Me he pasado todo el trayecto de Barcelona a Flaçà –un pequeño pueblo en la Costa Brava, camino a Francia– recordando el final de Soldados de Salamina, en el que su protagonista, un escritor llamado Javier Cercas viaja en un tren. Al verlo en la estación, no puedo evitar pensar que tengo una cita con un personaje de ficción.

Normalmente, no suelo confundir al personaje con la persona, pero en el caso de Cercas es imposible no hacerlo. En buena parte de sus libros hay un escritor que se parece a él. Y mientras he seguido sus peripecias siempre lo he visto a él, y no digamos a Ariadna Gil (a David Trueba se le ocurrió convertir al protagonista en una chica en la versión cinematográfica), con estas mismas gafas y la misma melena crecida revuelta por la brisa que tiene en la foto de la solapa de mi ejemplar de Soldados de Salamina. Su álter ego novelesco es casi siempre un escritor o un periodista, o un escritor periodista, que busca desvelar un enigma y en el proceso encuentra el éxito o el fracaso, o las dos cosas a la vez. Después de saludarnos, me dice que su coche está a pocos metros, un Mercedes cubierto de polvo. Desde el auto, puedo ver las bolas de paja desplazándose por los campos. Las vacas, blancas y aburguesadas, ni se inmutan en el Ampurdán, una de las zonas agrícolas más ricas de Cataluña y destino vacacional de las familias adineradas de los alrededores. Cada verano, Cercas pasa un par de meses por aquí, en Parlavà, junto a su mujer e hijo. Aunque el escritor en realidad nació a cientos de kilómetros, en Ibahernando, Cáceres, nada de lo que nos rodea le es ajeno. “Soy un niño rural frustrado”, admite. Hijo de un veterinario de animales de granja –“a mi viejo no le interesaban los libros; a mí no me interesaban los animales”–, su familia se trasladó cuando él tenía apenas cuatro años a Girona, donde pasó lo que le quedaba de infancia, toda su adolescencia y parte de su juventud.

Hace ya un tiempo que Cercas viene liberando sus demonios literarios entre las murallas de esta ciudad de callejones medievales y estaciones solitarias (también en las remotas sedes de las universidades yankees, como la de Illinois, donde estudió, y donde en 300 km. a la redonda sólo hay campos de maíz más profesores y estudiantes). Su nueva novela no va a ser la excepción. Así que recorrer Girona en un viejo coche, como en una road movie catalana y con Cercas al volante, es como visitar localizaciones. –Mi siguiente novela transcurre básicamente aquí [tomad nota, periodistas culturales] –nos explica–. La primera parte en el verano de 1978 y la tercera a lo largo de la primera década de 2000, casi hasta hoy mismo. Cuando pasamos frente de la imponente casa natal de Josep Pla, en Palafrugell, suelta de repente: –¿No es preciosa? Una amiga dice que justo al lado van a montar un McDonald’s. O algo así. Pero él promete llevarme a su lugar favorito de la Costa Brava, de hecho el sitio más bonito de la costa, añade, y yo me entusiasmo: –¿Girona es tu Macondo? – No, si acaso, mi Macondo es Ibahernando: por eso apenas he escrito sobre él.

