Durante décadas, el muro de BerlÃÂn no sólo desgarró familias, una ciudad y un paÃÂs en dos partes, lo que ya es bastante malo. También era un sÃÂmbolo de la guerra frÃÂa. Representaba la división de BerlÃÂn, de nuestro paÃÂs, de Europa y del mundo en una parte libre y en una no libre.Finalmente, el muro cayó de forma completamente pacÃÂfica, sin un tiro, sin derramamiento de sangre. Fue como un milagro. La protesta pacÃÂfica de las personas de la República Democrática Alemana (RDA) habÃÂa ido cobrando impulso de forma lenta, pero continuada, a lo largo de los meses; y finalmente, era ya incontenible. El obstinado régimen del Partido Socialista Unificado (SED) de la RDA, que hasta el último momento habÃÂa rechazado reformas fundamentales, fracasó por la voluntad de libertad de las personas, tal como Konrad Adenauer, el primer canciller de la República Federal de Alemania (RFA), habÃÂa pronosticado hacÃÂa 40 años.
Después de la caÃÂda del muro, en noviembre de 1989, no iba a transcurrir ni siquiera un año hasta que alcanzáramos la reunificación en paz y libertad, con la aprobación de nuestros socios y aliados en el mundo. El 3 de octubre de 1990 pudimos celebrar el dÃÂa de la unidad alemana. Fue un triunfo de la libertad.
Por tanto, el 20º aniversario de la caÃÂda del muro es para nosotros, los alemanes, sobre todo un dÃÂa de gran alegrÃÂa y gratitud. Al mismo tiempo, también representa para nosotros una fecha importante para tomar conciencia del contexto histórico en el que cayó el muro y en el que posteriormente se produjo la unidad alemana. Porque ni la caÃÂda del muro ni la reunificación son acontecimientos inevitables de la historia, que se dieron de ese modo, sin más.
Antes bien, la caÃÂda del muro y la reunificación son el resultado de un permanente y difÃÂcil acto de equilibrio polÃÂtico que se remontaba a 1945-1949 y que siempre fue extremadamente discutido. Era el constante equilibrio entre el distanciamiento y el acercamiento. Por un lado, se trataba de mantener abierta la cuestión alemana. Por otro, se trataba de construir, en la medida de lo posible y sin renunciar a las propias posiciones fundamentales, unas «relaciones normales» entre la República Federal de Alemania y la RDA, de facilitar la vida a las personas de la parte oriental de nuestro paÃÂs y de contrarrestar el extrañamiento entre los alemanes del Este y del Oeste.
Yo jamás dudé de que el muro caerÃÂa en algún momento y de que Alemania volverÃÂa a unirse. Pero siempre fue una pregunta abierta cómo y cuándo ocurrirÃÂa esto. Durante largo tiempo ni siquiera supe si esto sucederÃÂa mientras viviera. Siempre estuvo claro que para que eso curriera debÃÂan concurrir muchas cosas; tal como sucedió durante los años 1989 y 1990. No sólo la voluntad de libertad de las personas de la RDA; no sólo la glásnost y la perestroika; no sólo la polÃÂtica de distensión entre Oriente y Occidente; no sólo el presidente de EE UU, George Bush; no sólo el secretario general soviético, MijaÃÂl Gorbachov; no sólo el canciller alemán: nadie se habrÃÂa bastado por sàsolo para llevar a cabo la caÃÂda del muro y la reunificación. Se requerÃÂa más bien una feliz â€â€me gustarÃÂa decir históricaâ€â€constelación de personas y acontecimientos.
También forma parte de la conciencia histórica saber que con la caÃÂda del muro aún no se habÃÂa conquistado la unidad. Al contrario, nada estaba aún decidido el 9 de noviembre de 1989. Es cierto que se habÃÂa abierto una rendija en una puerta, pero nada estaba decidido todavÃÂa en el dÃÂa en que cayó el muro. La reunificación de nuestro paÃÂs era más bien una lucha de poder polÃÂtico en torno al statu quo europeo y a los intereses de seguridad en el Este y el Oeste. Hasta el último momento, fue un acto de equilibrio en el campo de tensión de la guerra frÃÂa.
