Isabel Palacios
Dejamos de último el elemento que nos resulta más doloroso enjuiciar: la puesta en escena de la maestra Isabel Palacios.

Veinte años habían transcurrido sin que Lucia di Lammermoor, la más importante creación dramática de Gaetano Donizetti, con libreto de Salvatore Cammarano, subiera a escena en Caracas. La visita anterior de la trágica joven escocesa tuvo lugar en la Sala Ríos Reyna, por allá en 1998, en una serie de funciones que contaron con un elenco fundamentalmente internacional, encabezado por las sopranos Kathleen Casello y Youngok Shin, quienes ofrecieron muy diversas interpretaciones del rol principal, ambas merecidamente aplaudidas por el público.

La Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, bajo la dirección de Elisa Vegas, fue la encargada de revivir la ópera de Donizetti para la audiencia caraqueña, rompiendo —cosa que se agradece— la dictadura de constantes reposiciones de Tosca, La Bohème y La Traviata, que han sido la constante en los últimos años. Esta vez el plantel vocal estuvo conformado en su totalidad por cantantes venezolanos, quienes actuaron bajo la dirección artística de Isabel Palacios, pero a diferencia de ediciones anteriores de la ópera en nuestra ciudad, el resultado estuvo más lleno de sombras que de luces.

Hay que decir que en el momento que vive nuestro país es casi un milagro que se monten dos funciones de ópera, especialmente de un título que hace mucho tiempo no se representaba entre nosotros. Independientemente del resultado, es de agradecer el esfuerzo de todos los involucrados para traernos un espectáculo que nos devuelve por tres horas a cierto grado de civilidad y, por ende, podría parecer ocioso intentar siquiera un juicio crítico de lo visto y escuchado.

No obstante, estamos convencidos de que, aún en los ambientes más adversos, el arte es una manifestación a la que debe dársele importancia, e incluso en un contexto como el que hemos descrito, resulta apropiado intentar una valoración seria de lo que se nos presentó el pasado fin de semana. Dicho esto, en el análisis crítico pueden resultar de antemano excusables elementos como la modestísima puesta en escena, la pobreza del vestuario o el casi inexistente juego de iluminación. Tampoco es posible pedir la presencia de voces internacionales, dadas las lógicas restricciones presupuestarias que afectan una aventura como esta. Pero lo que uno podría pedir en toda ocasión es escuchar unos cantantes que tengan las condiciones mínimas para abordar profesionalmente los roles que les fueron asignados, una orquesta adecuadamente concertada, y una puesta en escena que, dentro de la lógica pobreza de medios, presente el drama concebido por Donizetti y Cammarano en términos coherentes. Y hay que decir, desafortunadamente, que algunas de estas cosas estuvieron ausentes en el escenario del Teatro Municipal, en la función que nos tocó presenciar el domingo 12 de agosto.

Antes de entrar a valorar la interpretación que vimos y escuchamos, vale la pena hacer algunas consideraciones sobre la edición que se nos ofreció de la obra de Donizetti. Lucia di Lammermoor, como muchas óperas de corte belcantista, ha estado sometida a deformaciones debidas a la tradición y son escasísimas las ocasiones en las que podemos escuchar la partitura completa y en los términos exactamente concebidos por el compositor. La referida tradición ha hecho que se practiquen cortes importantes, que se interpolen notas agudas para el lucimiento de cantantes, que se transporten hacia abajo escenas completas y, lo más notorio y esperado por el público, que se introduzca una cadenza para la soprano (acompañada por una flauta) al final de la primera parte de la ‘escena de la locura’ en el Acto III, aparentemente creada por Mathilde Marchesi para la celebérrima soprano australiana Nellie Melba a finales del siglo XIX, y que luego las divas de turno han seguido o adaptado a sus posibilidades particulares, para delirio del público, ávido de un acto circense.

