Maduro como problema regional
“Tras dos décadas de régimen, Maduro se ha convertido en un problema mucho más allá de las fronteras venezolanas”. (Ilustración: Rolando Pinillos Romero)

Ha ocurrido lo increíble: resulta que los paladines de la democracia americana son… Donald Trump y Jair Bolsonaro. Con su reconocimiento a la presidencia del opositor venezolano Juan Guaidó, Estados Unidos y Brasil se convierten en los países más relevantes contra el régimen chavista, y por lo tanto, las cartas más valiosas para el cambio.

Vaya amigos. Sin duda, las credenciales democráticas de ambos líderes son bastante dudosas: Trump hostiga sistemáticamente a los medios de comunicación, alienta el odio contra las minorías y mima a líderes autoritarios como Kim Jong-un. Por su parte, Bolsonaro se regocija recordando los años dorados de la dictadura brasileña –torturas incluidas–, y desprecia manifiestamente los derechos humanos, a los que considera un estorbo en la lucha contra la delincuencia.

Y sin embargo, aunque solo sea por falta de tiempo, ninguno de los dos se acerca siquiera a las abominaciones del gobierno venezolano, que ha concentrado los poderes, fraguado decisiones judiciales, alienado a la prensa, encarcelado opositores, hambreado a su propia población y expulsado de sus territorios a millones de personas. Los niveles de violencia institucional, escasez y éxodo de Venezuela, un país rico en petróleo, son impensables en Estados Unidos y Brasil, y equivalentes a los de un país en guerra.

Lo raro no es que extremistas como Trump y Bolsonaro tomen la iniciativa internacional contra Maduro. Lo increíble es que, a lo largo de años de catástrofe humanitaria, no intentasen contenerlo los gobernantes moderados. Hasta hace año y medio, cuando se formó el Grupo de Lima, las democracias latinoamericanas prefirieron hacerse las tontas y ahorrarse líos. Especial responsabilidad tienen los gobiernos amigos del chavismo, que no fueron capaces de entender que se estaban pegando un tiro en el pie. La incapacidad de condenar abiertamente un régimen tan nocivo ha desacreditado a la izquierda en toda la región, y ha hecho que, a ojos de muchos votantes, los Bolsonaros no se vean tan malos.

Hoy, el veneno ya ha desbordado el vaso: tras dos décadas de régimen, Maduro se ha convertido en un problema mucho más allá de las fronteras venezolanas. Su presencia ampara e inspira a otros autócratas, como el nicaragüense Daniel Ortega, y la huida masiva de su población se enfrenta a conflictos y a xenofobia en los países vecinos.

La metástasis del chavismo ha ofrecido a los radicales de derecha la oportunidad que esperaban para presentarse ante el mundo como demócratas. Pero en realidad, el conflicto venezolano amenaza con devolvernos, treinta años después de la Guerra Fría, a una América en blanco y negro, polarizada, en la que solo puedes decidir entre autoritarios de signos opuestos. ¿A eso hemos llegado? ¿De verdad las únicas opciones son los revolucionarios armados o los reaccionarios intervencionistas? ¿De verdad vamos a tener que escoger a nuestro gorila favorito?

Espero que no. Para evitarlo, la comunidad internacional debe reunir a la mayor cantidad de países, como está haciendo, para defender con la máxima contundencia que esto no se convierta en un golpe de Estado, sino desemboque en una convocatoria de elecciones libres, con observadores internacionales, en las que Maduro pueda participar, pero no mangonear. Si la presidencia de Guaidó es la única vía para eso, es obligatorio reconocerla. Y si hay otras vías creíbles, le toca a Maduro proponerlas.

Lo que alarma de presidentes como Trump y Bolsonaro no es que sean de derecha: es que amenazan las normas de la convivencia democrática. Precisamente, si queremos criticarlos con autoridad moral, tendremos que oponernos aún más a las atrocidades del régimen venezolano. Cualquier otra actitud solo nos conduce a tener que escoger el color de nuestro tirano.

Publicado originalmente en El Comercio de Perú.

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