Para describir la situación en la que yo me encontraba entonces me gusta citar a Otto von Bismarck, porque no hay una imagen mejor: «Cuando el manto de Dios pasa por la historia, hay que saltar y agarrarse a él».
Para eso tienen que darse tres requisitos: en primer lugar, hay que tener la visión de que se trata del manto de Dios. En segundo lugar, debe sentirse el momento histórico; y en tercer lugar, hay que saltar y (querer) agarrarse a él. Para esto no sólo se requiere valor. Se trata más bien de valor e inteligencia. Porque en la polÃÂtica no se puede actuar como el general Zieten, que decidió batallas a favor de Federico el Grande de Prusia irrumpiendo desde el bosque y arrollando al enemigo en un ataque por sorpresa; eso no es ningún modelo para la polÃÂtica.
La polÃÂtica requiere sentido de lo factible, y también sentido para saber lo que es tolerable para los demás. Esto se aplicaba en especial a la cuestión alemana, y de forma muy singular a la época posterior a la caÃÂda del muro. El proceso de unificación polÃÂtica era sensible en extremo, porque nosotros, los alemanes, no estábamos solos en el mundo. En el momento en que la unificación parecÃÂa al alcance de la mano, hablar en defensa de la unidad alemana o embarcarse en discursos nacionalistas hubiera sido perjudicial en alto grado para la causa de los alemanes. Interiormente yo estaba, especialmente tras la caÃÂda del muro, mucho más adentrado en el camino de la unidad de lo que podÃÂa manifestar externamente.
Un ejemplo especialmente pertinente de lo que digo es mi programa de diez puntos, que presenté en solitario â€â€es decir, sin someterlo a consulta alguna en el ámbito de la polÃÂtica nacional o internacional en el Bundestag dos semanas y media después de la caÃÂda del muro, el 28 de noviembre de 1989. Como objetivo, en el punto décimo mencionaba expresamente la recuperación de la unidad estatal de Alemania, pero renunciaba conscientemente a fijar sus plazos. Con la hoja de ruta expuesta en diez puntos tomé la iniciativa en el camino hacia la unidad alemana y marqué inequÃÂvocamente la dirección. Esto era entonces lo máximo a lo que podÃÂa atreverme. Las reacciones lo volvieron a dejar claro.
(…) Yo siempre habÃÂa trabajado en el sentido de una reunificación de mi paÃÂs. Mi más profunda convicción era que tenÃÂamos que dejar abierta la cuestión alemana hasta que llegara el momento. A este respecto siempre me he visto en la continuidad de Konrad Adenauer. El primer canciller de la República Federal de Alemania marcó los cambios de aguja decisivos en la cuestión alemana. Desde el principio, Adenauer tenÃÂa un rumbo claro. Tras la Segunda Guerra Mundial, querÃÂa devolver a Alemania a la comunidad de los pueblos libres, querÃÂa una Europa libre y unida con una Alemania libre y unida. Estaba claramente al lado del Occidente libre, no deambulaba entre Occidente y Oriente. Para él, la integración de la República Federal en el Occidente libre y la vinculación a EE UU eran inequÃÂvocamente prioritarias a la reunificación alemana, que jamás perdió de vista tampoco.
AsÃÂ, el 5 de mayo de 1955, dÃÂa en el que las potencias occidentales declararon la soberanÃÂa de la República Federal, en el que la República Federal entró en la Unión Europea Occidental y en el que fue
aceptada en la OTAN, Konrad Adenauer proclamó: «Vosotros nos pertenecéis, nosotros os pertenecemos. Siempre podéis confiar en nosotros, porque junto con el mundo libre no tendremos descanso ni
pausa hasta que también vosotros hayáis reconquistado los derechos humanos y estéis pacÃÂficamente unidos con nosotros en el mismo Estado».
