Gabriel García Márquez y Teodoro Petkoff
El nobel de literatura Gabriel García Márquez y Teodoro Petkoff, durante un encuentro en Caracas en julio de 1983. Foto: El Nacional – GDA

Cuando obtuvo el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, en 1972, Gabriel García Márquez incurrió en dos cosas a las que públicamente se había comprometido no hacer jamás: ofrecer un discurso y recibir un premio.

El Rómulo Gallegos, a secas, como se lo conoció luego, había sido decretado en 1964 por el gobierno de Raúl Leoni, el segundo presidente civil venezolano que logró culminar un período presidencial sin que lo derrocara un golpe militar.

Así que cuando recayó en Cien años de soledad, el premio apenas arribaba a su segunda edición, pero traía consigo el prestigio de que en la primera lo había ganado La casa verde, de Mario Vargas Llosa, un escritor ya consagrado internacionalmente. En ese contexto, era muy difícil que un García Márquez entrado ya en los 45 años de edad rechazara la distinción.

Gabo, como lo llamaban sus amigos cercanos, la aceptó, pero no perdió la oportunidad de ratificar su convicción de que todo reconocimiento público a un escritor era el inicio de su embalsamamiento ni de aclarar que aceptaba aquel premio solo por un acto de cariño y solidaridad con sus amigos de Venezuela. “Amigos y generosos, cojonudos y mamadores de gallo hasta la muerte… por ellos he venido”, dejó sentado en su discurso.

Efectivamente, García Márquez tenía una larga y estrecha relación con los venezolanos. Un afecto que cultivó desde su niñez, gracias al contacto con los exiliados políticos que, huyendo de la dictadura de Juan Vicente Gómez, habían recalado en Aracataca, su ciudad natal, pero que se acendró a finales de los años 50 del siglo XX, cuando arribó a Caracas y trabajó como reportero de la revista Momento, primero, y Venezuela gráfica, después.

En esos años, exactamente en 1958, cuando América Latina se hallaba plagada de dictaduras militares, es testigo de excepción de la insurrección popular que derrocó la de Marcos Pérez Jiménez y dio paso a la democracia. Entonces escribió: “…porque Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del mundo. Y yo fui un hombre feliz”.

La donación del premio

Pero no era solo esa memoria afectiva lo que lo animaba a aceptar los cien mil bolívares, unos 25.000 dólares, del Rómulo Gallegos. Gabo había conocido años antes a Teodoro Petkoff, un todavía joven dirigente político, exguerrillero, quien había alcanzado notoriedad internacional por un libro, Checoslovaquia: el socialismo como problema, en el que cuestionaba las estructuras y lógicas totalitarias del comunismo soviético.

El libro hubiese sido una crítica más al comunismo ya decadente de no ser por el hecho de que quien lo firmaba era un destacado líder del Partido Comunista de Venezuela (PCV). Y, como el autor hablaba desde las entrañas del monstruo, la ira de los grandes sacerdotes de la llamada Cortina de Hierro se desató. Leonid Brezhnev, secretario del Comité Central del Partido Comunista Soviético, en persona condenó al autor como “una amenaza para el comunismo mundial”.

Pero Petkoff no huyó a la derecha. Junto con otros políticos de su generación, dividió el PCV; se exculpó públicamente de su paso por la guerrilla –en la que había estado a comienzos de los años sesenta– explicándola como una gran equivocación; reivindicó las libertades democráticas como condición básica para crear sociedades más equitativas pero también libres, y contribuyó a crear el Movimiento al Socialismo, el MAS, una organización que trajo un aire de renovación a la izquierda, tanto a la europea como la latinoamericana, anquilosadas por la ortodoxia marxista a la usanza soviética.

A pesar de su eterna amistad con Fidel Castro, Gabo quería conocer personalmente a ese disidente lúcido del comunismo soviético. La creación del MAS le entusiasmaba en extremo. La idea de un partido que encarnaba la posibilidad de una sociedad económicamente justa e igualitaria pero en el marco de la democracia y de forjar una izquierda no tutelada por el modelo cubano le parecía al autor de Cien años de soledad una genialidad.

El también novelista, y director del diario El Nacional, Miguel Otero Silva gestó el encuentro. Y el propio Otero Silva contaba que el chispazo fue inmediato. Las dos personalidades seductoras, inteligencias deslumbrantes y verbos prodigiosos, entraron en un diálogo que se mantuvo ininterrumpido hasta el momento cuando García Márquez comenzó a perder facultades por su enfermedad final.

De modo que cuando Petkoff lo llamó por vía telefónica para anunciarle que había ganado “El Rómulo”, Gabo supo de inmediato cuál iba a ser el destino del dinero que le aguardaba. En el acto de entrega del premio recibió el cheque. Lo levantó. Lo besó.

Y el público asistente lo aplaudió de pie. Pero al día siguiente, en una rueda de prensa, anunció que donaría los 25.000 dólares al Movimiento al Socialismo y le entregó el cheque a su amigo Teodoro Petkoff, quien lo agradeció en nombre de su partido y de todos los venezolanos.

