Las bodas del olvido
Entonces comprendió lo que no había querido comprender. Comprendió que había sido víctima de lo inaudito, que algo misterioso había sucedido, despojándola de la felicidad.

En el pueblo todo era euforia. La señorita Laura se casaba. Era la mujer más bella del lugar y de todos sus alrededores. Su hermosura era tan mítica que más de un caballero de otros lares recorrió largas distancias solo por el placer de conocerla. No es exagerado decir que toda persona, hombre o mujer, se impresionaba al verla. A su paso la gente se detenía, sin poder disimular su admiración. Lo más extraño es que Laura parecía ajena a la conmoción que causaba, o al menos no se envanecía por ello.Ella estaba hecha para el amor y no se rendiría ante lo impredecible.

Era tal el orgullo que todos sentían por la belleza de Laura que a veces, cuando llegaba un forastero, lo primero que le preguntaban era si le gustaban los paisajes del pueblo, y si ya conocía a la señorita Laura. La respuesta usual era que no, pues vivía resguardada en los muros de la casa paterna, de la que solo salía a la iglesia o a las fiestas patronales. Entonces se ofrecían a llevarlo hasta las cercanías de la casa para que, al menos, la viera de lejos. La cita se concertaba para las tres de la tarde, cuando ella acostumbraba asomarse a la ventana.

Era una cita sagrada, como si se tratara de la procesión de la Virgen. A la hora fijada, nativo y forastero estaban allí para disfrutar, por igual, de la anunciación.

Generalmente el visitante imaginaba una campesina rubicunda, de fuertes pechos, o a lo más, una jovencita agraciada. Un poco remiso e incrédulo, aguardaba, movido solo por la curiosidad o por complacer a aquellas buenas personas. Mas cuando se entreabría la ventana y ella se asomaba, el incrédulo caía en trance. Era un momento místico. Cuantos la veían quedaban embelesados, en una especie de éxtasis que les arrebataba conciencia y pensamiento. Era una actitud de arrobo, de fervor, un imán que los ataba a la tierra y los elevaba a las alturas. Todas las personas que la veían, humildes o encumbradas, naturales o no, experimentaban lo mismo y se perturbaban por igual. Los lugareños no se cansaban de contemplarla, y los afuerinos se preguntaban, asombrados, cómo una beldad así permanecía oculta en un lugar pequeño e insignificante, prácticamente desconocido, cuando su rostro debería traspasar las fronteras del mundo y deslumbrar a todo ser viviente.

Y ahora esa divinidad única se casaba. Estaban contentos y al mismo tiempo tristes. Era como perderla un poco. Ya no sería el sueño de todos, la joya cuyo brillo se esparcía alrededor de quienes la contemplaban. Iba a ser posesión exclusiva de un solo hombre. Solo él disfrutaría, perennemente, día y noche, de aquella gema preciosa, solo él tendría acceso a su luz, su gracia y esplendor. Apenas les quedaba el consuelo de que no se marcharía del pueblo. “Envejecerá aquí”, se decían, con un suspiro de satisfacción y nostalgia, pues en el fondo de sus corazones no deseaban verla envejecer. Nadie quería que se marchitara su piel color miel, ni su cuerpo grácil, ni que desapareciera el carbón de sus cabellos, ni se apagara el brillo de sus ojos dorados.

Y es que el pueblo amaba a Laura. Las mujeres comentaban que a pesar de su belleza y posición, no era orgullosa, y los hombres, sus enamorados secretos, alababan su incomparable donaire y la gentileza de su persona. Muy en el fondo de sus corazones suspiraban por ella, pero sabían que era un imposible. Era la hija del hombre más rico del pueblo, y se suponía que se casaría con un hombre a la altura de su condición social.

Por eso fue una sorpresa cuando supieron quién fue el elegido. Un nativo del lugar, ni demasiado guapo ni demasiado rico. Un campesino próspero, amable y trabajador, que parecía el ser más noble del mundo, pero sin misterios ni nada especial, tan común y corriente como ellos. Sin embargo, en la efusividad que cundió por hacer de aquella fiesta un hecho inolvidable, nadie hizo demasiados comentarios. Si acaso la curiosidad de saber cómo hizo para conquistar a tan inaccesible belleza.

El día del casorio el pueblo relumbraba como nunca, y el templo espejeaba al final del camino, con las puertas abiertas. Jamás se había visto tanto esplendor, jamás se había tocado tan de cerca la gloria. Hasta última hora las señoras se afanaron en arreglar la iglesia. Pulieron el piso, limpiaron el altar, lavaron los ventanales, adornaron bancos, arcadas y puertas con ramos de rosas y jazmines. El perfume de tantas flores traspasó el pórtico e inundó el ámbito del pueblo, haciendo suspirar a los enamorados secretos de Laura y a las mujeres que anhelaban ser como ella.