La señora Vegas (imagino que secundada por la maestra Isabel Palacios) ha confeccionado una edición muy curiosa y tremendamente insatisfactoria de la ópera donizettiana. Así, se restituye la escena entre Raimondo y Lucia en el acto II, habitualmente cortada (en mi opinión una de las escenas más triviales y débiles compuestas por Donizetti, y sólo de interés si en el plantel vocal hay un bajo de fuste), y se ofrece también la escena de la Torre de Wolf’s Crag, también ausente en muchas funciones de la ópera. Esta escena contiene un atractivo —y difícil— dúo para el tenor y el barítono, que en esta función es objeto de tal cantidad de cortes —para disimular la inocultable incapacidad del tenor Gregory Pino para afrontarlo— que queda irremediablemente desfigurado y hace que uno se pregunte con qué propósito decidieron incluirlo. Asimismo, también en función de facilitar la tarea del tenor, en algunos pasajes se sigue la partitura come scritto, como por ejemplo en la dramática frase “Ah! Vi disperda!” da paso a la stretta con la que concluye el Acto II, o en el cierre de la cavatina “Fra poco a me ricovero”, al final de la ópera, que le ahorran a Pino incómodos ascensos a dos comprometidos agudos (si bemol y si natural, respectivamente), pero por demás se ejecutan los cortes y las interpolaciones tradicionales. De esta manera, no se canta la repetición de la cabaletta “La pietade in suo favore” con la que el barítono cierra la Escena I del Acto I; Lucia no ejecuta las roulades que sirven como coda a la cabaletta “Quando rapito in estasi”; ni tampoco se interpreta en su totalidad la ya mencionada stretta. Peor aún: se mutila de manera injustificable el hermosísimo dúo de amor “Verrano a te sull´aure”, a cargo de la soprano y el tenor en el Acto I, un corte que jamás había escuchado, ni siquiera en los registros más antiguos de esta ópera, en discos de 78 RPM. En definitiva, estamos ante una edición que no es ‘ni chicha, ni limoná’, toda vez que no se decanta ni por la tradición, ni por seguir al pie de la letra la partitura de Donizetti, y recorre la senda que dictan las necesidades particulares de los cantantes involucrados en esta oportunidad, especialmente las del tenor.

En un contexto como el descrito, resulta casi encomiable, aunque no del todo suficiente, la tarea emprendida por la soprano Ninoska Camacaro en el rol titular. Está muy lejos de ofrecer una Lucia ideal, ya que para empezar no tiene una voz con el empaque necesario para emprender el papel bajo los estándares modernos, en los términos del replanteamiento que del mismo hiciera María Callas, y que continuaran luego Joan Sutherland, Renata Scotto o Beverly Sills, entre otras. Su instrumento es el de una soprano ligera (del tipo soubrette), de limitado volumen y poca expansión tímbrica, que habría podido ser más aceptable en esta ópera hace unos ochenta años, pero que bajo los referidos estándares actuales resulta de poco vuelo. El timbre es dulce y delicado, especialmente en el registro central, que es una de sus mayores bazas, junto al cuidado fraseo, el cual, sin tener el necesario impacto dramático, es siempre musical y de buen gusto. El grave es poco solvente: el instrumento desaparece completamente en los descensos prescritos durante la misteriosa narración contenida en el aria de salida (“Regnava nel silenzio”), mientras que las frases más dramáticas de la “escena de la locura”, tales como “Il fantasma! Il fantasma! Ne separa!”, están resueltas a base de gritos y parlati completamente fuera de estilo, que vienen a suplir la imposibilidad de lograr un sonido musical en esa área de la voz, de casi nula dotación. El registro agudo no está realmente desahogado y, aunque va mejorando conforme progresa la función, suena a veces muy abierto y aquejado de un preocupante vibrato. El sobreagudo con el que intentó coronar la cabaletta “Quando rapito in estasi” fue abandonado rápidamente, y la cadenza de la “escena de la locura” se apartó de las dos opciones más tradicionales (las concebidas por Marchesi para la Melba, con variaciones anotadas por Luigi Ricci o Estelle Liebling), decantándose Camacaro por una versión más sencilla, elección que, sin ser criticable en sí misma, denota que la soprano no posee una verdadera facilidad para el canto de agilidad, ni un virtuosismo descollante, aunque sea justo reconocer que su resolución de algunas páginas comprometidas fue bastante correcta. En general, si mi memoria no falla, la interpretación de Camacaro de la “escena de la locura” tiene como modelo la cantada por Natalie Dessay en el MET de Nueva York, en 2007, aunque por supuesto con enormes distancias no sólo en lo vocal, sino en términos actorales, ya que la célebre soprano francesa es un verdadero animal de escena, mientras que Camacaro ofrece una Lucia más bien aniñada y vencida —desde el principio— por las circunstancias. Pienso que si Camacaro logra repetir este papel, en una producción y ambiente más auspiciosos, puede madurar un poco más el rol y ofrecer al público una prestación de mayor nivel, ya que en este primer intento ha logrado redondear un trabajo aceptable.