A hora que la Costa Brava se extiende en toda su plenitud de calas y montañas, podría aparecer fumando por esa calle Roberto Bolaño, el gran escritor chileno, que vivía al lado, en Blanes, y quien –por cierto– aparecía como personaje en la segunda mitad de Soldados de Salamina. En esa novela, un escritor fracasado buscaba desentrañar la identidad del miliciano que en plena Guerra Civil, durante un fusilamiento masivo de presos franquistas, le perdonaba la vida a Rafael Sánchez Mazas, el fundador e ideólogo de La Falange. Un escritor llamado Roberto Bolaño le daba la clave que conduciría al emocionante descenlance de un libro que fue admirado por lectores y críticos hace exactamente una década (¡feliz aniversario, Cercas!). Podría aparecer Bolaño, decía, si no estuviera muerto, aunque su fantasma –más aún ahora que se ha vuelto un cadáver exquisito y lo lee hasta Oprah– se entromete en nuestra charla, camina con nosotros y se sienta a nuestra mesa. –Vila-Matas, Bolaño y yo éramos unos perdedores, sin éxito, sin fama–recuerda Cercas, casi sin aire mientras descendemos la cuesta–. Un día, en Blanes, los tres, con mujeres y niños, cenamos en un chino; Bolaño empezó a burlarse de nuestras brillantes carreras: “Yo sé quién va a ser el primero que va a ganar el Cervantes”. No éramos nadie; nos reíamos como locos. Vila-Matas era un escritor conocido pero menor, Bolaño no había ganado ni el Herralde y mis libros no los conocía ni mi madre. Éramos tres pinches, tres desgraciados. Vila-Matas era el más conocido. En un determinado momento, no sé por qué, Vila-Matas y yo salimos a la calle fingiendo que nos íbamos a pegar. Lautaro, el hijo de Bolaño, salió entusiasmado a ver cómo nos partíamos la cara y nosotros empezamos a fingir golpes fuera mientras Bolaño dentro seguía: “El primero que va entrar a la RAERAERAE…”; “el primero que va a….”. Yo ya no me acordaba de esta anécdota, debía haberme bebido todo el whisky del chino, me la recordó mi mujer el otro día.

Antes de escribir para El País y de vender miles de novelas, Cercas era un extraño en el mundillo literario. Conocía al poeta chiflado que todo el día estaba al pedo, al otro poeta chiflado… y ya está. Catalanes todos y poetas todos. En esos días de anonimato, pensaba Cercas en la inutilidad de la virtud, justamente en la idea germen de Soldados de Salamina. Ser bueno no sirve para nada, se decía, acabarás en un puto asilo, olvidado, más solo que la una. Cuando volvió de Barcelona a Girona, en 1999, pensó que ya no sería escritor, pese a que toda su vida no había hecho otra cosa que prepararse para eso. Era el olvido, la renuncia, “Girona era mi residencia de ancianos”. El único que no le creyó fue Bolaño. Escribió un artículo sobre él porque creía que “no podía no ser escritor”. En cierto modo, meter a Bolaño en el libro fue la forma de agradecerle su fe en él. Para seguir con las ironías bolañezcas, el primero de los tres que vendería libros, pero muchos libros, el primero que iba a probar las mieles del reconocimiento masivo, sería el más joven de todos, el menos experimentado, al que Vila-Matas fingía pegar esa tarde saliendo de un chino, mientras Bolaño se partía de la risa. –Mi éxito como escritor es un malentendido. Algún día se va a descubrir y van a correr a pegarme. Pim, pam, pum.

En el restaurante de Calella de Palafrugell, nuestra mesa mira al mar. En este pueblo, Joan Manuel Serrat compuso su canción Mediterráneo. Es un lugar para abrir el pecho y agradecer a voz en cuello haber nacido aquí. De niño, Cercas venía a esta misma playa encantadora de luminosa arena blanca, rocas, árboles erguidos de copas altas y botes de pescadores. Tenía razón, si éste no es el lugar más bonito de la Costa Brava, se le parece mucho. Yo pido casi todo lo que me apetece. Él recomienda las patatas Buthan, también pedimos arroz caldoso, tagliatelle de mariscos y hasta hamburguesa con patatas; y vino blanco. Comemos del mismo plato, como dos amigos. –¿No es un poco raro que cada vez que sale un libro tuyo el público y la crítica estén de acuerdo? –Sí, algo pasa, es raro, sí, puede ser. Yo soy un tipo al que le gusta escribir y nada más, y ocurrió esto. En fin, a veces te sientes un farsante…

