José Ignacio Cabrujas 1

Hace veinte años, el 21 de octubre de 1995, en Porlamar, se marchó José Ignacio Cabrujas. Para recordarlo, publicamos un artículo de Yoyiana Ahumada, escrito dos años atrás, a propósito de su partida y de El día que me quieras, su pieza más recordada, varias veces montada y siempre muy significativa de nuestra condición venezolana. 

“(…) Yo no puedo creer mas en una revolución que simplemente se limite a hablar de justicia social; eso no me basta. Yo  quiero una revolución que me diga cuáles son los valores que se me prometen” JIC (1980)

La llegada de Carlos Gardel a la Venezuela de 1935 produjo un desmelenamiento colectivo que despertó a la provinciana ciudad de Caracas del letargo de los férreos brazos del régimen gomecista. Miles de personas se arrojaron a la calle para presenciar la llegada del primer latinoamericano global del siglo XX.

Los menos se asomaron por las celosías, vigiladas por el ojo de la restricción y las buenas costumbres. Aquel brillo de su pelo, y el chorro de voz postraron hasta al benemérito que según la leyenda urbana le regaló al artista la cantidad de cinco mil bolívares, que fueron donados por el artista al contingente de venezolanos que desde Curazao planeaba el derrocamiento del dictador a bordo de la famosa embarcación El Falke.

Recibido por una masa alocada y en plena histeria colectiva, Gardel arribó al puerto de La Guaira donde fue recibido por unas tres mil personas según reseña la revista Venezuela Grafica, que clamaban por el ídolo “del rayo misterioso” de aquel “Tomo y obligo” que tanto odiaba cantar. Tres mil almas que llenaban de flores sus pasos dirá Matilde en la obra.  “ (-…) Te enfermas y buscas una flor y preguntas dónde hay una flor antes de caer muerta, y te dicen que no hay. Esta noche en el Principal huele a magnolia”

Charles Romulado Gardés, hijo natural de Berta Guardés jamás imaginó que su mito quedaría sujeto a la inmortalidad en una pieza de teatro escrita por el hijo de una de sus fans, Matilde Lofiego, la jovencita que no pudo asistir a la representación en el Teatro Principal, donde su voz brotó sin ayuda del micrófono. Veintidós años y un marido celoso fueron suficiente cerrojo para que tuviera que conformarse con reprimir su deseo de estar allí en primera fila. Ese sueño, colmado de lágrimas daría carne y sustancia a la obra de su hijo José Ignacio Cabrujas. Lofiego. Inspirado en el cuento que pedía a su madre repetir una y otra vez, recrea aquella noche del concierto de Gardel. Cierta o no la anécdota, está recogida en el programa de mano del estreno de la pieza.

“(…) Presa de la tristeza y la frustración, no me quedó más recurso que acudir a mi imaginación… Gardel, en su recorrido, elige entre todas las casitas de esa cuadra entrar a la mía, conocer a mi familia, conversar con nosotros…y hasta brindamos con vino y champaña (…) Al cabo de un tiempo mi hijo me mostró lo que yo entendí como un homenaje y una manera de hacer realidad el sueño de una joven de veintidós años.” Había nacido la obra de teatro de José Ignacio Cabrujas El día que me quieras.

En 1979 en la misma ciudad que visitó el zorzal criollo, José Ignacio Cabrujas vislumbró la crisis del socialismo real en su obra El día que me quieras y se adelantó una década a la caída del Muro de Berlín. Esta pieza que le acarreó una acérrima crítica por parte de varios miembros del Partido Comunista de Venezuela —del cual fuera simpatizante en tiempos de fiebres juveniles— aventuró el resquebrajamiento de la Cortina de Hierro, al contrapuntear el carisma, el savoir faire del ídolo del tango Carlos Gardel, frente a un dogmático creyente del comunismo: Pío Miranda.

