José Arcadio BuendÃÂÂa soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad ruidosa con paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le contestaron con un nombre que nunca habÃÂÂa oÃÂÂdo, que no tenÃÂÂa significado alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo. Al dÃÂÂa siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarÃÂÂan el mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al rÃÂÂo, en el lugar más fresco de la orilla, y allàfundaron la aldea.
Gabriel GarcÃÂÂa Márquez
Cien Años de Soledad â€â€Âademás de ser la fábula de la compleja y enrevesada saga de los BuendÃÂÂa con sus José Arcadios, Aurelianos, Arcadios, Amarantas, Úrsulas y Remedios repetidos hasta la confusión, el laberinto y el desconcierto es la crónica del nacimiento, auge y caÃÂÂda de Macondo, ese caserÃÂÂo producto de un sueño, de una alucinación, de un espejismo de José Arcadio BuendÃÂÂa, el patriarca originario.
Macondo â€â€Âel ficticio e imaginado pueblo de José Arcadio fue construido en los bordes de un torrente; era una aldea “de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un rÃÂÂo de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos». Estaba supuestamente sito al oeste de Riohacha, separado por una sierra casi impenetrable. Al sur, la aldehuela limitaba con las ciénagas y pantanos cubiertos «de una eterna nata vegetal»; al oeste se encuentra la Ciénaga Grande, que según los relatos de los gitanos â€â€Âpermanentes visitadores de Macondo cada año era una extensión acuática sin horizontes, y estaba habitada por cetáceos de piel delicada con torso y cabeza de mujer, causantes de la ruina de los marineros. Al norte una expedición, formada por su fundador José Arcadio BuendÃÂÂa, primero se encontró con un terreno dócil, pero luego de mucho marchar por ciénagas y la tupida selva encontraron agua, por lo que llegaron a creer que Macondo era, en verdad, una penÃÂÂnsula.
Narra GarcÃÂÂa Márquez, prolijo en detalles, los tiempos iniciales del caserÃÂÂo, en esa lejana época: su fundador “era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones para la siembra y consejos para la crianza de los niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el trabajo fÃÂÂsico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza (…) Los únicos animales prohibidos no sólo en la casa, sino en todo el poblado eran los gallos de pelea (…) En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie habÃÂÂa muertoâ€ÂÂ. Lo único que perturbaba la placidez, el silencio y la quietud de Macondo era el ruido ensordecedor de los miles de pájaros â€â€Âturpiales, canarios, azulejos, y petirrojos que abarrotaban las jaulas que desde su fundación habÃÂÂa mandado a construir el patriarca en casa propia y en las ajenas.
Por supuesto que ese Macondo primigenio fue evolucionando para dejar de ser un esmirriado caserÃÂÂo y adquirir merecida condición urbana de pequeña puebla. Esta vez, el lauro no fue del fundador â€â€Âconsagrado en exclusividad a los ritos de la alquimia sino de Úrsula, su incansable consorte, quien salió en busca de un hijo dÃÂÂscolo y alocado que se marchó del pueblo con los gitanos, con su recién descubierta gitana, infectado severamente por una pasión del bajo vientre que lo levantó del improvisado lecho amoroso “en vilo hasta un estado de inspiración seráfica, donde su corazón se desbarató en un manantial de obscenidades tiernas que le entraban a la muchacha por los oÃÂÂdos y le salÃÂÂan por la boca traducidas a su idiomaâ€ÂÂ.
Úrsula regresó sin el hijo, pero no ÃÂÂngrima, sino escoltada por una muchedumbre. Esta vez no eran los sempiternos gitanos, sino “hombres y mujeres como ellos, de cabellos lacios y piel parda, que hablaban su misma lengua y se lamentaban de los mismos dolores. TraÃÂÂan mulas cargadas de cosas de comer, carretas de bueyes con muebles y utensilios domésticos (…) VenÃÂÂan del otro lado de la ciénaga, a sólo dos dÃÂÂas de viaje, donde habÃÂÂa pueblos que recibÃÂÂan el correo todos los meses y conocÃÂÂan las máquinas del bienestar (…) Macondo estaba transformado. Las gentes que llegaron con Úrsula divulgaron la buena calidad de su suelo y su posición privilegiada con respecto a la ciénaga, de modo que la escueta aldea se convirtió muy pronto en un pueblo activo, con tiendas y talles de artesanÃÂÂa y una ruta de comercio permanente…â€ÂÂ.