Poco después de vender miles de ejemplares y cuando todos pensaban que iba a sufrir el síndrome de Salinger (la enfermedad del escritor brillante que publica una obra maestra y se queda mudo), este hombre que rebaña nuestro plato escribió una nueva novela sobre un personaje, otra vez trasunto de sí mismo, que se ve corrompido por el éxito. Se llamó La velocidad de la luz. Los odiosos periodistas, entonces, le acosaron con preguntas a cerca de lo autobiográfico en sus textos. –Eres el envidiado prototipo del que sale de la nada y lo consigue todo… –No es para tanto. De todos modos, siempre he sido un poco exagerado. O nada nada nada o todo todo todo todo. La velocidad de la luz fue de alguna manera un bajón. El libro fue muy bien, pero no como Soldados de Salamina. Ni podía ni debía serlo. ¿A cuántos escritores les ha perseguido y hasta paralizado la idea de ser unos farsantes? De repente nuestra mesa se ha empezado a llenar de escritores fantasmas. –Un día le conté eso a Monterroso y me dijo que creía que era verdad, que a Juan Rulfo el éxito lo mató como escritor, que después de su impacto cogió miedo a publicar. Yo preferí escribir como si no hubiera pasado nada. Tener notoriedad puede ser un vicio. Me llega a pasar esto a los 25 y no vuelvo a escribir nunca más. Cercas imagina a Salinger retirándose, no por modestia o por humildad, sino por soberbia, porque no soportaba no ver su cara cada mañana en The New York Times. La ocultación es otra forma de exhibicionismo. –¿Has leído el libro de la hija de Salinger? –continúa Cercas–. Es escalofriante. Su padre era un loco, un excelente escritor pero un loco. Salinger consiguió convertirse en un mito pero machacando a los demás, a su familia y a sí mismo. –¿Lo harías tú? –No, porque no soy lo suficientemente valiente. O lo suficientemente autodestructivo.

Hace poco, Cercas cruzó la frontera mexicana con su hijo adolescente, alquiló un coché carísimo y se echó a recorrer California, el tipo de cosa que hace que un hijo idolatre a su padre. Pero no siempre fue así. –A mi familia le perjudicó que yo me convirtiera en un escritor conocido. Vivíamos en Girona y ahí yo era hiperconocido. Eso no fue bueno. No la literatura, sino el éxito, que puede estar muy bien, pero a mucha gente le sienta muy mal. Yo trato de que me afecte lo menos posible. Pero para mi familia tuvo contrapartidas no deseadas. Cercas asegura que el fracaso, no obstante, no le es nada esquivo, más bien es que ha fracasado entre libro y libro. –Mis libros casi siempre surgen de fracasos. Soldados de Salamina nació de un fracaso, intenté escribir una novela sobre la Guerra Civil y fracasé; a las 150 páginas lo dejé. Quise escribir otra maldita novela sobre la Guerra Civil. Y salió otra novela fracasada.

Los fracasos son los que más te enseñan. Nos hemos tomado ya una botella de vino y no dejamos de parlotear. De hecho, yo no dejo de interrumpirlo. El Cercas en movimiento –no el Cercas inmóvil de la foto de mi libro, ni el que creó mi imaginación a partir de sus novelas– tiene mil caras que se suceden. Es un hombre de muecas. Frunce el ceño, deja la boca abierta varios segundos, se muerde los labios inferiores, aprieta los ojos detrás de los cristales de su gafas o levanta las cejas por encima de éstos, suda y todo le divierte. Cercas no sólo es él y su doble literario. Hay muchos más Cercas a un metro de mí. Suena mi móvil. –Normal –dice bromista–. No me extraña que tu marido esté inquieto. Pero dile que soy el tipo menos peligroso del mundo. Y es verdad. Ahora hará una confesión de alto calibre. –Con las mujeres siempre lo hacía fatal y lo sigo haciendo fatal, bordeando la catástrofe y en los límites del ridículo más descomunal… Yo de niño estaba muy bien, era bueno en los deportes, muy buen estudiante, muy sociable, pero cuando empezó lo de las mujeres lo hacía fatal. Por eso me hice escritor, porque no sabía cómo hacerme interesante; no era ni rico ni nada. Luego descubrí que era mentira, las mujeres no se fijan en los escritores. ¡Las mujeres miran la pasta! Bueno, los hombres también. –Deberías escribir sobre eso –le digo–, sobre tu torpeza con las mujeres, algo como las visiones del sexo que tienen tipos como Philip Roth o Houllebecq, un poco desesperadas y patéticas. Nos reímos. –Tengo un pudor natural, supongo –dice finalmente–.

