posiblemente, consiste la verdadera grandeza. Y nosotros tenemos la enorme suerte, pues allí nos ha quedado su vasto legado sonoro, de que podremos seguir disfrutando de su voz por varias generaciones. De Giulia Grisi, célebre cantante del siglo XIX, con quien tantas veces se ha comparado a Caballé, no quedan sino las referencias en los libros. De Montserrat Caballé nos quedan, gracias a los milagros de la tecnología, cientos de grabaciones y varios videos.

Aunque, en mi condición de alguien que logró, gracias a mi abuela, escucharla en vivo una ya lejana noche de 1987, debo decirles que el que no estuvo allí para apreciarla en directo, no sabrá nunca a plenitud en qué consistía el acto de magia canora que esta soprano nos regalaba a nosotros, los meros mortales.

Querida Doña Montserrat, ¡muchas gracias por todo!

 

 

 

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