Caupolican Ovalles
La obra poética del señor Ovalles no serviría para formar ni a aquel ni a ningún otro joven.

A la memoria de Luis Camilo Guevara, Primer Ministro de la República del Este.

1. Capitellium

Quizá Caupo, en desuso de razón y desde su investidura como Padr e de la Patria, en alguna de sus invectivas improvisadas entre el fragor del barco ebrio que todas las noches surcaba las aguas del Triángulo de las Bermudas en la avenida Solano López, hirió ciertas sensibilidades literarias y, en consecuencia, el malestar producido en la cultura acaso lo haya conducido al patíbulo de la exclusión, luego de haber atravesado, deslenguado y abismal, el largo pasillo de la conspiración del silencio.

Digo yo.

No me crean.

Es apenas una conjetura, porque no encuentro la razón por la cual ¿Duerme usted, señor presidente? (1962) no esté en las antologías ni se le considere un modelo en nuestra irreverencia poética hasta el sol de ayer, cuando abre un hueco en la selección titulada Aproximación al canon de la poesía venezolana (2013).

¿Hay otro motivo para estar en la lista negra y no en aquella donde se apunta el “elenco de obras consideradas valiosas y dignas por ello de ser estudiadas y comentadas”?  (Sullá. 1998:12).

Quizá por absurdo, loco o arbitrario, Caupolicán Ovalles fue malquerido; pero más allá de los caprichos del gusto hay que reconocer que a ese poema, como diría un cubano, “le traquetea el merequetengue, caballero”; o sea, es el punto más alto de la contracultura local y, además, llegó antes que el elegido por el canon: nada menos que el magnífico Amanecí de bala (1971), de Víctor Valera Mora, hermano, alto-pana, que hasta entonces sólo había repartido sus primeros panfletos en La canción del soldado justo. (1961).

Al Caupo lo que es del Caupo.

Y es que hay un ensueño surrealista filtrándose desde la esquina del año 39 con el grupo Viernes que logra en Sánchez Peláez su más sublime expresión y de pronto tuerce el rumbo, se materializa y agrede cuando cambian las condiciones de producción poética. El viejo fantasma del comunismo recorre el Caribe, la década de los sesenta se tiñe de sangre y se divide entre los que siguen el credo de Picón Salas que reza: “Creo en la Democracia como en una afirmación de libertad y dignidad humana contra la sujeción del hombre que se realiza en los países totalitarios, pero creo ante todo  en el deber que impone a los pueblos la preservación de su existencia”. (1941: 23-24). Y los que van tras la utopía del hombre nuevo —una figura que, por cierto, se le desmorona a Antonieta Madrid en No es tiempo para rosas rojas (1975)— y tienen en el presidente Rómulo Betancourt al mayor enemigo por ser “Ojo de barro y Water de Urgencia” y negarse, el genial aguafiestas, a bailar las habaneras de Fidel Castro.

Entre aquellos enfados, la modernidad cumple un nuevo ciclo e impone el atentado estético: la novedad es lo anti-literario y en su nombre se hará una anti-poesía o una anti-novela al modo de Nicanor Parra o de Julio Cortázar. Otra vuelta de tuerca que restaura el coloquio; es decir, la oralidad y lo conversacional que en la jerga culturalista de otrora significa “apropiación de lo popular”.

Del enfado sólo queda el desenfado o el desparpajo: la puesta en escena del poeta caudillo. El capitellium de Caupo pasa de El Techo de la Ballena a La Pandilla Lautréamont cuando yo apenas comenzaba la vida escolar.

Aquí no puedo evitar una digresión muy personal: la anécdota sobre un suceso que me sacó, de golpe y porrazo, de la noche ágrafa: quiso el azar que en una familia numerosa fuese el último hijo, condición que al nomás valerme por mi mismo me convirtió en el muchacho de los mandados. Y he aquí que una mañana, como todas las mañanas del mundo, mi papá me manda a comprar el periódico; pero nota con cierta impaciencia más demora de lo normal en la ejecución de la orden y es que yo venía de vuelta ocupado en comprender la primera plana de Últimas Noticias del 10 de octubre de 1967. Y apenas puse un pie en la puerta de la casa leí ufano:

—Mu-rió-el-Che-Güe-güe-güe-va-ra.

Ante tal sorpresa saltó mi mamá secándose las manos para corregirme:

—Guevara, se dice Gue-va-ra, hijo.