Ahora que lo pienso, El vientre de la ballena (novela que publicó justo antes de Soldados de Salamina) habla de las relaciones entre hombres y mujeres, que por otra parte refleja bastante bien mi torpeza total en este asunto. Es la novela con más mujeres que he escrito. El sexo esta ahí, aunque no sea ni muy visible ni muy directo. Le digo que sus personajes femeninos son estúpidos. Él las defiende, dice que son más listas que los tíos, que se creen inteligentes. La vida real del Cercas real está llena de mujeres. La suya es una familia matriarcal. –Mi madre no estudió, mis hermanas tampoco, pero siempre son las que me dicen: “¿Pero adónde vas, desgraciado, gilipollas?”. Por eso, frente al intelectual incapacitado para la vida, protagonista de mis novelas, ese tontorrón, las mujeres siempre son más listas. Mi mujer también es mucho más lista que yo. Vuelve a sonar el teléfono, esta vez es el suyo. –Sí, Mercé, ¿qué tal vosotros? No sé, acabaremos… como a las seis, por ejemplo. Cuelga. Si la realidad es caótica, dice Cercas, la literatura es ordenada.

En su libro sobre el 23 F, Anatomía de un instante, Premio Nacional de Narrativa 2010, el escritor busca darle un orden al desbarajuste buscando la verdad literaria y la histórica al mismo tiempo. Un retrato sin ficción de uno de los episodios de la Historia de España más intensamente fabulados. Partiendo del análisis casi anatómico del registro audiovisual de ese día, Cercas llega a rastrear cada una de sus implicancias sociales, políticas y humanas. –Me metí en un auténtico avispero –explica–. El pez enjabonado de la historia española, un hecho sobre el que todo el mundo sabe o cree saber, del que todo el mundo habla, sobre el que cada español tiene una teoría, el punto donde confluyen todos los demonios históricos del país. El golpe del 23 de febrero es nuestro asesinato de Kennedy. Los tres protagonistas de Anatomía de un instante, sostiene el escritor, son héroes de la traición. Un general franquista, un líder comunista y un dirigente falangista traicionan un pasado corrupto y erróneo para construir un acierto: sin la gran traición de esos tres tipos hubiese sido imposible la democracia en España. ¿Qué mueve a un escritor a escribir sobre esta historia tan obscenamente manoseada?

En la respuesta a esta pregunta, quizá, radica el misterio de un libro trascendente y de todos los libros trascendentes. En ese preciso instante en que se cruzan la historia personal y la historia colectiva. Por eso, en el emotivo cierre de Anatomía de un instante, el narrador descubre que en realidad ha querido contar la historia de Adolfo Suárez, quieto en su escaño mientras la balas le zumbaban en los oídos, para entender a su padre muerto, el veterinario de granja, un suarista de corazón con el que se pasó la vida hablando de política. Javier Cercas dejó de ser un autor desconocido cuando empezó a escribir de cosas que le interesarían a su padre, a abordar en sus ficciones la historia reciente de España. Y así, casi sin querer, además de en un autor popular, se convirtió en un escritor político.

En un famoso artículo, muy importante para el posterior éxito de Soldados de Salamina, el Premio Nobel Mario Vargas Llosa escribió sobre aquella novela y sobre Cercas: «Señores, esto es un escritor comprometido y ésta es la literatura comprometida de hoy». –Vargas Llosa y yo quedamos a cenar –recuerda Cercas–. Fue el 11 de septiembre de 2001 [el día del atentado a las Torres Gemelas]. El restaurante estaba totalmente desierto. Le dije: «Esto de llamarme escritor comprometido no me lo dices en la calle». Se rió. Yo también me reí. Para mí y para la gente de mi edad, escritor comprometido es como mentar a la madre. No me hagas reír, abominábamos de eso. Tú generación es así pero la mía ya nació descreída. Mis maestros eran los posmodernos norteamericanos, tipo Donald Barthelme, luego me tocó, me tocó serlo, me tocó ser un escritor político. Al final he tenido que darle la razón a Vargas Llosa. Soy un maldito escritor comprometido.

