Rafael Rangel, notable precursor, entre otros, de la bacteriología tropical en nuestra América.

Marcel Roche Dugand fue un médico y científico venezolano que escribió una de las historias más conmovedoras que yo jamás haya leído. Publicado en Caracas hace casi cincuenta años, su libro narra la tragedia de un pionero de la microbiología víctima del racismo, de los resabios de una sociedad de castas y de la brutalidad de un dictador venezolano. También de su obsecuencia.

Sin embargo, si sumarizo de ese modo el brillante relato de Roche corro el riesgo de dejar fuera lo esencial: esta breve obra maestra, en la que se cruzan con maestría el arte de la biografía, la crónica de un brote de bubónica en una de nuestras repúblicas a principios del siglo XX y un dominio ejemplar de cómo debe escribirse una historia de las mentalidades, condensa, sin patéticos telurismos ni paternales excursos ejemplarizantes, una visión del fracaso latinoamericano que daría a rumiar mucho a quien la lea.

Muy monográficamente, Roche tituló su libro Rafael Rangel: ciencia y política en la Venezuela de principios de siglo. Y puso, como epígrafe, un aforismo de Antístenes sobre los ciudadanos particulares y el poder omnímodo.

Los hechos capitales ocurrieron en 1908, durante un brote de peste bubónica en el puerto de La Guaira y varias localidades cercanas.

Una tarde de marzo de aquel año, el doctor Rosendo Gómez Peraza, jefe de la medicatura del puerto de La Guaira, comentó, en el café de la estación del ferrocarril, el diagnóstico hecho por él mismo aquella tarde: un caso clarísimo de peste bubónica.

El cónsul de Estados Unidos, presente en la tertulia, pagó su cuenta, se fue derecho a la oficina del telégrafo y envió un cable a su embajador en Caracas. La noticia desató la ira de nuestro dictador de entonces, el canijo, rijoso e irascible general de montoneras Cipriano Castro, quien ordenó encarcelar al doctor Gómez Peraza por propalar un alarmante infundio dirigido, obviamente, a dañar el ya menguado comercio exterior de la disfuncional república de Costaguana que todavía somos, y desacreditar, de paso, a su Gobierno.

Luego de enviar a calabozo a Gómez Peraza, Castro despachó al puerto al talentoso bachiller Rafael Rangel, notable precursor, entre otros, de la bacteriología tropical en nuestra América.

Hombre apocado y medroso en extremo, provinciano sin mujer ni familia, Rangel era, sin embargo, indiscutiblemente brillante. En gran medida autodidacta, antes de cumplir los treinta ya había hecho aportaciones que todavía hoy nutren los manuales de bacteriología pero se vio ninguneado por la linajuda profesión médica caraqueña de entonces, acaso por no haber terminado sus estudios de medicina: solo alcanzó a terminar el primer año de la carrera.

La pobreza de Rangel era proverbial en la Caracas de entonces; llegó a vivir en un cuchitril improvisado bajo unas escaleras del Hospital Vargas. A su arrinconamiento contribuyeron, sin duda, los prejuicios raciales que aún perviven, insidiosamente, en nuestro país.

Hay registro de que el bachiller Rangel se sentía muy en deuda con su benefactor, el general Castro, generoso patrocinante del laboratorio de bacteriología del hospital Vargas —el primero que hubo en Venezuela— del que Rangel llegó a ser, por aquel tiempo, director jefe. Como consecuencia casi inevitable, cuenta Roche, al estallar la peste en La Guaira, Rangel prevaricó.

Se las apañó para no detectar ni aislar la yersinia pestis, bacilo de la epidemia, y así poder refutar dolosamente el diagnóstico de Gómez Peraza, para regocijo de Castro, la cámara de comercio y la lonja de agencias aduanales de La Guaira. Lo cual no impidió que la peste negra siguiese matando a la gente por docenas.

La obsecuencia de Rangel lo llevó a atribuirle al dictador conocimientos de bacteriología y sanitarismo de los que notoriamente éste carecía. “Actúo de acuerdo con sus perspicaces observaciones sobre el bacilo, general”, llegó a cablegrafiarle.

Al cabo de unas semanas, el dictador tuvo que rendirse a la evidencia y Rangel pudo ya desdecirse de su primer informe pronunciando la palabra ‘bubónica’ sin sufrir represalia alguna. Se cerró el puerto, se declaró rigurosa cuarentena y se acometió una campaña antiepidémica cuyo éxito dependió, en gran medida, de las discretas visitas que Rangel hizo a la cárcel para pedir consejo al ibseniano ‘enemigo del pueblo’ de este cuento: el doctor Gómez Peraza, el doctor Stockmann de La Guaira.

Sin resentimiento ni reproches, Gómez Peraza prestó animosamente sus saberes y su prudencia al combate contra la peste. Los manuales describen como ejemplar el manejo de la epidemia inducido por Gómez Peraza.

Pocos meses más tarde, mientras se hallaba en Europa en viaje de salud, el general Castro fue derrocado por su compadre y vicepresidente. Para entonces, buscando escapar a la asfixia provinciana, Rangel había solicitado y obtenido una plaza como estudiante en el prestigioso Instituto Louis Pasteur de París. Las muestras de sus espléndidos trabajos de bacteriología bastaron para que fuese aceptado sin mayores reparos.

Pero la animosidad contra el derrocado dictador se ensañó con ‘el sabio Rangel’, como lo llamó la sorna de los aúlicos del nuevo dictador: los fondos para la matrícula, el viaje a París y su manutención mientras durasen sus estudios nunca fueron aprobados por el comité de consejeros médicos de la Presidencia.

Al verse sin valedor en un ambiente hostil, el infortunado Rangel optó por suicidarse en su laboratorio, ingiriendo una mezcla de cianuro de potasio y vino moscatel, medicina tropical.

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