Aunque algunos medios cuestionaron la transferencia, los voceros de los dos grandes partidos político, AD y Copei, lo recibieron como una decisión autónoma e irreprochable del ganador, demostrando que la venezolana era ya una democracia sólida y avanzada. En Venezuela corrían los tiempos de la pacificación y consolidación de la convivencia pacífica en la democracia naciente.

Con el dinero del premio, el MAS adquirió una imprenta en la que comenzó a editar un diario, Punto se llamaba, que vino a renovar el periodismo venezolano. El nuevo partido político tuvo su momento de auge, fue un movimiento renovador con una gran capacidad de reflexión, reunió científicos, artistas y académicos de primera línea, pero no fue capaz de superar nunca el 5,6 por ciento de los electores.

Diferentes caminos

Petkoff fue dos veces candidato presidencial. Siempre llegó de tercero. En el devenir escribió un libro, Proceso a la izquierda, que todavía es considerado uno de los documentos más demoledores de la mitología revolucionaria latinoamericana.

Y, aunque García Márquez nunca abjuró en público del proyecto totalitario castrista, la relación con Petkoff se mantuvo en el tiempo. Porque, entre otras cosas, se habían hecho grandes amigos, y la amistad, ya lo sabemos, como el enamoramiento de pareja, es un misterio que solo ocurre si ocurre. No se puede forzar.

García Márquez hizo literatura hasta su último suspiro. Petkoff nunca abandonó la política. Tampoco el periodismo. Creó y dirigió durante seis años una revista, El ojo del huracán se llamaba, de reflexión teórico-política. Luego, ya con Chávez en el poder, asumió la dirección de El Mundo, un vespertino popular al que transformó plenamente. Hasta que un día, por órdenes del jefe militar y presidente de la república, fue relevado de su cargo. Entonces fundó TalCual, un diario que se convirtió en uno de los focos de resistencia de la libertad de expresión que el chavismo iba asfixiando.

Luego de todo tipo de presiones, amenazas, actos de sabotaje, procesos judiciales amañados, multas multimillonarias, secuestros de equipo y allanamientos, a través de la asfixia con el bloqueo de la compra de papel mediante el cual el régimen rojo saca del camino a los diarios que no se afilian a sus órdenes, TalCual dejó de circular como medio impreso. Por la misma fecha, Teodoro Petkoff también salía, enfermo, de la vida pública para no regresar más.

Igual que Petkoff, García Márquez también siguió haciendo periodismo mientras su salud se lo permitió, pero fue reduciendo al mínimo su intervención en la vida política internacional, y se cuidó en extremo de opinar sobre el proceso político venezolano que siguió al ascenso de Hugo Chávez al poder.

El abogado y politólogo colombiano José Luis Ramírez León, testigo de excepción del proceso por sus años como ejecutivo de la CAF en Caracas, amigo de ambos, sostiene que fue la amistad con Teodoro lo que impidió que Gabo intimara y ni siquiera se acercara a Chávez, tal y como se lo había recomendado Fidel. Sin embargo, no hay que olvidar que en diciembre de 1998 publicó en el diario El Universal de Caracas, bajo el título de ‘El enigma de los dos Chávez’, una entrevista que le hizo al presidente electo en un viaje de regreso de La Habana en un vuelo privado.

Con la maestría y agudeza que le caracterizaban, el nobel de Aracataca escribió un texto signado por la sospecha que le producía aquel hombre militar de carrera que, por sus respuestas y relatos, parecía ser dos personas distintas empaquetadas en una sola. Al final cerró su texto con una interrogante que ha sido citada cientos de veces.

Escribió: “Mientras (Hugo Chávez) se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista que podía pasar a la historia como un déspota más”.

Petkoff tenía razones personales suficientes para pensar, como lo sugiere Gabo en la segunda opción de su entrevista final, que estaban ante alguien que pasaría a la historia como un déspota más. Los últimos años de su vida fueron los de un hombre perseguido, censurado, vilipendiado y enjuiciado por la cúpula de poder militarista del Socialismo del siglo XXI.

En el año 2015 recibió el Premio Ortega y Gasset, otorgado por el diario El País, pero no pudo viajar a España a recibirlo porque, por órdenes del teniente coronel Diosdado Cabello, tenía prohibición de salida del país. Su también amigo Felipe González lo recibió por él y cruzó luego el océano para entregárselo en su modesto apartamento del este de Caracas.

Petkoff falleció a la edad de 86 años, el miércoles 3 de octubre de 2017. Pero mucho antes de retirarse de la vida pública le ofreció a su entrañable amigo colombiano una respuesta precisa a sus dudas de diciembre de 1998: “Chávez es un sicópata, que no es lo mismo decir que es un loco”.

Era una amistad sin fronteras.

Publicado originalmente en El Tiempo de Colombia.

About The Author

Deja una respuesta