Resolvedor
Así educada, la gente tiende a esperar que el gobierno, el actual o el por venir, sea el gran resolvedor.

Por supuesto que no se trata de regresar al pasado, a un pasado que abonó el evidentemente trágico presente.

No se trata, simplemente, de cambiar el ‘modelo’ al que algunos economistas tienden a atribuirle fuerza determinante. El rentismo y el populismo han sido patrones de referencia, instalados con fuerza de valores, usados con costosa fidelidad por las organizaciones políticas de casi todas las tendencias o ideologías. Así educada, la gente tiende a esperar que el gobierno, el actual o el por venir, sea el gran resolvedor. Un resolvedor de ancestro feudal que, mensajero de la providencia, habría de proveer limosnas y protección. Ancestro que permaneció en una tierra empobrecida y malquistada por barones sin proyecto, y en tentativas de poca permanencia en una democracia, cuando la hubo, subordinada y de bajo vuelo.

Venezuela —no su territorio— fue de siempre muy pobre. Como colonia, Capitanía General, cacaotera y cafetalera, se metió en una guerra de independencia aprovechando la coyuntura de la invasión napoleónica de España y unos reyes de marcada ineptitud. El terremoto y catorce años de guerra, batieron la población de un lado a otro, reduciendo mucho la poca cohesión comunitaria y el correspondiente cultivo de símbolos que se había logrado bajo el domino hispano. Baja cohesión y, consiguientemente, bajo vigor de valores. Ese batido poblacional continuó con las guerras de barones y caudillos, coronándose con la vertical migración que trajo la era petrolera. Una concentración urbana que algunos estiman en 90%.

Muy poca estabilidad comunitaria para que se cultivaran valores, y pobres valores para que se estabilizara esa cohesión. Dicho de otra manera, unas magras subjetividades colectivas. Flacura muy propiciada luego por el populismo.

Así estamos y así somos, de manera que el chavismo no es ninguna casualidad. Es de viejo ancestro y muy venezolano, independientemente de su confuso banderío ideológico —de raíz muy europea, por cierto—  que se esgrima.

No hay ni puede haber gran resolvedor. El curso necesario es el de reconstrucción ética, de valores que priorice la educación, formadora de esos valores (dignidad, trabajo, participación, solidaridad, diversidad, continuidad con la naturaleza…)  y competencias para trabajar, aprender, producir, crear, comunicarse… Y mucho trabajo, un  trabajo que nos aleje de la conciencia minera, de que el producto es un hallazgo, un encuentro fortuito, abundante y solo necesitado de ser repartido.

Así que no es sustituir este disparatado ‘modelo’ mal concebido y peor realizado por otros del pasado, también, a su vez, mal concebidos y realizados.

La profundización del juego democrático, en las calles y aulas, es un instrumental. Un método que, fertilizando la discusión, le amplíe las opciones a la búsqueda, la investigación y la creación. Eso es cosa de años, pero las próximas  elecciones parlamentarias será una buena oportunidad para comenzar esa reconstrucción.

En escritos anteriores me he referido a nuestra capacidad para el trabajo y la creación que se muestra en bellas cosas. Citaba la música en los cientos de orquestas, ensambles y solistas, el los productos de investigadores sociales universitarios mostrado en la Encuesta sobre Condiciones de Vida, en las propuestas de la Universidad Católica Andrés Bello, en el florecimiento del teatro, que obliga a la gente a salir de noche, más allá del miedo, para disfrutarlo en muchas salas, actores y directores.

Como se puede haber leído, es agridulce el tono. El de mis sentires, pensares y escritos. Yendo del arropante pesimismo al poético sueño con un país en espera.

 

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