Esta inusitada realidad humana y el advenido crecimiento de Macondo lograron que el fundador perdiera inesperadamente su enfermiza pasión por la alquimia, inoculada por MelquÃÂÂades, el gitano. José Arcadio actuando, a la vez, como pionero planificador urbano y severo inspector de obras, una especie de renovado consistorio personalizado, “volvió a ser el hombre emprendedor de los primeros tiempos que decidÃÂÂa el trazado de las calles y la posición de las nuevas casas de manera que nadie disfrutara de privilegios que no tuvieran todos. Adquirió tanta autoridad entre los recién llegados que no se echaron cimientos ni se paraban cercas sin consultárselo, y se determinó que fuera él quien dirigiera la repartición de la tierra (…) José Arcadio impuso en poco tiempo un estado de orden y trabajo, dentro del cual sólo se permitió una licencia: la liberación de los pájaros que desde la época de la fundación y la instalación en su lugar de relojes musicales en todas las casasâ€ÂÂ.
Pero no todo es felicidad permanente, la normalidad tiene también visos de anormalidad, lo bueno convive con lo malo y la fortuna con el infortunio. El plácido y alegre Macondo sufrió también una enfermedad contagiosa, un virus, una epidemia, que se transformó en súbita calamidad, en verdadera pandemia. En su caso no fue la peste negra que diezmó a Europa ni la roja que aqueja a los venezolanos del siglo XXI, tampoco el ébola o la gripe española. A pesar de la cercanÃÂÂa de las ciénagas, de los zancudos de los pantanos, no fue la malaria, el paludismo, el dengue o la chucunguya y, mucho menos, el cólera. Fue una enfermedad silente y devastadora: la peste del insomnio, con sus efectos demoledores sobre el ser humano, puesto que “lo más terrible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentÃÂÂa cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crÃÂÂtica: el olvido (…) cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrase de su memoria los recuerdos de la infancia, luego el nombre y la memoria de las cosas y, por último, la identidad de las personas y aun la conciencia de su propio ser, hasta hundirse en une especie de idiotez sin pasadoâ€ÂÂ.
El único antÃÂÂdoto casero que se concibió contra la transfigurada epidemia macondiana fue el de marcar cada cosa con su respectivo nombre e indicar también su utilidad. El añoso patriarca se encargó de que esta personal ordenanza municipal fuese adoptada por todos los pobladores del crecido villorrio: “pero el sistema exigÃÂÂa tanta vigilancia y tanta fortaleza moral, que muchos sucumbieron al hechizo de una realidad imaginaria, inventada por ellos mismos que les resultaba menos práctica pero más reconfortanteâ€ÂÂ. Sin embargo, la solución definitiva la dio el gitano MelquÃÂÂades, quien, a su regreso a Macondo, le dio de beber una pócima a su antiguo compañero de andanzas y entonces, súbita, “la luz se hizo en su memoria†y todo Macondo celebró con alborozo la evaporación del olvido, “la reconquista de los recuerdosâ€ÂÂ.
La polÃÂÂtica, bien concebida y practicada, es una apuesta por la paz, la convivencia y la concordia; permite dirimir pacÃÂÂficamente las diferencias y las opiniones encontradas que, de otra manera, se resolverÃÂÂan a tiro limpio, a balazo certero pero nunca justiciero. Al recóndito Macondo arribó â€â€Âinevitable la ancestral división y rivalidad entre los liberales y los conservadores en la siempre convulsa Colombia. El novelista pone en boca de Aureliano las confusas nociones que se tenÃÂÂan en el villorrio sobre unos y otros, explicadas esquemáticamente por su suegro: “Los liberales (…) eran masones; gente de mala ÃÂÂndole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio, de reconocer iguales derechos a los hijos naturales que a los legÃÂÂtimos, y despedazar al paÃÂÂs en un sistema federal que despojara de poderes a la autoridad suprema. Los conservadores, en cambio, que habÃÂÂan recibido el poder directamente de Dios, propugnaban por la estabilidad del orden público y la moral familiar; eran los defensores de la fe de Cristo y no estaban dispuestos a permitir que el paÃÂÂs fuera descuartizado en entidades autónomasâ€ÂÂ.