El encuentro entre Stalin y Gardel

Idolo de la canción popular latinoamericana, el más grande según muchos, la figura de Gardel está entretejida con el imaginario melodramático latinoamericano. En sus canciones apela a la relación edípica de un hijo con su madre por un padre ausente. Al desamor, al fracaso, al exilio, en fin, tópicos profundamente arraigados en el registro afectivo de este continente. Gardel encarna al excluido, al morocho del abasto, que se “vengó de la sociedad” que nunca lo miró a los ojos, por ser un hijo de nadie. ¿Su revancha? La fama. Gardel viene a ser un triunfador que sedujo a Europa y Estados Unidos, donde rodó unas veinte películas. En la trama de la obra de Cabrujas, Joseph Stalin y Vladimir Ilich Lenin, aparecen como una suerte de fetiches del baturrillo ideológico heredada por la izquierda latinoamericana a través de la lectura de las obras de Plejanov (Arte y vida social). El duelo que se produce entre Gardel y el emisario de Stalin es descomunal. Dos pulsiones se debaten con igual fuerza; hasta chocar y estrellarse la ideología y la idolatría. ¿Los contrincantes? El hijo bastardo de Berta Gardés, el inmigrante, morocho del abasto, voz de los desposeídos que sacó el tango del burdel y lo llevó a la Paramount Pictures, los Estudios RCA Víctor y lo legitimó. El otro, Joseph Stalin, cuyo verdadero nombre es casi impronunciable —Iosif o Jossif Vissariónovich Dzhugashvili— y que tras el triunfo de la Revolución Rusa recibió el apelativo de Stalin o Acero. Fue secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética y fiel seguidor de Lenin, creador de un imperio, líder totalitario, unificador y artífice de un régimen que participa de otra categoría del discurso, otra interpelación social: la del proletariado. Ambos, tanto el morocho del abasto como el hombre de acero, devenidos en productos de exportación: uno de mercado y otro de la ideología. A Pio, Gardel no «le divide la historia», entre otras cosas porque es un militante verbal, un looser que descolocado, como individuo en el colectivo. Así este defensor del pueblo, y airado opositor a la dictadura gomecista, paradójicamente, ignora que la llegada del astro argentino a su país «lleno de cárceles de presos políticos por una sangrienta dictadura» puede registrarse como el primer acontecimiento colectivo en el que la población caraqueña pudo escabullirse del restringido ejercicio de sus libertades públicas.

Aquella ilusión de libertad, de goce del libre tránsito, se mantuvo desde el 25 de abril cuando arribó por el puerto de La Guaira, hasta su partida de Maracaibo el 17 de mayo. La manifiesta idolatría por el cantor argentino es encarnada en la pieza por la familia Ancízar: Elvira, una empleada del correo; María Luisa, cabeza de familia y como diría el semiólogo Manuel Bermudez, dueña de su soberanía económica, una mujer independiente. En la casa del general Ancizar vive también su hermana, la ilusa y virginal novia de Pío Miranda, que anhela aprender todos los detalles del cultivo de remolachas para cuando se mude a un koljost en Ucrania y que representa esa mujer-florero, en profundo, que solo aspira a casarse y fundar una familia. Conforman el grupo familiar la sobrina de ambas, Matilde, la más joven, seducida por el cantante, mediatizada y moderna, y Plácido, el cándido hermano que recibe las doctrinas de su futuro cuñado Pío Miranda, trabaja con el empresario que trae al ideolo y espera que llegue el Stalin de visita, después de Gardel of course.

Miranda está tan preocupado por hacer una vida en la URSS, por desplazar su felicidad a una estepa siberiana, y por procrastinar su línea de vida, que no se ocupa del país en que vive y su «falsa conciencia de la realidad” lo lleva a ser un cómodo observador, un filósofo de café, un ideólogo de sobaco, frente a la dictadura a la que dice oponerse. Su militancia es un desahogo existencial, una manera de tramitar con su fracaso. Ni siquiera llega a ser un simpatizante del partido al que dice pertenecer, es un escapista. La simpleza de su militancia y de quienes lo rodean repiten como una letania las fórmulas gastadas del par capitalismo- socialismo; imperio-república libre entre otras para reducir la realidad a un maniqueísmo ramplón y simplista. El paroxismo de la lección comunista se produce con la explicación de Plácido sobre la felicidad comunista

Plácido: (…) Tú vas por la calle ¿verdad Pio y se te antoja… qué se yo: queso… Chuleta… capricho… y entras en el mercado de los fomal y pides: Dame, dame, dame… ¿Y por qué te voy a dar? Porque soy un hombre y pertenezco al género humano y tengo hambre…Toma, toma, toma. ¿No es así, Pío? Me lo aprendí de memoria,…(Cabrujas, 1991)

‘El padrecito’ —Joseph Stalin— termina derrotado cuando Pío Miranda desenmascara su fracaso ideológico en uno de los más célebres monólogos del teatro venezolano. Pio desnuda la pobreza de su justificación militante y las del propio autor, Cabrujas que ya para esa época habitaba la desazón frente al dogma comunista y, en una suerte de mea culpa, escribió y encarnó el personaje en su primera representación.