Muchos no le perdonan que haga literatura de la Historia, que intervenga en los hechos, que experimente con la verdad, que la relativice, que haga bailar a un personaje real con uno inventado en un baile que nunca existió, que se confunda con su narrador, que practique lo que los literatos llaman ficción autobiográfica. Ésa es, por ejemplo, la razón de que el periodista español ArcadiEspada, autoproclamado paladín de la verdad verdadera (que tan a menudo es la máscara de la verdadera mentira) y profesional del dogmatismo indignado, lo tenga siempre en su punto de mira (se puede ver en Internet cómo un debate intelectual puede degenerar en ida de olla, calumnia y difamación). Y es que, entre los apasionados detractores del escritor, hay hasta los que acusan a su escritura de lindar con lo sentimental: esas galopadas emocionales en las que algunos se esfuerzan en detectar cursilería (huachafadas, decimos en Perú). Aunque el propio Vargas Llosa discrepa. Para él, «ese final peligrosísimo, a las orillas de la sensiblería, fue el gran triunfo de Soldados de Salamina«. –La gente dice que es una novela emocionante –comenta al respecto Cercas–. Eso me halaga mucho. Aunque en realidad es una novela muy cerebral, hasta que al final hay una especie de énfasis elegíaco; ahí sí, la emoción se derrama y de algún modo contamina retrospectivamente todo el libro. No era algo previsto, salió así. Es más: en teoría yo soy contrario a ello. Pero salió así y ya no puedo ni quiero cambiarlo, porque el libro me lo pidió a gritos. Un escritor que no es capaz de traicionar de vez en cuando sus propias teorías, porque la narración lo exige, no es un escritor. Los prejuicios contra la emoción han mutilado a muchos escritores por cobardía, por pensar en los críticos y no en el libro que están escribiendo.

El primer libro de un autor español que leí en España fue Soldados de Salamina. Yo era una sudaca recién llegada. Me veo tumbada en la cama leyéndolo de un solo tirón en mi pequeña y ventilada habitación de alquiler. Me veo escuchando una y otra vez el pasodoble Suspiros de España, soundtrack de la novela, sin tener mucha idea todavía de qué diablos es España; y sin saber que en Cataluña no se escuchan esas coplas patrioteras (y menos a todo volumen). Pero, sobre todo, me veo dejándome arrastrar por la ¿nostalgia? (¿de mi país?) como una rosa arrancada de su rosal; y por ese final, en el que el protagonista hace un homenaje a los don nadie de la Historia, a los soldados anónimos, a los jóvenes latinoamericanos en el autoexilio, a los jóvenes que quieren ser escritores, a los olvidados, a los héroes y a los muertos. Todos los prófugos del mundo, en los que me incluía, salían a flote, existían, gracias a que alguien había querido contar su historia, gracias a este escritor que me había mirado durante mucho tiempo desde la solapa de mi ejemplar de Soldados de Salamina y que –ahora– sale del restaurante, mientras yo, ya lejos, me encaramo a un pequeño muelle, le apunto con mi cámara de fotos y disparo decenas de veces.

Miro al Cercas de las fotos en la pantalla digital, tan parecidas a la de la solapa del libro, miro al Cercas real que camina hacia mí, y es el otro, el mismo. De pronto, todo es simétrico, redondo, como en las novelas, diría él. La ficción iluminando la realidad y Cercas multiplicándose o partiéndose en decenas de fragmentos, como en los veloces fotogramas de este instante de su vida. Y después, desde el tren, atrás, el Mediterráneo con su murmullo y su calma. «Es un poco raro gustar a crítica y lectores al mismotiempo. inclusote sientes un poco farsante a veces… he sido exagerado para estas cosas; o nada nada o todo todo».

* Tomado de la edición española de Esquire.

About The Author

Deja una respuesta