Según la leyenda – hablar de Marilyn Monroe, es siempre tutear a la leyenda- un día, en medio de un rodaje, sus compañeros actores se rebelaron y decidieron hablar con Billy Wilder. Marilyn llegaba tarde, no sabía sus líneas, demoraba la producción. El director de Una eva y dos adanes , ya había padecido los desplantes de la actriz, en La comezón del séptimo año y los escuchó pacientemente. Luego suspiró y dejó que su ironía vienesa hablara: Esto tiene solución. Podríamos despedir a Marilyn y contratar a mi tía Milly. Milly vendría en hora, se sabría de memoria sus parlamentos y además sería un encanto con todos nosotros. Hay un solo problema. Nadie pagaría un centavo por ver a mi tía Milly en la pantalla. Marilyn, el sex symbol por excelencia, dejó este mundo en una nube de barbitúricos un 5 de agosto hace cincuenta años durante los cuales su estela fue alimentada por teorías conspirativas, pulsiones de autodestrucción y desvaríos sobre su fragilida. Era, en esos vertiginosos sesenta, la bruja malvada pero hermosísima y plebeya que rondaba el Camelot de la administración Kennedy, la niña maltratada que había llegado a la cúspide de la fama. Si hubiera hablado, dicen algunos, hubiera transformado la Casa Blanca en La caldera del diablo. En realidad no necesitaba hacerlo, basta verla y escucharla cantándole el Happy Birthday a Mr President para sacar conclusiones. Ese coqueteo con el poder, era una arista más de su estrellato, acaso lo único que le faltaba. En su carrera cinematográfica (más bien breve, si se piensa) había construido una imagen que derivaría en estereotipo, el de la rubia tonta. Pero lo interesante del caso es que Marilyn de tonta, no tenía un pelo, su imagen cinematográfica espejaba su vida, y un aire de falsa ingenuidad la bañaba, desde su primer papel notable, la adolescente amante del financista del robo en “La jungla de asfalto” en 1950. Vale la pena observarla, porque en una sencilla escena final, entre miedos y tonterías, lo confiesa todo a la policía para perdición de un poderoso, que no puede sino perdonarla. Ahí está la esencia de Marilyn, como en la anécdota de Wilder. Marilyn tenía todo perdonado, en el cine y en la vida, porque era la más bella, no tenía huesos sino curvas, pero además porque la vida ya la había golpeado demasiado y desde algún temprano día en adelante decidió que lo que seguía era cobranza. Podía llegar al asesinato como en Niagara (1953), o jugar a la frivolidad como en Los caballeros las prefieren rubias o Como casarse con un millonario, para no hablar de La comezón del séptimo año, suerte de resumen de su femineidad como delicioso camino de perdición. Era siempre ella, única, mostrándose tal cual era, carente de otra cosa que no fuera su apariencia, que cultivaba con celo, esmero, y falsa despreocupación. Coincide con este aniversario, una película que circula en DVD, Mi semana con Marilyn, ficcionalización de un relato cierto. En 1957, la diosa desembarca en la muy puritana Inglaterra en el pico de su fama para ser dirigida por el maestro del teatro clásico, Lawrence Olivier, quien también protagonizaría El príncipe y la corista. La película está basada en las memorias de Colin Clark, un asistente desde cuyo punto de vista la película es narrada. Marilyn no llega sola, la acompañan su marido, el dramaturgo Arthur Miller y la insoportable Paula Strassberg, sacerdotisa del actor´s studio y sombra y refugio de la actriz. Es una comedia y como tal se toma algunas libertades, pero sabe reflejar, y homenajear como se debe a Marilyn, en una encrucijada de su carrera, enfrentada a lo mejor de la tradición clásica inglesa. Un verdadero duelo de personajes del cual las malas lenguas decían que Marilyn fatigaba a Olivier olvidando sus líneas para lucirse en la última de las tomas. La anécdota, con romance incluído tal vez sea cierta, tal vez sea la fantasía sublimada de un asistente aspirante a dramaturgo. En todo caso, nadie podría culparlo de una fantasía con Marilyn Monroe, que si viviera hoy, sería una viejita.

Pero qué viejita!

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