También defendió obstinadamente que se reservara en exclusiva a la República Federal el derecho de representación de Alemania. Hoy hay a quien esto le parece una obviedad; pero en los inestables años posteriores a la Segunda Guerra Mundial era extremadamente incierto.
(…) La brutal represión del levantamiento popular de la RDA el 17 de junio de 1953 por las tropas soviéticas reafirmó a Konrad Adenauer en la idea de que no habÃÂa una alternativa responsable a la integración en Occidente. Fue correcto que, en respuesta a la Nota de Stalin de marzo de 1952, los aliados occidentales, de acuerdo con el canciller federal, exigieran elecciones libres en toda Alemania como requisito para dar pasos ulteriores, pues la condición de Stalin era una Alemania neutral. Adenauer partÃÂa, con razón, de que una Alemania neutral crearÃÂa un vacÃÂo de poder en Europa que llenarÃÂa la Unión Soviética. El hecho de que durante su periodo de gobierno lograra, a pesar de todo, que en 1955 los últimos prisioneros de guerra alemanes retornaran de la Unión Soviética, subraya que para él la vinculación a Occidente no era un dogma que obstaculizara la salvaguardia de los intereses nacionales en el Este.
Desde mi punto de vista, las convicciones de Adenauer nunca habÃÂan perdido actualidad: una reunificación sin una firme integración en las alianzas occidentales hubiera llevado a nuestro paÃÂs a la neutralidad. La consecuencia hubiera sido en última instancia una Alemania no libre en el ámbito de poder de la Unión Soviética. Por consiguiente, la caÃÂda del muro del 9 de noviembre de 1989 y la reunificación alemana del 3 de octubre de 1990 son, no en último término, la impresionante confirmación tardÃÂa del consecuente rumbo de Adenauer de vinculación a Occidente con la reserva de la reunificación, rumbo al que nos hemos mantenido firmes a lo largo de los años.
Es también cierto que mantener la firmeza en la cuestión alemana se fue haciendo más y más difÃÂcil, porque el espÃÂritu de la época se oponÃÂa a ello cada vez con mayor fuerza. Cuanto más duraba la división, mayor era en la República Federal el grupo de quienes, cuando menos, se acomodaban a los dos Estados y querÃÂan aceptar la división de Alemania como realidad. Ya en los años setenta, la unidad era asunto primordial sólo para unos pocos en nuestra nación. No la mayorÃÂa de la gente, pero sin duda una mayorÃÂa de la clase polÃÂtica de nuestro paÃÂs habÃÂa renunciado hacÃÂa tiempo a la idea de la unidad. Esta postura era común a todos los partidos; la diferencia entre ellos estribaba en dónde estaba la mayorÃÂa del partido y dónde sus lÃÂderes.
Quien defendiera entonces la unidad era considerado o trasnochado o agitador de la guerra. Aún me acuerdo muy bien de aquella época en la que llegué a Bonn como lÃÂder de la oposición, en 1976. Como yo era uno de los pocos que aún creÃÂan en la unidad alemana, me gané la fama de ser un halcón. Cuando tomé posesión como canciller en 1982, mis adversarios polÃÂticos dentro de Alemania atizaron de inmediato los temores a que conmigo como jefe de Gobierno se iniciarÃÂa una supuesta «nueva edad del hielo» entre el Este y el Oeste. Mis adversarios se equivocaron, porque ocurrió lo contrario: bajo mi liderazgo polÃÂtico se fijaron los cambios de agujas esenciales en el camino hacia la unidad. Impulsé el proceso de integración europeo en tándem con el presidente francés, François Mitterrand. Me esforcé en lograr mejoras muy concretas de las condiciones de vida de los habitantes de la RDA, intenté no dar ningún motivo para las tensiones entre el Este y el Oeste, también mostré disposición al diálogo con la Unión Soviética, abràposibilidades de cooperación y me mantuve firme, sin embargo, en mis posiciones básicas respecto a la polÃÂtica sobre la unificación alemana.
