(…) sécalas, cápalas, písalas, gallo galante, (…) hazlas, poeta, haz que se traguen todas sus palabras.

Octavio Paz, “Las palabras”

Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas.

André Breton, Primer Manifiesto surrealista

Que las palabras pueden sufrir las más inauditas mutaciones no es ninguna novedad; que los humanos somos los únicos seres capaces de percibir y de ejecutar esa mutación, tampoco. Entre un estupro y un estupor media, apenas, la colocación de una letra.

Pero, más allá de los juegos verbales o de la intencionalidad del hablante y, tomando como cierto aquello de que “el nombre es arquetipo de la cosa”, las palabras tendrían el poder de crear aquello que nombran: “Hágase la luz, y la luz se hizo”, es decir, antes de ser nombrada la luz no existía. Siguiendo este derrotero bastaría entonces, por ejemplo, con formular la palabra enfermedad para que la misma se plasmara. Tomemos por caso a Moliere quien, interpretando al Argán de El enfermo imaginario, muere durante la cuarta representación de la obra y, de esa manera, da cumplimiento al mandato que en el poderoso inconsciente toma lugar de realidad. Cualquiera sabe hoy, quizá Moliere no lo sabía, lo que significa e implica en términos psíquicos decretar.

“Lo imaginario es el talón de Aquiles, el punto vulnerable por el cual penetran por igual en el mundo de los vivos el veneno y la panacea”, dice Christiane Singer en Las edades de la vida. Así, aunque utilicemos las mismas palabras, no obtenemos igual resultado cuando decimos la imaginación al poder, que cuando decimos el poder de la imaginación y, mucho menos, la imaginación del poder. La primera tendría como antecedente a André Bretón: “La imaginación no es un don, sino el objeto de conquista por excelencia”; la segunda tiene antecedentes que van desde las cuevas de Altamira y Lascaux hasta un Einstein capaz de formular que “la imaginación es superior al conocimiento”; la tercera podría ser aplicada a cualquier poder en cualquier tiempo y en cualquier latitud.

En todo caso y cualquiera sea el ángulo desde el que nos aproximemos a la imaginación, resulta interesante lo que dice J. Moreno Castelló en el capítulo VI de su Psicología elemental: (…) “las observaciones de la ciencia enseñan que las alteraciones del cerebro producen alteración en las funciones de la imaginación, y las perturbaciones de esa facultad guardan proporción con la importancia del daño que el órgano experimenta”.

Si bien nosotros los mortales, esos que podemos morir hasta de un simple resfriado, no solemos ser capaces de esgrimir (en pro o en contra) pruebas fehacientes cuando de la imaginación del otro se trata, podemos, sin embargo, contar con el tiempo –si no con el nuestro personal con el de la Historia– que demostrará si ese otro nos estaba caribeando y, en caso afirmativo y parafraseando a Octavio Paz, hacer que el embaucador se trague todas sus palabras. Él o el recuerdo que él haya dejado de su paso. Y aunque la Historia, como las palabras, también puede sufrir torsión (o extorsión) es, en cierta medida, semejante a la imaginación: jamás perdona.

Imaginar, imaginamos todos, desde luego. Es lo que nos diferencia de nuestros hermanos los animales. Ahora, verbalizar esa imaginación, simular en el cuerpo su impronta para darle estatus de realidad, es un juego peligroso que puede terminar creando aquello que nombra. Lejos de ser un atrapa bobos, un ejercicio inocuo, un soberbio creer que somos inmunes a lo que decretamos, la imaginación es un demiurgo implacable. Una vez hecha palabra –y sin necesidad de gallo galante que la pise– siempre encontrará la manera de engendrar lo que nomina. “En las profundidades todo se vuelve ley”, dejó dicho Rilke.

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