Como se comprenderá, la obra poética del señor Ovalles no serviría para formar ni a aquel ni a ningún otro joven, porque sus versos chocan con el ars bene dicendi de los antiguos y no “enseñan deleitando”, como estos pedían, lo cual no le quita el sueño al presidente y mucho menos a él que se jacta al decir: “mi padre ebrio es lo mejor que he visto”, en una singular elegía que rompe el tópico y las buenas costumbres discursivas de sus amigos, los señores Gerbasi y Palomares, que lo preceden en las honras fúnebres de sus progenitores.

No obstante, nuestro poeta-pandillero no escapa a otra línea que en el futuro se llamará la ‘tradición moderna’ cuyos derechos de autor no le pertenecen exclusivamente ni al Romanticismo ni al Surrealismo porque, entre otros autores, cuenta en su nómina a Angiolieri, Villon, Rabelais, Quevedo y a Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, quien le presta el nombre a la banda del poeta-caudillo:

La Pandilla se reúne en 1967, el año del terremoto en Caracas. Estuvo conformada por el Chino Valera Mora, Pepe Barroeta, Luis Camilo Guevara, Argenis Daza, Elí Galindo, Carlos Noguera y yo. Después se incorporan Luis Sutherland y El Catire Enrique Hernández D’Jesús. El Catire vino a Caracas por ahí por el 68; pero Sutherland creo que se incorpora hacia el 70, más o menos. Cuando Carlos Noguera se gana el Premio de Cuentos de El Nacional en 1969 él define a La Pandilla como un sitio de encuentro. Eso era como para pasar por encima la obligatoriedad que habían tenido los grupos literarios de reunirse en un sitio, de tener una publicación, de tener un planteamiento ideológico frente al país. Entonces nos acogimos a esa definición de Noguera, un sitio ideal donde nos encontrábamos, donde nos reuníamos, o nos poníamos de acuerdo y eso permitió que el grupo siguiera existiendo y se ubicara dentro de la República del Este. (Nieves, 2009:170-171).

Y en otra ocasión diría que La Pandilla Lautréamont era el brazo armado de La República, cuando su emblema personal era el conjunto conformado por los espejuelos y el mostacho-mero-macho como un Juan Vicente Gómez que sólo el ingenio de Denzil Romero podría meter en la calle de los ochenta como muestra de la nueva novela histórica, después de que Carlitos Noguera lo identificara con Guaica, un personaje de Historias de la calle Lincoln (1971).

Era el nacimiento de la postmodernidad y aquí nadie tenía porqué saberlo: ni la juventud de perfil iracundo y contracultural reclutada por la guerrilla, ni los intelectuales de izquierda que se fueron acogiendo al programa oficial de la pacificación a cambio de buenas colocaciones en el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, ni los intelectuales de derecha que los contrataban ni, mucho menos, la masa ye-yé go-gó con chicas-batidoras dibujando el twist con sus cuerpos y pavos brincando las olas transculturadas del surf en su tránsito a la psicodelia que en breve entraría por las puertas del norte.

En este contexto la actitud de Caupo puede leerse como una performance orientada por los signos del arte conceptual latinoamericano al modo de Pedro Terán o Rolando Peña, cuando el body art apenas se mencionaba entre nosotros.

2. Cae la noche republicana

Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.

Pepe Barroeta

Arte de anochecer (1975).

Un día de 1981 el doctor Juan Pino, que bebía y vivía en Coche, situación que lo convertía en mi vecino, me dijo como Caupo escribió: “Toco la botella pues soy aguardientoso”. Y con la botella tocó también la guitarra y cantó: vámonos a la República del Este. Entonces de la mano de mi mentor, quien físicamente era una mezcla de Pérez Bonalde con Allen Ginsberg, me puse en marcha hacia “El reino donde la noche se abre”.

Para comprender mejor esto debo añadir que yo tenía 22 años de edad, estudiaba Letras y asistía al taller de narrativa en la Casa de Rómulo Gallegos. De modo que ver de cerca a las estrellas del firmamento literario vernáculo era lo máximo.

La primera tarde visitamos a Ludovico Silva en La California Norte, cerca de la biblioteca Paul Harris. Me parecía increíble estar en el apartamento bibliográfico del gran Ludo —donde había libros hasta en el baño— y más increíble aún fue escuchar a ese gurú de punta en blanco hablar de Marx o Hölderlin bajo la sobria ebriedad de los antiguos, después de un río de cervezas, hasta quedar tendido en el sofá cuan largo era.

Al atardecer del segundo día hicimos un pre-despacho en La Vesubiana de la avenida Casanova. Luego subimos por el bulevar y entramos a Suma, la librería de Raúl Betancourt. Aquí se nos presentó un hombre blanco, elegante, delgado, de mediana estatura y pelo plateado, que lucía inofensivo dentro de un jersey de cuello redondo. Pero era de cuidado, como de inmediato me advirtió Juan Pino: ese señor que en la mañana despachaba desde la dirección del Museo de Bellas Artes y en la tarde desde una mesa del café ubicado frente a la librería, era la lengua más viperina de Caracas y sus alrededores. Osvaldo Trejo se limitó a sonreír.