Con mi polÃÂtica seguàla lógica de Adenauer: la unificación europea y la unidad alemana son las dos caras de la misma moneda. Al principio de mi etapa como canciller, el proceso de unificación europea pasaba por una de sus horas más bajas. Muchos habÃÂan dejado de creer en la idea de Europa como casa común. (…) Cuando en 1989 la reunificación pasó a la agenda polÃÂtica, quedaban muchas cosas por hacer, pero con mi participación se habÃÂan logrado progresos esenciales: en los años ochenta habÃÂamos firmado el Acta Única Europea con la que, entre otras cosas, se completaba el mercado único europeo. Ya desde mediados de los años ochenta, junto con el presidente francés, Mitterrand, habÃÂamos marcado el camino para la introducción de una moneda común europea.
En cuanto a la polÃÂtica sobre la unificación alemana, al acceder a la cancillerÃÂa dispuse que se ampliara el informe anual sobre el estado de la nación y que al tÃÂtulo se le añadiera «en la Alemania dividida».
Consideraba que se enviaba asàuna señal importante, tanto hacia el interior como hacia el exterior. Con el crédito de miles de millones a la RDA, gestionado principalmente por Franz Josef Strauss -con mi cobertu-ra-, retomamos las conversaciones con la RDA y logramos como contraprestación considerables mejoras humanitarias, como el desmantelamiento de las minas antipersona en la frontera entre las dos Alemanias, asàcomo facilidades para la reunificación familiar y los intercambios comerciales mÃÂnimos.
La decisión de todas las decisiones en el camino hacia la unidad alemana fue el doble acuerdo de la OTAN [oferta a los paÃÂses del Pacto de Varsovia de un acuerdo para limitar los misiles de alcance medio, combinada con la amenaza de desplegar armas nucleares de alcance medio en territorio europeo en caso de no llegar a un compromiso] que mi predecesor, Helmut Schmidt, impulsó contra la voluntad de su partido y que yo impuse en nuestro paÃÂs frente a todas las resistencias. Hoy sigo tan convencido del acierto de esa decisión, como de lo difÃÂcil que fue tomarla en su momento. Fue una decisión muy solitaria. TodavÃÂa hoy tengo ante los ojos la imagen de los cientos de miles de manifestantes que salieron a la calle contra el doble acuerdo de la OTAN. TodavÃÂa me acuerdo del gesto gélido de los socialdemócratas cuando el socialista Mitterrand, en un discurso ante el Bundestag, se puso incondicionalmente de nuestra parte, incluso en contra de sus correligionarios alemanes… que con su rechazo estaban completamente aislados en Europa occidental.
Estoy convencido en lo más hondo de que sin el doble acuerdo de la OTAN el muro no habrÃÂa caÃÂdo en 1989 y de que en 1990 no habrÃÂamos alcanzado la reunificación. El mundo habrÃÂa tomado un curso
completamente distinto. El riesgo era evidente. Sin el doble acuerdo de la OTAN [el estacionamiento de nuevos misiles nucleares en territorio de la RFA, que fue considerado una señal fuerte de alianza
con Occidente], la amenaza era un masivo desplazamiento del poder en Europa a favor de la Unión Soviética. La OTAN, con los estadounidenses, se habrÃÂa retirado paso a paso de Europa central. La
consecuencia habrÃÂa sido que al menos la República Federal de Alemania, Austria y la RDA, y tal vez los paÃÂses del Benelux e Italia, se hubieran convertido en las denominadas «zonas libres de armas nucleares y desmilitarizadas», mientras que la Unión Soviética habrÃÂa extendido su ámbito de influencia y, sobre todo, se habrÃÂa beneficiado de la potencia económica de la República Federal. (…)
Mi Gobierno también defendió las posiciones fundamentales de nuestra polÃÂtica sobre la unidad de Alemania. Entre ellas se contaba, sobre todo, la cuestión sobre la nacionalidad alemana. Me acuerdo muy bien del encendido debate que se desarrollaba precisamente en la época en la que accedàa la cancillerÃÂa. El reconocimiento de la nacionalidad de la RDA serÃÂa, a lo largo de los años, una de las exigencias más tozudas de Honecker al Gobierno de la RFA. Yo tenÃÂa buenas razones para mi rotundo rechazo. Al renunciar a una sola nacionalidad alemana, habrÃÂamos renunciado de forma simultánea a la idea de una sola nación alemana, y habrÃÂamos disuelto con ello el lazo decisivo de comunidad entre las personas de ambas partes de Alemania y habrÃÂamos privado a las personas de la RDA una protección esencialÃÂsima y una buena medida de esperanza. Entre las consecuencias prácticas, habrÃÂa estado que en 1989 HungrÃÂa no habrÃÂa tenido base alguna en el derecho internacional para posibilitar de forma «legal» a nuestros conciudadanos el camino hacia la libertad. Y las personas de la RDA tendrÃÂan que haber solicitado asilo entre nosotros, como extranjeros.