A pesar de que las diferencias entre unos y otros no eran de fondo â€â€Âunos iban a misa a las 10 y los otros a las 11 sino por el poder. Un mal dÃÂÂa en casa de los BuendÃÂÂa, Úrsula exclamó atribulada: “¡Estalló la guerra!â€ÂÂ. Aureliano, el luego reconocido, condecorado y olvidado coronel Aureliano BuendÃÂÂa, se alzó en armas “promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todosâ€ÂÂ. Antes de partir a los campos de batalla, nombró a Arcadio para que gobernara Macondo, como todo sucesor designado â€â€Âde eso tenemos funestas noticias en la Gran Colombiaâ€â€Â, Arcadio se lo tomó en serio: “Se inventó un uniforme de militar con galones y charreteras de mariscal (…) y se colgó al cinto el sable con borlas doradas del capitán fusilado. Emplazó las dos piezas de artillerÃÂÂa a la entrada del pueblo, uniformó a sus antiguos alumnos, exacerbados por sus proclamas incendiarias, y los dejó vagar armados por las calles para dar la impresión de invulnerabilidad. Fue un truco de doble filo, porque el gobierno no se atrevió a atacar la plaza durante diez meses, pero cuando lo hizo descargó contra ella una fuerza tan desproporcionada que liquidó la resistencia en media hora. Desde el primer dÃÂÂa de su mandato, Arcadio reveló su afición por los bandos. Leyó cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la cabeza. Implantó el servicio militar obligatorio desde los dieciocho años, declaró la utilidad pública de los animales que transitaban por las calles después de las seis e impuso a los hombres mayores de edad la obligación de usar un brazal rojo. Recluyó al padre Nicanor en la casa cural, bajo amenaza de fusilamiento, y le prohibió decir misa y tocar las campanas como no fuera para celebrar las victorias liberalesâ€ÂÂ.
Arcadio se transformó instantáneamente en un dictador civil, en un chafarote prepotente, en Comandante Supremo de la villa, en caudillo temporal, hasta que la matriarca Úrsula, hastiada de las detenciones arbitrarias, de la violación de los derechos fundamentales y de los fusilamientos porque me da la gana, le dio un golpe de Estado blando â€â€Âunos buenos azotes y reprimendas que lo hicieron llorar y enrollarse como un caracol en el patio de la ancestral casa de la familia y asumió el gobierno del atribulado Macondo que ya no exhibÃÂÂa los encantos y la atracción de antaño. Ahora la corrupción y la intolerancia se habÃÂÂan anidado en el otrora feliz e inocente pueblón.
Al terminarse la cruenta guerra, decretada la derrota de los liberales, Macondo corrió con mejor suerte: “…el general Moncada fue nombrado corregidor de Macondo. Vistió su traje de civil, sustituyó a los militares por agentes de policÃÂÂa desarmados, hizo respetar las leyes de amnistÃÂÂa y auxilió a algunas familias de liberales muertos en campaña. Consiguió que Macondo fuera erigido en municipio y fue por tanto su primer alcalde, y creó un ambiente que hizo pensar en la guerra como en una absurda pesadilla del pasadoâ€ÂÂ.
Macondo â€â€Âpara alegrÃÂÂa de unos y pesar de otros, incluyendo a Úrsula, la ancestral matriarca, quien suplicaba: â€ÂÂDios mÃÂÂo… Haznos tan pobres como éramos cuando fundamos este pueblo, no sea que en la otra vida nos vayas a cobrar esta dilapidaciónâ€ÂÂ se convirtió en el paraÃÂÂso del despilfarro. La petición la cumplió Dios, pero al revés, Macondo enfrentó, como otras comarcas vecinas, el desafÃÂÂo de una súbita riqueza que no provenÃÂÂa del trabajo productivo, de la honesta y laboriosa faena de sus gentes, sino de una multiplicación mágica e incomprensible de los animales de Aureliano Segundo y Petra Cotes. Narra el escritor: “las casas de barro y cañabrava de los fundadores habÃÂÂan sido reemplazadas por construcciones de ladrillo, con persianas de madera y pisos de cemento». Llegaron a un Macondo estupefacto, que iba de un invento al otro: la luz eléctrica, un tanto mortecina, el cine, el gramófono, el teléfono, y las alegres y desprejuiciadas matronas francesas.
