Ciudad en tinieblas
En algún requiebro ideológico populista, o por la infaltable estupidez, la ambulatoria zarpa fue aceptada como un regalo en Venezuela, hace ya veinte años.

En 1902, casi inaugurando el siglo, en la rosada pulpa de la Belle époque, Joseph Conrad publicó su novela corta El corazón en las tinieblas. El titulo resultó la metáfora profética de una oscuridad ignota, costado maligno que repta incesante tras la civilización. Doce años más tarde envenenaría de trincheras el mapa europeo. Por ahora, medraba en la colonización europea de África, que también había despertado el horror de André Gide por la brutalidad belga en el Congo.

La novela ilustra, en la vertiginosa prosa de Conrad, la caída del civilizador en los abismos de la locura. Su identidad se va disgregando en la cruel gesta colonizadora, mientras emerge una sombra desconocida de sí mismo. Aquello ‘otro’ que acecha en nosotros, también lo había presentido Stevenson en Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y mucho antes la refinada captación de De Quincey, Poe, Baudelaire, Dostoievski, e incluso Mary Shelley en el Nuevo Prometeo. Pero eran anuncios en clima fantástico de alborozada modernidad pasional. El relato de Conrad es distinto, se va hundiendo en la realidad como en una ciénaga; el África verdadera y desconocida y el continente negro que lleva en su interior el civilizador, no se pueden diferenciar. Una metáfora antigua, que ya había surcado la mística en la “noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz, renueva sus tintes en esta narración. Fue también la inspiración de Coppola, cuando filmo la subjetividad norteamericana dislocada por la guerra de Vietnam.

En nuestro siglo, la metáfora vuelve, pero desde la realidad, como a veces ocurre en la psicosis. Las tinieblas fueron otra palada a la fosa en que fue sumida Venezuela. El masivo corte eléctrico, con aislamiento telefónico, suspensión de agua, pérdida de comida, catástrofes hospitalarias y muda desesperación solitaria, puso el corazón de toda esa sociedad en las tinieblas reales de la metáfora de Conrad. Los demonios de la oscuridad, el hambre, la sed y el silencio, descendieron los venezolanos a la prehistoria de grupos cazadores y recolectores de la jungla de cemento. La banda de forajidos que gobierna este país no ha cesado de perfeccionar la infamia. Como si fuera ficción, una sociedad se disgrega ante los ojos de todos y se pierde en una aviesa espectacularidad. Sucede una fascinación hipnótica por la muerte de los otros, una morbosa curiosidad que recuerda algunas complicidades pasivas de la segunda guerra. Se apagaron los alarmados versos de John Donne, ya se sabe por quién doblan las campanas, pero ahora si las escuchas solo significan que no eres tú. Es para muchos el aviso escatológico de otros tiempos sociales, un apocalipsis sin biblia.

Este parece el siglo en que las figuras y presagios de la literatura o el cine se realizan como burla monstruosa. Alcancé a leer en Caracas El país de las últimas cosas de Paul Auster, mientras miraba sobre el hombro porque nos estaba contando minuciosamente. Otra novela, Desde el jardín, en la que Jerzy Korzinsky desplegaba su formidable ironía, ha perdido su comicidad en esta ácida realidad que la remeda. El talante de todas las comedias se evapora entre las caricaturas vivientes. El planeta imaginario de Orwell, esa remota fantasía de 1984, imprime su maciza geografía a las actuales conjeturas geopolíticas. La caída de las torres gemelas ya tuvo algo de las ficciones de Wells o de la atmósfera de King Kong, y advertía que no solo la naturaleza imitaba el arte, aunque fuese en el rudimento de los cómics. Somos ya personajes, la política mundial adquirió la lógica de la Lotería de Babilonia y el teatro de Becket se fue volviendo costumbrista. Parece ayer que Cabrujas, un reflexivo dramaturgo de los viejos tiempos, indicó a Venezuela como “un país campamento”. Su aire provisorio, “portátil”, como también lo dictamino un novelista, se anticipaba a la definición sociológica del “no lugar” (aunque este fenómeno de aeropuertos y centros comerciales nos sucedía en tamaño país). Entonces estaba atravesado por el vértigo petrolero y la falta sustantiva de identidad, no por la disolvente oscuridad actual. La obra de Cabrujas, El día que me quieras, acrecienta su aura melancólica ante el odio que sostiene la inclemencia oficial. También ahí se anticipaba otra literatura, capas fantásticas a la ilusión tanguera de encuentro nacional.

Junto al Corazón en las tinieblas, como un conjuro de esa negrura, vio la luz en 1902, y en el mismo Londres, La zarpa del mono. Este memorable relato de William. W. Jacobs, jovial contemporáneo de Joseph Conrad, agregaba una ironía de ultratumba a la fatalidad. El cuento retomaba en una zarpa el don de la prodigiosa lampara árabe que concedía deseos, aunque se cumplían deformados por una inflexión ominosa. La magia de la zarpa era eficaz, hizo rico al personaje, pero por el siniestro cobro del seguro de vida del hijo; luego otro pedido retornaba viva la víctima, pero desfigurada de modo atroz, hasta que la muerte aliviadora consumía el último deseo. El epílogo del relato era la condena de donar a otro inocente aquella zarpa despiadada, un talismán malévolo que heredaba las promesas del genio de Aladino para encubrir el infierno de Dante. En algún requiebro ideológico populista, o por la infaltable estupidez, la ambulatoria zarpa fue aceptada como un regalo en Venezuela, hace ya veinte años. Nunca ha cesado de responder a su manera.

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