En la plaza, la banda municipal aguardaba, lista a tocar la marcha nupcial. Los invitados festejaban por todo lo ancho y los curiosos, recién bañados y con sus mejores prendas, se ubicaron a ambos lados del camino para tener el infinito placer de ver a Laura vestida de novia. A última hora el padre dispuso que todos eran invitados y el patio principal fue habilitado para recibir a cuanto vecino llegara. La alegría los desbordaba. No había rincón de la casa y sus alrededores que no ocuparan los felices convidados, la orquesta no cesaba de tocar y las mesas rebosaban de todo tipo de platillos y bebidas, además de la magnífica torta, réplica fiel de la iglesia, de no se sabía cuántos pisos, con el pastillaje dispuesto en artísticas figuritas, cubriendo la apetitosa pasta de frutillas, chocolate y almendras.

Los padres, tomados de la mano, recibían a los invitados, los de tarjeta y los de palabra, con una amplia sonrisa, y los sirvientes se desvivían por atender a todo el mundo, repartiendo pasapalos y cocteles. Sobre cada mesa se exhibía un recuerdo del matrimonio, también primorosamente elaborado por artistas de la ciudad, con una tarjetita en la que constaba el nombre de los contrayentes y la memorable fecha.

La hora crucial se acercaba. La gente esperaba emocionada. Unos permanecían de pie, tomando alguna bebida, pendientes de la puerta por donde, supuestamente, saldrían los flamantes novios. Otros caminaban de un lado a otro, e igualmente atentos al momento en que se abriera la puerta principal. Se les hacía demasiado largo el momento en que Laura apareciera, flotando en su traje de tules, con su hermoso rostro circundado por el velo, y su sonrisa cautivante alumbrando el mundo.

En la habitación, Laura se miraba al espejo, mientras sus hermanas se afanaban en embellecerla aún más. Parecía poseída por un extraño sortilegio. Se embebía en su imagen, y aunque estaba más preciosa que nunca, temblaba y se agitaba, como si desde ya saboreara los desconocidos placeres de la entrega amorosa. Sin darse cuenta, las hermanas retardaban el rito. A medida que la acicalaban, su hermosura realzaba aún más, por lo que prolongaban el acto solo por disfrutar unos minutos más de tan asombrosa transfiguración.

Afuera todo empezó a desordenarse un poco. La novia no aparecía y tenían miedo de que saliera por alguna puerta secreta, privándolos de su grata visión, por lo que decidieron ubicarse en un lugar estratégico desde donde dominaran todas las salidas. El camino volvió a llenarse de gente, porque era inevitable que pasaría por allí, hacia lo alto de la colina, rumbo a la iglesia. Así no se perderían detalle de la aparición, y cuando al fin traspasara uno de los umbrales, podrían verla, serena y deslumbrante, como una virgen en su carroza, como una barca que flota en las aguas, nimbada por un halo de luz, o una sirena que emerge de las aguas circundada por el encaje de las olas.

Del novio nadie se acordaba. Era un misterio cómo un campesino igual que ellos pudo conquistarla. Ninguno pensó que pudiera merecerla, y ahora aquel tontón, movido por quién sabe qué promisor presentimiento, por una valentía inusitada o un inmenso e incontenible amor, lo había logrado. Pero no había tiempo para lamentos ni enigmas. El acontecimiento avasallaba sus penas cotidianas y los embullía en la magnitud de su existencia. El solo hecho de ser testigos de aquella boda memorable compensaba resentimientos y amarguras. Mas dentro de la habitación algo extraño acontecía. La novia ya lucía su vaporoso traje blanco, pero las hermanas no conseguían el velo, ni la corona, ni el ramo. “Dios mío, ¿dónde lo guardamos?” Y revisaban todo, nerviosas, incrédulas. Aquello era inexplicable. La novia no parecía darse cuenta de nada. Seguía absorta en su imagen de virgen ansiosa, sin fijarse en nada más, sin pensar en nada más, como si en el espejo viera la figura del amado esperándola.

Las hermanas comenzaron a caminar sin sentido, tropezando y empujándose. La angustia dio paso al terror. Pensaron que, en el trajín de los preparativos, habían extraviado tan importantes accesorios. Tenían ganas de gritar, de llorar. Una y otra vez abrían el escaparate y los baúles, buscaban debajo de la cama, volteaban los colchones, pero nada aparecía. Tenían el corazón encogido y no cesaban de temblar. “¿Qué pasa, Dios mío?, ¿qué pasa?”, se preguntaban atribuladas, invocando a la par todas las vírgenes, santos y ángeles conocidos. Constantemente se volvían hacia Laura, que parecía sumida en otro mundo, sin percatarse de nada. Ellas seguían buscando, y ya creían encontrar una cosa u otra, para después, confundidas y desanimadas, comprender que se habían equivocado. Casi desmayadas salieron a buscar a la madre, con la esperanza de que ella supiera dónde estaban, o las ayudara, pero afuera también acontecía algo raro.