El Edgardo di Ravenswood de Gregory Pino está, lamentablemente, en las antípodas de la protagonista femenina, y no apreciamos casi ningún elemento rescatable en su lectura del rol. El papel lo supera por todas partes, y ni siquiera desde el punto de vista actoral puede decirse que haya algo que lo acerque al personaje. Su presencia blanda y sus movimientos de actor de cine mudo no logran sugerir para nada la esencia del joven escocés, de apasionado y fiero carácter, que describe Donizetti en la partitura. Pero lo más grave es la prestación vocal, una de las más inadecuadas que hayamos presenciado en Caracas en los últimos treinta años, ya que el tenor Pino naufraga en todas y cada una de las escenas en las que participa, especialmente en el ya mencionado dúo con el barítono, donde exhibió fallas evidentes en las entradas que le correspondían. La voz es descolorida y carece de mordiente; el volumen y la proyección son muy escasos; la afinación es frecuentemente sospechosa; y el giro hacia el agudo, afectado por insalvables problemas técnicos, hace que las notas emitidas en este registro suenen ora calantes, ora estranguladas, y en todo caso ayunas del campaneante brillo (squillo) propio de una voz de tenor correctamente emitida. Por tanto, Pino opta —como ya lo adelantáramos— por ahorrarse las notas agudas que se interpolan conforme a la tradición, al mismo tiempo que se muestra excesivamente cauteloso y al borde del pánico en la complicada escena que cierra la ópera (“Tu che a Dio spiegasti l´ali”), con sus comprometidos ascensos al agudo, basados en intervalos ascendentes que inciden enfáticamente en la zona del passagio, momento en el cual el tenor termina por hundirse en la inadecuación, víctima de sus debilidades técnicas. De un fraseo incisivo o de una apropiada acentuación no es posible hablar con semejantes limitaciones, y su meritoria intención de ofrecer un canto recogido y dulce en el dúo de amor con Lucia se ve condenada al fracaso, y a no pasar de un crooning blanquecino y carente de apoyo, debido a las falencias a las que hemos venido aludiendo.

Que aparentemente no exista en Venezuela otro tenor al que pudieran haberle confiado este papel, o que no haya habido nadie que durante los ensayos fuera capaz de señalar con honestidad que Pino no estaba en capacidad de acometerlo, es una muestra palpable de la honda crisis que inevitablemente afecta el panorama operístico en nuestro país. Y que Pino haya sido cálidamente aplaudido por el público, en un teatro en el que se abucheó injustamente a un Luciano Pavarotti aquejado de una molestia estomacal cuando el gran tenor modenés cantó este papel en 1974, y que llegó al delirio cuando Alfredo Kraus lo interpretó en nuestra ciudad en 1978  —bien decía José Ignacio Cabrujas que Caracas siempre tuvo debilidad por los tenores— habla de la patente decadencia y aislamiento de la escena operística venezolana, y de la pérdida de referentes que permitan al público distinguir entre una prestación de altísima calidad y una que no lo es.

Gaspar Colón Moleiro es un barítono sobradamente conocido por el público caraqueño. Su emisión es bronca y poco elegante, y la voz presenta evidentes desigualdades entre los registros. El centro no posee el foco que sería de esperar en una voz baritonal de organización ortodoxa, presentándose más bien un tanto neblinoso y prematuramente avejentado, mientras que el agudo posee cierta pegada y amplitud, aunque no realmente la brillantez deseable. La franja grave, por su parte, resulta desguarnecida y de escasa entidad. En estas condiciones, es difícil que el legato sea realmente firme y de calidad, lo cual ha sido el gran talón de Aquiles de este cantante desde sus inicios. Hay que reconocerle, sin embargo, que en su evolución artística se aprecia intención de trabajar esa debilidad, y aunque el resultado sigue sin ser convincente, no puede negarse el esfuerzo por ligar un poco más las frases o por eliminar (aunque no del todo) los golpes de glotis o las irregularidades en la emisión.  Como intérprete, tanto vocal como actoral, Colón resulta un tanto basto, y sus acentos carecen de la nobleza que demanda la partitura (sólo hay que escucharle la frase “Tremante l’aspetto” con que abre el Acto II, y compararla con la interpretación de cualquier barítono de cierto nivel que haya cantado el rol, para percatarse del problema que su lectura plantea). Sus modos están completamente fuera del estilo belcantista, y aunque Enrico Ashton es un personaje que tiende hacia la brutalidad y la violencia, jamás debe olvidarse que es un noble y, muy especialmente, un noble concebido musicalmente por Donizetti, no por un autor verista. Con todo, hay que admitir que en el trabajo de Colón hay tablas y profesionalismo, y que, aunque está lejos de ser la encarnación ideal de Enrico Ashton, hace una aportación digna, que se salva especialmente por el extraño —pero innegable— carisma del cantante.

Martín Camacho, en el rol de Raimondo, hace lo que puede con un rol bastante desagradecido y gris. No posee una voz de bajo extraordinaria, pero cumple con profesionalismo y musicalidad, que ya es bastante, pese a un pequeño accidente en una nota aguda, completamente perdonable.

