Taxi Teherán 1
El realizador en su carro, ese taxi que funciona como confesionario, diván o barra de tasca, tiene pasajeros que podrían representar muy bien al universo de cualquier encuesta.

La belleza y la verdad viajan en taxi. Se desplazan por las calles de Teherán, confiadas en el director de cine Jafar Panahi, quien maneja por avenidas como muchas, entre situaciones compartidas por tantos, pero únicas para quien conduce el vehículo. Serpentea un mundo de imaginarios, pero también opresor, aunque no lo suficientemente ágil para coartar el ingenio de quien necesita crear y expresar.

En la película Taxi (2015), el director iraní simula ser un taxista que recorre la capital. Genera una realidad en la que diversos tipos de personas se suben al carro, cada uno de ellos con pesares tan distintos como sus destinos. El realizador los escucha, a veces opina, pero sobre todo pregunta. Es su gente, su vecindario. Son también sus cómplices y tal vez sus detractores.

Es cine clandestino, a la luz del día, en las narices del gobierno, del delator, pero también realizado frente a quienes necesitan ese largometraje, todos aquellos que no sólo ven belleza en la obra de Panahi, sino también una necesidad de manifiesto, de tener que hablar por ellos y por otros.

El director tiene prohibido hacer cine en Irán, país del que además no puede salir desde 2009 cuando fue acusado de acciones en contra de la nación. Su delito fue apoyar a los entonces opositores al gobierno de Mahmud Ahmadinejad. “No sé hacer otra cosa más que hacer películas. Nada puede impedírmelo. Y cuanto más me han empujado a los rincones más alejados, más he conectado con mi interior. El cine como arte se ha convertido en mi principal preocupación. Y seguiré haciendo películas para sentirme vivo”, escribió Panahi el año pasado cuando recibió el Oso de Oro por Taxien el Festival Internacional de Cine de Berlín, al que no pudo acurdir.

Pero eso no importó. El realizador en su carro, ese taxi que funciona como confesionario, diván o barra de tasca, tiene pasajeros que podrían representar muy bien al universo de cualquier encuesta. Una maestra discute con un hombre sobre la idoneidad de la pena de muerte. La mujer le pregunta al otro por su profesión, pues con mucha seguridad le explica que los oficios pueden determinar la forma de pensar sobre un tema.

Hay sobriedad en la conversación, le dan la importancia y la pasión que merece. El hombre, aparentemente un comerciante, afirma que quien roba a un pobre no puede car más bajo y recrimina la ficción en la que asegura vive la maestra por vivir entre libros y niños.

En Taxi, un vendedor de películas piratas justifica su forma de ganarse la vida. Pregunta cómo entonces llegarían los filmes de Woody Allen. Gracias a él los zombies de Walking Dead gimen en hogares donde se habla farsi, y donde el terror que infunden es el mismo que en Nueva York o Caracas.

La sobrina de Panahi también se sube al taxi. Le cuenta sobre un proyecto de la escuela: un cortometraje. Así que no hay persona más idónea en su mundo que el tío laureado en Berlín, Cannes y Venecia.  Sin embargo, hay cortapisas. A los niños les entregan un código de lo que no debe aparecer en el filme. Entonces, comienza una de las discusiones más emocionantes del largometraje. Luego, la pasajera es una vieja amiga del director. Con ella habla del sigilo en el que se vive, la amenaza latente de quien busca enemigos en todas partes. La zozobra, la angustia del que se siente cazado.

Taxi es un ejercicio de liberación no sólo para el autor, sino para quienes participan en ella. Es una muestra de que la valentía y la heroicidad también son virtudes del civil y en este caso porta cámaras, las necesarias para dejar la constancia de inquietudes y realidades en un contexto asfixiante.

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