Mentiras que matan 1
Mentiras que matan, de Barry Levinson, de 1997, con Dustin Hoffman y Robert de Niro.

Uno sabe que, de Shakespeare para aquí, la vida es un cuento sin sentido contado por un idiota. Lleno de sonido y de furia además, pero hay momentos en los cuales el intento por introducir un sentido artificial en un relato a la deriva como el del chavismo parece sobrepasar todas las barreras, no ya de la lógica, sino de la inteligencia.

Una (¿única?) virtud tenía el que les conté. Sabía narrar una historia, torcerla a su favor, ponerle un principio y un desarrollo que escamotearan el final porque se sabe, los delirios del poder carecen de otro final que no sea el no terminar nunca y situar sus fines en un más allá de lo mortal. Pero los hechos demostraron que (aparte de que Dios no se creía comandante) había una segunda diferencia entre Dios y el Elegido: Dios sí es inmortal. En todo caso, viendo y escuchando los planes de golpes, magnicidios, invasiones y estratagemas macabras la conclusión obligada del crítico de cine es la siguiente: los pobres infelices tienen buenas ideas, pero les faltan buenos libretos. Y obviamente no se han paseado por la historia del cine, que les hubiera podido ofrecer ejemplos un poco más en sincronía con la inteligencia de los venezolanos.

Ejemplos hay muchos y no habría más que exhumar algunos capítulos de Misión Imposible para encontrar más de una historia que al lado de lo presentado por estos orates, parecería una crónica del más puro realismo. Hay una película que los retrata mejor, sin embargo, se trata de Mentiras que matan, de Barry Levinson, de 1997, con Dustin Hoffman y Robert de Niro. La trama aludía al entonces asediado Bill Clinton y proponía una alianza entre un spin doctor (consultor político especializado en distraer la atención del electorado de un tema urticante) y un productor de cine de Hollywood. Ocurría que el Presidente de los Estados Unidos acababa de propasarse con una liceísta que visitaba la Casa Blanca y ­la Ley de Murphy nunca falla: el país atravesaba un año electoral. La solución era, si se quiere tan sencilla como imaginativa. Había que inventar una guerra con Albania, ese país desconocido que amenazaba la integridad de los Estados Unidos, y había que hacerlo cuanto antes.

La mentira era tan descomunal, el disparate tan burdo, que solo la magia del cine podía lograrlo, porque, se nos aclaraba al principio, todos los medios estaban de una forma o de otra al servicio del gobierno. El problema es que el talento del productor, y su ego, podían demasiado y eventualmente se enamoraban de la historia y llamaban a la catástrofe. Odio cuando interfieren, mascullaba el productor cuando el asesor político sugería una línea de acción que no cuadraba en el libreto. Era una comedia cáustica, que no tuvo tanto éxito como merecía pero ganó en lucidez cuando años después a alguien se le ocurrió inventar que en Irak había armas de destrucción masiva.

Otro drama político que de tanto en tanto emerge por el cable se llamó Sin Salida (era en realidad, un remake de un clásico del cine negro llamado El gran reloj). Un ministro de la Armada asesina a su amante. Para despistar instruye a su asistente de investigar a un temible espía ruso, que sería el que, en realidad, está tras el asesinato de la mujer. En realidad, lo que busca el ministro es incriminar a su asistente para que cargue con las culpas y el cuento del espía es tan oportuno como el del ataque del imperio. Ocurre que Kevin Costner, Gene Hackman y la novela original de Kenneth Fearing exhibían un talento que ya quisieran para sí los fabuladores del gobierno. Porque se sabe, uno ya perdió las esperanzas con los escrúpulos de los poderosos.

El problema grave es que ni siquiera hay talento a la hora de construir una mentira que, si no convence, por lo menos divierta.

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