En los roles comprimarios, María Fernanda Flores como Alisa y Jesús Herrera, en el papel de Normanno, hacen una labor discreta. No así Diego Puentes, quien en el rol de Arturo Bucklaw tampoco muestra los papeles en regla, y exhibe una voz trémula, granulosa y de poco carácter.

Excelente el coro, que no se atribuyó especialmente a ninguna agrupación, y en el que se nota la mano mágica de la maestra Palacios, toda una referencia en Venezuela para lograr un resultado de esta naturaleza. La magnífica contribución de esta formación ad hoc sirve para demostrar la necesidad de contar con un coro de ópera renovado en Caracas, que sustituya en su totalidad a  la demasiado gastada plantilla del Coro del Teresa Carreño, conjunto que en su conformación actual ya no puede ofrecer actuaciones viables.

En cambio, la prestación de la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho, bajo la batuta de Elisa Vegas, resulta agua de otro cántaro. La dirección de Vegas es errática y los problemas exhibidos por la orquesta fueron múltiples y constantes a lo largo de toda la tarde. Solamente la primera entrada de las cuerdas, en el breve preludio que abre la ópera, fue un anuncio de lo que vendría: un acorde en el que resultaron preocupantes la afinación imprecisa y la falta de empaste entre los instrumentos. La primera escena de la ópera resultó pesante, y aunque luego la línea musical fluyó horizontalmente con un poco más de naturalidad, la lectura de Vegas nunca alcanza los niveles, ya sea de tensión y drama, o lirismo y patetismo, requeridos en cada escena. Las fallas en las entradas, muy grave en el caso de la descoordinación que se produjo con el tenor Pino en la escena de la Torre de Wolf´s Crag, y las pifias constantes en los cornos, entre otros factores, hicieron mella en una lectura orquestal que nunca llegó a alzar verdadero vuelo.

Dejamos de último el elemento que nos resulta más doloroso enjuiciar: la puesta en escena de la maestra Isabel Palacios. Si tuviéramos que hacer una lista de los héroes artísticos de la Venezuela contemporánea, no dudaríamos en incluir en ella a la maestra Palacios, quien al frente de la Camerata de Caracas ha ofrecido espectáculos operísticos y musicales de altísima factura en los últimos años, haciendo un esfuerzo enorme y batallando contra las limitaciones que impone un país como el nuestro. Varios de los espectáculos montados la maestra Palacios y su Camerata están entre los mejores que se han visto en Caracas recientemente, y posiblemente tendrían una gran acogida en cualquier parte del mundo. Es por ello que nos sorprendió el concepto escénico de esta Lucia, lamentablemente muy por debajo de cualquiera de los trabajos firmados por la maestra en toda su carrera.

No vamos a criticar la pobreza del vestuario, de la iluminación o del ‘concepto escénico’, incluida la traslación de la historia a la época contemporánea, un recurso absolutamente válido, pero en este caso motivado más bien por las limitaciones económicas que por el planteamiento de una visión concreta acerca de la obra. Referirnos a ello sería baladí y producto de una escasa comprensión acerca de las condiciones en las que se encuentra Venezuela en este momento. Pero aquí, por supuesto, vale la pena recordar —aunque pueda sonar a lugar común— a Jerzy Grotowski: uno puede aceptar que las condiciones en las que se trabajan son pobres, pero ello hace imperioso operar con inteligencia, y centrarse en un desempeño actoral impecable, así como en una lectura sensible de las claves de la obra. En mi opinión, nada de ello ocurre con esta Lucia di Lammermoor caraqueña, cuya propuesta escénica está enmarcada en proyecciones sobre una enorme pantalla, frente a la cual actúan los cantantes. El primer desacierto es proyectar al inicio de cada escena, en un estilo que supongo persigue imitar las películas antiguas, una sinopsis de la misma, para así suplir la ausencia de programa de mano. Aunque esto pueda parecer ingenioso al principio, el recurso termina bordeando el desastre, pues es tal la oscuridad que reina en el escenario y la poca calidad de la proyección, que los presentes se distraen en la desesperación de tratar de leer lo que aparece en pantalla, y pasan buen tiempo o bien mascullando en voz alta el texto, o preguntándole al espectador contiguo qué es lo que el texto dice. En estas condiciones, por ejemplo, fue imposible escuchar en silencio el hermoso solo de arpa que abre la segunda escena del Acto I.