Mantuve la invitación de mi predecesor Helmut Schmidt a Erich Honecker cuando accedàa la cancillerÃÂa. Era necesario mantener el diálogo con la otra parte de Alemania. Cuando el secretario general del SED visitó finalmente Bonn en 1987, ligué la visita a la condición de que nuestros discursos en la zona oficial fueran emitidos en directo en la parte occidental y, sobre todo, en la parte oriental de nuestro paÃÂs. Millones de personas de la RDA miraron aquella noche a través del telón de acero y pudieron ver en el televisor cómo le dije a Honecker: «La conciencia de la unidad de la nación está tan viva como siempre, y es inquebrantable la voluntad de mantenerla. En lo que respecta al Gobierno federal repito: el preámbulo de nuestra Ley Fundamental no es negociable porque responde a nuestra convicción. Ésta quiere una Europa unida, y llama a todo el pueblo alemán a completar la unidad y libertad de Alemania en libre autodeterminación».
(…) Como la CDU, también los socialdemócratas se sintieron siempre obligados a la cuestión alemana. Sin embargo, la diferencia entre ellos y nosotros consistÃÂa en que el SPD tenÃÂa una orientación cada
vez más acusadamente nacional, y nunca aceptó la prioridad de la integración en Occidente con todas sus consecuencias. Mientras que la CDU, en su acto de equilibrio entre el acercamiento y la distancia, mantuvo siempre un claro distanciamiento, el SPD más bien mantuvo un curso de acercamiento al SED. (…) Naturalmente, también habÃÂa entre las filas de la CDU, conforme al espÃÂritu de los tiempos, defensores de un mayor acercamiento a la RDA y al régimen del SED, pero fueron marginales, nunca mayoritarios.