La tercera noche encontramos a El toro de Salta en la barra de  La Girondina. Baica Dávalos, el autor de Memoria de las tribus, estaba solo frente al tercio Polar que tomaba de pico. Un poco triste, quizá. Sólo mostró algún contento cuando nos habló de su buen amigo Gabriel Jiménez Emán, quien llegaría de un momento a otro… luego fuimos a La Bajada donde hallé a mi condiscípulo Carlos Moros, con su inseparable chaqueta de gamuza marrón.

—¿Qué haces tan lejos de tu casa, carajito? Me preguntó.

Y yo le contesté que andaba conociendo el mundo en redondo. Nos sentamos a su mesa. Él andaba ya un poco sobregirado y comenzó a pedir a gritos la cabeza refrita de María Celeste Olalquiaga, porque ella no le dejaba cuento vivo en el taller, lejos de imaginar, este querido amigo, sobrino de Renato Rodríguez, que pronto sería él quien ardería en la tragedia de Tacoa.

La cuarta noche conocí a Caupolicán.

Cuando llegamos al restaurant Camilo’s, la República del Este en pleno discurría entre “las cabras blancas del alcohol”, como diría Pepe Barroeta. La barra y todas las mesas estaban ocupadas, de modo que aproveché para ir al baño. Allí estaba, en el lavamanos, frente al espejo, al lado del Chino Valera, como una estrella en su camerino. Ambos con sendos vasos de whisky medio llenos o medio vacíos. Y yo atrás, petrificado, como un Vasco Szinetar sin  cámara y sin gestos, oyéndolos hablar de las calles abiertas como fosas comunes, de las calles violadas por la topa del Metro, de la topa y el topo, de la draga en tierra firme, de la draga y el dragón… algo que fue tomando forma hasta estallar afuera, entre los comensales, como un gran discurso descabellado, literalmente underground.

Como pude me abrí paso hasta la esquina de Juan Pino y David Alizo. No sé cuántas cervezas en una noche, pero puedo dar fe de que vi a Adriano mirando fijamente al poeta, atento en “el agudo sentido de la provocación”, a Miyó Vestrini detrás de una copa de huesos y vino blanco tomando apuntes en una libreta y al primer actor, Héctor Myerston, Canciller y, a la vez, Gran Lord del Almirantazgo, cuando se acercó a saludar a su siquiatra favorito, mi mentor.

Dejo constancia del corpachón de Manuel Alfredo Rodríguez quien con un tequeño, manejado a modo de tiza en una pizarra aérea, trataba de corregir las irreverencias retóricas del Padre de la Patria. Del mismo modo, bajo del sueño, las ojeras y la guayabera impecable de Luis Camilo Guevara, los bocetos diluidos en tinta que Rafael Franceschi le mostraba al escéptico Mario Abreu y la voz de la Negra Maggi imitando a Chavela Vargas para despertar a Salvador Garmendia.

La noche se fue disolviendo lentamente bajo mis pies. Y sólo recuerdo que, antes de borrarme por completo, el doctor Pino, parafraseando la Elegía a Guatimocín, alias El Globo, me dijo:

—Indio, ven y toma tu cerveza.

 

Ángel Gustavo Infante

Texto leído en la instalación de la Cátedra Caupolicán Ovalles. Auditorio de la Biblioteca de la Universidad Católica Andrés Bello. Miércoles 22 de marzo de 2017.

Referencias:

Barroeta, José. (1975). Arte de anochecer. Caracas: Monte Ávila Editores.

Marta Sosa, Joaquín (coord). (2013). Aproximación al canon de la poesía venezolana. Caracas: Equinoccio.

Nieves, Miguel Ángel. (2009). Víctor Valera Mora según Caupolicán Ovalles. En Investigaciones Literarias. Anuario IIL. N° 17. V. I/II. Pp. 169-176.

Ovalles, Caupolicán. (1962) ¿Duerme usted, señor presidente? Caracas: Ediciones de El Techo de la Ballena.

Ovalles, Caupolicán. (1967). Elegía a la muerte de Guatimocín, mi padre, alias El Globo. Caracas: Ediciones de El Techo de la Ballena.

Picón Salas, Mariano. (1941). 1941. Cinco discursos sobre pasado y presente de la nación venezolana. Caracas: Editorial La Torre.

Sullá, Enric. (comp). (1998). El canon literario. Madrid: Arco/ Libros.

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