Las mencionadas proyecciones presentan, además, una falta de coherencia visual. Para las escenas exteriores (todo el acto I y la escena con la que cierra la ópera), la maestra Palacios elige unas sencillas —pero sugerentes— imágenes realistas, que dan un tono algo gótico (aunque sobrio) a dichas escenas: un bosque con toques invernales para las escenas iniciales, una capilla en ruinas para el cementerio, respectivamente. Sin embargo, en las escenas interiores se opta por una estética radicalmente distinta: unos dibujos de escaso atractivo, que en el caso de las escenas en las que se festeja el matrimonio de Lucia y Arturo, llegan a ser desagradables. Nunca quedan del todo claras las razones de tal disparidad. He llegado a preguntarme si existe un mensaje detrás de esta diferencia, y si se pretendían subrayar las discrepancias entre la calma de la naturaleza de las escenas exteriores, y la atmósfera brutal y violenta de la disfuncional familia Ashton en las escenas interiores.

Ahora bien, aún más problemáticas son la dirección actoral y la esencia misma del montaje. En varios pasajes de la obra se utilizan claves más propias de una ópera de tintes cómicos que de un oscuro drama gótico. Los movimientos de la masa coral son más bien triviales y propios de una comedia, y la dirección de escena en el enfrentamiento entre los hermanos Enrico y Lucia al inicio del Acto II arrancó risas entre varios miembros del público, ya que el exagerado uso de la violencia, así como el desafortunado recurso de hacer que el barítono moviera a la soprano al compás de la música en una sección del dúo, acercaron dichos momentos a la estética y el formato de un programa cómico de televisión, estilo “Radio Rochela”. Tampoco fue afortunada la cómica aparición de Edgardo di Ravenswood con una suerte de bolso playero, recurso que busca evidenciar que el buen hombre va a salir de viaje, pero que no sólo resulta ridículo, sino innecesario y de mal gusto -por lo obvio-, ya que el texto explicita claramente el viaje de Edgardo, y el bolso no tiene ninguna función efectiva en el discurrir de la escena.

Tampoco resulta demasiado verosímil la forma en que se plantea el trasplante de la historia a la época contemporánea. Parte del nudo argumental de la obra gira en torno a que Edgardo parte a Francia al culminar el Acto I, y Enrico y sus secuaces logran convencer a Lucia de que el muchacho la dejó por otra, basándose para ello en el manido recurso de una carta falsa. Pues bien, en el montaje que presenciamos, al inicio del Acto II vemos a Enrico sentado en su escritorio, revisando su teléfono inteligente. Allí se cae buena parte de la credibilidad de la propuesta escénica, pues el espectador se pregunta luego cómo es que Lucia recibe una carta tradicional de su novio (un recurso que en nuestra época está en vías de extinción, por demás) y nunca es capaz de intentar siquiera escribirle por Whatsapp o email: “Edgardo, chico, ¿es verdad que tú andas con una mujercita en Francia? ¿Qué te has creído tú?”. Y por supuesto, Edgardo habría contestado: “No, mi amor, cómo se te ocurre, esas son cosas de tu hermano, quien como sabes me odia. Nos vemos el viernes. Te compré el perfume que me encargaste”, y allí se habría acabado la intriga. Quizás esto es, como dirían los españoles, rizar el rizo, y uno debería simplemente aplicar lo que los anglosajones llaman suspension of disbelief, pero no deja de ser un detalle, entre muchos otros, que parece indicar un trabajo escénico y actoral no suficientemente pensado, y definitivamente no a la altura del enorme talento de la Maestra Palacios.

En todo caso, pese a que esta Lucia di Lammermoor haya resultado problemática (aunque fue muy aplaudida por el público, todo hay que decirlo), tenemos que agradecer nuevamente que todavía haya artistas que apuesten por montar espectáculos en medio de esta terrible crisis por la que estamos atravesando los venezolanos. El empeño por conservar algunos resquicios de civilización no debe cejar entre nosotros. Sólo confiamos en que algún día vengan tiempos mejores. Un país mejor, y una ópera mejor. Aunque con lo primero (lo del país) nos conformaríamos con creces, la verdad.

LUCIA DI LAMMERMOOR, de Gaetano Donizetti (música) y Salvatore Cammarano (libreto). Dirección artística: Isabel Palacios. Dirección musical: Elisa Vegas. Con la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho. Reparto: Ninoska Camacaro (Lucia), Gregory Pino (Edgardo di Ravenswood), Gaspar Colón Moleiro (Enrico Ashton), Martín Camacho (Raimondo Bidebent), Diego Puentes (Arturo Bucklaw), María Fernanda Flores (Alisa), Jesús Herrera (Normanno). En el Teatro Municipal de Caracas, 12 de agosto de 2018.

 

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