Ingmar Bergman y Sven Nykvist
Ingmar Bergman, a principios de los ochenta, con su director de fotografía favorito Sven Nykvist.

“Una película no debe verse nunca por primera vez”, afirmó alguna vez el cineasta Mario Handler. El mandato, que no debiera ser privativo del cine, es especialmente aplicable a la obra de Ingmar Bergman, nacido el 14 de julio de hace cien años.

Tal vez haya varias cosas que celebrar, la primera de las cuales es la amplitud. Bergman cultivó con igual maestría el cine, la ópera, el teatro, la literatura, pero —ya que de cine hablamos— dentro del cine es injustamente recordado más por sus obras más serias. En realidad, antes de ellas, se había destacado como un maravilloso director de comedias, de las cuales Sonrisas de una noche de verano (1955) y El ojo del diablo (1960) son las que más valga la pena recordar. A esa altura Bergman ya era un maestro que había saltado de muy concisos dramas humanos (Ciudad portuaria o Prisión en los 40), a películas indefinibles que le abrirían la puerta a los festivales internacionales y a la consagración mundial. Bergman no tenía miedo de interrogarse sobre el papel del arte en el mundo, desde ese mínimo universo de la carpa, en Noche de circo en 1953, y redoblaba la apuesta con un filme mayor llamado El séptimo sello tres años más tarde. Por primera vez el cine se tuteaba con la filosofía, hablaba del sentido de la vida en un mundo medieval asolado por la peste y la brujería frente a la indiferencia de un dios silente. Frente a él no había mayores defensas salvo el abismo de la vida conyugal, el ajedrez con la muerte o, como parecían decirlo los comediantes del final, el arte. Con más tristeza y lucidez los mismos temas volvían al año siguiente en Fresas salvajes, protagonizada por un maestro del cine mudo, Victor Sjöström. Un viejo profesor, Isak Borg (mismas iniciales), emprendía un largo viaje a casa. El periplo geográfico era además un viaje por sus memorias, la futilidad del conocimiento y la vida y el rescate de los recuerdos.

Y entonces se produjo el gran salto de los sesenta. El mundo asistía a sus primeras interrogaciones globales sobre el devenir político, la verosimilitud de la autoridad, la lucha contra los poderosos. Estos cuestionamientos tenían un enorme componente mediático y proponían entre otras cosas un reencuentro con imágenes que, además, eran violentas, rupturales y apuntaban a una temprana globalización de las inconformidades del momento. Bergman, en cambio, se refugiaba cada vez con mayor hondura en sus preguntas y redoblaba la apuesta de las décadas pasadas. Una trilogía (Como en un espejoLos comulgantes y El silencio) hablaba no de la existencia de Dios sino de su inexplicable silencio, que a la luz de la vida de los personajes no era sino una inexplicable crueldad. Y de ahí, dado que esas preguntas no podían tener otra respuesta que no fuera su propia expresión a través del cine, pasaba a inquirir sobre la pertinencia de la persona como entidad autónoma en Persona. El mundo exterior era cruel y Bergman le dedicó al menos dos planos: el de un monje budista inmolándose en un documental y alguna imagen en blanco y negro en La pasión de Ana. No faltó quien lo acusara de indiferente, afortunadamente Bergman no podía sino avanzar en el sentido de su angustia.

En 1972, Bergman abordaba el tema de la gracia. Tres hermanas se encuentran para asistir a los últimos días de una de ellas. El maestro hundía a los personajes en los tonos rojos de la fotografía de su operador favorito (Sven Nykvist) porque, según explicaba, para él el rojo era el color del alma. Es difícil concebir un filme más rico y más complejo porque en apenas 91 minutos, pasado, recuerdos, miserias y grandezas encontraban su lugar en el mundo austero de la Suecia protestante de principios del siglo XX, para concluir que en el fondo apenas quedan los recuerdos de tiempos acaso felices. Lo seguiría un filme para televisión que haría furor, Escenas de la vida matrimonial, con personajes que el director retomaría sobre el final de su carrera con Saraband.

Fanny y Alexander, en 1982, es otra obra maestra, la más autobiográfica de su carrera. Bergman se sabía anciano, pero seguía abordando temas límites, esta vez el mundo de la infancia, sus temores más opacos y la angustia ante el poder y la opresión. Amenazó con el retiro, al que engañó sucesivamente con filmes para televisión y con un libro de memorias delicioso llamado Linterna mágica, atravesado de cabo a rabo por un humor seco e inteligente.

Murió el 30 de julio de 2007.

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