(…) Los aliados decisivos en nuestro camino fueron los estadounidenses. Una vez más, mostraron ser más una potencia protectora que una potencia ocupante, y se acreditaron como amigos de los alemanes. Desde el punto de vista del contenido, el discurso más importante de un presidente estadounidense respecto a la relación germano-estadounidense fue el que sostuvo George Bush a finales de mayo de 1989 en Maguncia, pocos meses después de ser elegido presidente de Estados Unidos. Fue una proclamación muy consciente, dirigida también a nuestros socios europeos y a la Unión Soviética, cuando Bush, en el contexto de las transformaciones geopolÃÂticas, llamó a Estados Unidos y Alemania «partners in leadership» [socios en el liderazgo]. Durante la totalidad del proceso de unificación, siempre pude confiar personalmente en mi amigo George Bush, con quien durante todo el tiempo me concerté de forma estrecha. (…)
Muy similares eran las cosas con MijaÃÂl Gorbachov en lo referente a la confianza personal, aunque muy distintas en lo que tocaba a la cuestión alemana. El jefe de Estado de la Unión Soviética en un
principio no querÃÂa la unidad alemana. (…) Con las palabras glásnost y perestroika abrió el camino a las transformaciones de todo el bloque oriental. Igualmente, y eso he podido constatarlo una y otra vez en mis conversaciones, no querÃÂa pensar hasta el final las consecuencias de su rumbo reformista. QuerÃÂa la apertura del bloque del Este, pero no querÃÂa ver o darse cuenta del final que se derivarÃÂa necesariamente de él, también para la Unión Soviética. Su gran mérito sigue siendo que amoldó una y otra vez su polÃÂtica a las necesidades. Sobre todo, muestra de esto es que en los agitados dÃÂas de la caÃÂda del muro de BerlÃÂn mantuvo los tanques soviéticos en los cuarteles y no hizo reprimir sangrientamente la rebelión. Durante todo el proceso de unificación mantuvo la lÃÂnea pacÃÂfica. Nosotros, los alemanes, jamás podremos estarle lo bastante agradecidos por su valor. Con esto también él se expuso a un gran riesgo personal. En 1989 y 1990, MijaÃÂl Gorbachov tuvo que vivir bajo el temor constante de ser apartado mediante un golpe de Estado por los enemigos de las reformas en la Unión Soviética. Para nosotros esto habrÃÂa significado que de la noche al dÃÂa se volvieran a levantar sobre la frontera el muro y las alambradas, y que la cuestión de la unidad alemana quedara aplazada durante años.
MijaÃÂl Gorbachov pagó un alto precio por su lÃÂnea pacÃÂfica. Me acuerdo bien de cómo Gorbachov, en su visita de junio de 1989 a Bonn, bajo la impresión de la gorbimanÃÂa en la RFA, me dijo que en su visita a la Markplatz de Bonn se habÃÂa sentido como en la plaza Roja de Moscú. Cuando años más tarde, a finales de los años noventa, después del desmembramiento de la Unión Soviética, crucé con MijaÃÂl Gorbachov la plaza Roja de Moscú, la gente se apartaba de él.
Nuestros vecinos y socios europeos vivieron la caÃÂda del muro y la perspectiva de la reunificación alemana como una conmoción. Muchos contaban con que la unidad alemana llegarÃÂa, pero no mientras
vivieran, ni desde luego en aquel momento. Por tanto, la caÃÂda del muro fue levemente inoportuna para la mayorÃÂa de ellos. (…) De entre nuestros aliados europeos, sólo uno estuvo desde el principio
firmemente a nuestro lado: el presidente del Gobierno español, Felipe González, que ni un solo minuto permitió que surgiera la duda de dónde estaba su lugar. Margaret Thatcher fue la más franca entre los adversarios de la unidad y afirmó: «Prefiero dos Alemanias a una». También dijo: «Ã‚¡Hemos derrotado dos veces a los alemanes, y aquàestán otra vez!». La jefa del Gobierno británico, que finalmente,
comprendiendo la inevitabilidad del proceso, dejó de cerrarse a la reunificación de nuestro paÃÂs, habÃÂa apostado equivocadamente por que Gorbachov jamás aceptarÃÂa la pertenencia a la OTAN de una Alemania unida. En esto, al menos en un principio, estuvo de acuerdo con François Mitterrand.
También del presidente de la Grande Nation vino alguna palabra poco amistosa antes de que finalmente se decantara por una posición clara y favorable a los alemanes. El cambio de Mitterrand, desde una postura inicialmente crÃÂtica hacia la reunificación hasta la aprobación, sin duda se basó de forma fundamental en que una vez más pude convencerle de esto: la unidad alemana y la unidad europea eran para màlas dos caras de la misma moneda.
* Este texto es un amplio extracto del prólogo de Helmut Kohl a su libro De la caÃÂda del Muro a la reunificación. Mis Memorias, que acaba de publicar Knaur Taschenbuch Verlag. La versión en castellano es responsabilidad de EL PAÃÂS. Traducción de Jesús Albores.