Para el futuro infortunio del villorrio, llegó el ferrocarril; “el inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias habÃÂÂa de llevar a Macondoâ€ÂÂ. Y en ese tren llegaron ellos: los gringos.
Súbitamente y sin pausas, Macondo sufrió una profunda transformación, convertido ahora en un “campamento de casas de madera con techos de zinc, poblado de forasteros que llegaban de medio mundo en tren (…) Los gringos, que después llevaron a sus mujeres lánguidas con trajes de muselina y sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la lÃÂÂnea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas y extensos prados azules con pavorreales y codornices. El sector estaba cercado por una malla metálica, como un gigantesco gallinero electrificado (…) Dotados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia, modificaron el régimen de las lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas y quitaron el rÃÂÂo de donde estuvo siempre y lo pusieron con sus piedras blancas y sus corrientes en el otro lado de la población (…) Fue una invasión tan tumultuosa e intempestiva que en los primeros tiempos fue imposible caminar por la calle con el estorbo de los muebles y baúles, y el trajÃÂÂn de de quienes paraban sus casas en cualquier terreno pelado, sin permiso de nadie (…) Miren la vaina que nos hemos buscado â€â€ÂsolÃÂÂa decir el coronel Aureliano BuendÃÂÂaâ€â€Â: no más invitar a un gringo a comer guineoâ€ÂÂ.
Y empezó la explotación intensiva del banano por la inmisericorde compañÃÂÂa americana; también comenzaron las injusticias empresariales, los abusos laborales, las patrañas judiciales, las marramuncias oportunas, los vales embusteros y, por supuesto, el agotamiento de la paciencia de los trabajadores, el desespero de sus dirigentes sindicales. Como respuesta a la indolencia de gobernantes, accionistas y gerentes de la compañÃÂÂa, lo inevitable ocurrió: “La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaban a medias, la fruta se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramalesâ€ÂÂ. El ejército fue llamado para controlar la situación, estableció la Ley Marcial que no se cumplió, muy por el contrario, los soldados “pusieron a un lado los fusiles cortaron y embarcaron el banano y movilizaron los trenesâ€ÂÂ. La ira de los trabajadores cundió y se tradujo en saqueos, sabotajes, levantamientos en armas, motines, incendios, destrucción. La situación preludiaba una incontrolable y cruenta guerra civil, “las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para que se concentrarán en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar llegarÃÂÂa el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflictoâ€ÂÂ. La convocatoria a la que asistió una multitud devino en criminal celada. No habló el Jefe Civil y Militar. No llegó ni habló, las ametralladoras sÃÂÂ: José Arcadio BuendÃÂÂa, un tiempo después confirmó: “Eran más de tres mil (…) Ahora estoy seguro que eran todos los que estaban en la estaciónâ€ÂÂ.
La otrora feliz y plácida villa nunca más volvió a ser la misma. GarcÃÂÂa Márquez describe â€â€Âdesolado e incrédulo la decadencia y próxima muerte del villorrio:
“Macondo estaba en ruinas. En los pantanos de las calles quedaban muebles despedazados, esqueletos de animales cubiertos de lirios colorados, últimos recuerdos de las hordas de advenedizos que se fugaron de Macondo tan atolondradamente como habÃÂÂan llegado. Las casas paradas con tanta urgencia durante la fiebre del banano, habÃÂÂan sido abandonadas. La compañÃÂÂa bananera desmanteló sus instalaciones. De la antigua ciudad alambrada sólo quedaban los escombros. Las casas de madera, las frescas terrazas donde discurrÃÂÂan las serenas tardes de naipes, parecÃÂÂan arrasadas por una anticipación del viento profético que años después habÃÂÂa de borrar a Macondo de la faz de la tierra. El único rastro humano que dejó aquel soplo vivaz, fue un guante de Patricia Brown en el automóvil sofocado por las trinitarias. La región encantada que exploró José Arcadio BuendÃÂÂa en los tiempos de la fundación, y donde luego prosperaron las plantaciones de banano, era un tremedal de cepas putrefactas, en cuyo horizonte remoto se alcanzó a ver por varios años la espuma silenciosa del marâ€ÂÂ.