”…Soy comunista por la declaración de Aura Celina Sarabia, cocinera de la pensión Bolívar donde murió mamá. ¿Y sabes por qué se ahorcó mamá? Porque redujeron el presupuesto del Ministerio de Sanidad y hubo un error en la lista de pensionados y tres quincenas sin el dinero ¡Murió de vergüenza! Y entonces me pregunté ¿Dónde están los incendiarios de esta sagrada mierda? Y me dijeron: ¡Lee! Y aquí estoy, hablándote de mi clandestinidad (Cabrujas, 1991).

La revelación de Pío, que se esconde detrás de su desgarradora confesión, provoca el derrumbamiento del discurso totalizante, redentor y fundador de un pensamiento único. Dirá Cabrujas: “…un hombre se refugia en una idea, la proclama como parte de sí mismo y se adhiere a ella. Al hacerlo cree pertenecer, cree hacerse cierto. Pero esa idea, jamás lo explica, ni lo hace pertenecer a nada, porque en el fondo no tiene nada que ver con su vida…”

El regreso de Gardel

El 17 de julio Cabrujas habría cumplido 76 años. El 21 de octubre de 1995 se apagó su voz en Porlamar. A 18 años de su partida, su verbo resucita en el gesto del Jean Carlos Simancas cuando todas las noches en el teatro de Chacao dice “¡Buenas tardes. Me llamo Gardel! para cerrar el primer acto. Su figura legendaria regresa a estremecer a una audiencia ávida de gran teatro, del mejor teatro, en un reencuentro único con José Ignacio Cabrujas, a través de la reposición de una de las piezas más grandes del repertorio latinoamericano.

Carlos Gardel despierta en una ciudad moderna —aunque de pronto engaña con sus problemas de vialidad, limpieza, y seguridad, sumergida en la incertidumbre de los cambios revolucionarios— cualquier iniciativa de orden es un atentado contra el pensamiento único. En vez de símbolos de orgullo, como fueran sus teatros, plazas y avenidas, la ciudad debe soportar que sus principales cosos culturales, desaparezcan bajo nuevos significados. Graves señales de violación a las libertades esenciales empujan a los venezolanos a llenar las calles de protesta. Se habla de un partido único y una reelección indefinida, como si Karmeniev en el Kremlin tosiera de nuevo y el país hubiera dado un saltado atrás, en una factura pendiente con el populismo más exacerbado, danzan patulecos: Simón Bolívar, Ezequiel Zamora, Jesús, Joseph Stalin, Fidel Castro en el verbo de Hugo Chávez revivido en la obsesión maduriana por el padre ausente.

No existe el hotel Majestic donde se alojó Gardel —ha sido derrumbado— aunque el Teatro Principal, donde arrancó suspiros, logró ser rescatado del castigo a la memoria de la ciudad. No así el perrito que acompañó a Gardel en la estatua para recordar su paso y su descenso en la estación de Caño Amarillo, en el oeste de Caracas que sucumbió en las manos predadoras del hampa.

La pared comenzó a erigirse de sus cenizas y la división se ha estampado en la piel del venezolano. Aquel koljost ucraniano que alimentó la mentira de Pío Miranda, se hace carne en los gallineros verticales, en los fundos zamoranos, en los consejos comunales, en los cultivos hidropónicos, en la chequera que camina por América Latina y la línea que separa a los venezolanos y los divide en ciudadanos de primera (con ‘el proceso’ y el nuevo Kremlin) y ciudadanos de segunda (los que están en las listas del apartheid). Dieciocho y es cuesta arriba la ausencia de quien a lo largo de su obra escritural se empeñó en recordar a este país como una equivocación de la historia. Es herida abierta la de la desazón cabrujiana plasmada mas allá de las puertas del teatro, de la complicidad de la representación teatral.

@yoyiahu

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