Los invitados yacían sobre las mesas de cualquier forma, como si no les importara, o no se dieran cuenta, del aspecto que ofrecían. Permanecían muy quietos, con el gesto del brindis detenido, y la mirada perdida, ausente. Era como si, repentinamente, se enfrentaran a un hecho insólito, como si los devolvieran a un episodio del pasado al que jamás le prestaron atención, y que, de improviso, aparecía descarnado, desnudo, frente a ellos. Tenían una actitud elusiva, de rechazo y miedo. Algunos, incluso, permanecían con la sonrisa entumecida, otros con un pedazo de torta, de helado o pavo en la boca entreabierta. Era como si en la plenitud del festejo un aliento mortal lo secara todo, o como si una bruja maléfica reclamara no haber sido invitada, alzara su mano vengativa y detuviera la escena en el instante supremo en que entraban al mundo de los sueños. Así se quedaron, atónitos, mudos, avizorando un paisaje lleno de luz al que solo se podía conocer guiados por la memoria, pero hacía años que la habían perdido.

Las hermanas caminaron entre ellos, perplejas y acongojadas, como almas en pena que pueden ver el sufrimiento de los demás sin que nadie pueda ver el de ellas. No entendían nada, pero tampoco querían explicarse nada. Solo anhelaban que su hermana se casara, así que cegaron el dolor y pasaron de largo, buscando a sus padres, hasta que al fin divisaron a la madre de lejos, envuelta en la delicadeza de sus pieles y plumas, caminando como si no conociera a nadie, como si no percibiera nada. Tenía los ojos entrecerrados, un rictus caído y parecía hacer un gran esfuerzo por permanecer erguida, como si cualquier movimiento le costara demasiado. Detrás iba el padre, sin su acostumbrada locuacidad. Pasaron sin verlas y se encerraron en la habitación, signados por el enigma. Fue inútil tocarles la puerta. Entonces las hermanas se volvieron hacia la muchedumbre adormecida, y fue como caer en un mar profundo, como náufragos que se ahogan atraídos por un misterio irresistible.

Desesperadas, salieron a la calle, dispuestas a hacer lo que fuera porque la boda se consumara, incluso a pedir prestados los aderezos, pero se encontraron con que todo lucía solo y oscuro. Los portones cerrados, las guirnaldas deshechas, y ni un alma se asomaba a las ventanas. Ya nadie atestaba el camino, ya no había farolas encendidas, ni la plaza refulgía, ni los músicos aguardaban prestos a entonar la marcha nupcial. Todo había muerto. Solo al final del camino la iglesia resplandecía, con las puertas abiertas, como un reflejo de la ilusión o una última esperanza.

Desoladas, pasearon la mirada por el vacío. ¿Qué era aquello? ¿Una revelación inusitada? ¿Un presagio terrible? ¿Un salto mortal al miedo? No podían comprender nada, pero tampoco podían volver a la habitación y contarle a Laura lo que sucedía. Repentinamente, todo se había derrumbado. Las hermanas no soportaron aquella visión demoledora, se dieron vuelta y desaparecieron entre las calles abandonadas.

En el dormitorio, Laura seguía ensimismada en su aura de novia enamorada. De pronto se vio completamente sola. Vagó sin sentido por la habitación, llamando a las hermanas. Nadie atendía a su llamado. Entonces abrió la puerta y topó con la soledad. No se oía ningún ruido. Buscó a los padres, a las hermanas, a las sirvientas, pero era inútil. Todo se veía desolado. Al fin abrió el portón y salió a la calle. Nadie. La plaza estaba sola y las calles desiertas. ¿Qué había sucedido? No podía ser que soñara porque ahí estaba ella, vestida de novia, recorriendo los sitios que conocía y amaba: su casa, las calles, el pueblo donde nació y vivió siempre.

Así estaba, como un espectro sorprendido, paseándose por los escombros del pasado, cuando oyó pasos. Unos desconocidos bajaban por la calle principal, pero al verla huyeron. Laura se llenó de miedo. ¿Acaso había muerto y deambulaba por los sitios que amaba sin aún darse cuenta? ¿Qué había sucedido? Empezó a caminar sin orientación alguna, empujada por el deseo de encontrar alguien que le explicara, alguien que la sacara de aquella noche insomne, de la duda si estaba viva o no. De nuevo oyó pasos y se volvió. Eran sus hermanas. Loca de alegría corrió hacia ellas y las abrazó. Las hermanas se sobresaltaron, mientras Laura lloraba, aferrada a sus cuerpos. Ellas parpadeaban, todavía incrédulas. Repetían una y otra vez, “¿Laura, Laura, eres tú, eres tú?”, y ella asentía llorosa.

—Pensamos que te habías muerto. ¿Y qué haces todavía vestida de novia?

Laura dejó de llorar.

—¿Acaso no se acuerdan que me caso hoy?

La miraron compadecidas. Entonces se dieron cuenta que estaba exactamente igual al recuerdo. Nunca había salido del éxtasis de su boda. Todos habían envejecido menos ella.

Las hermanas hicieron un esfuerzo tremendo para salir del asombro, para explicar lo que nunca habían entendido.

—Laura, Laura, la boda nunca se realizó.

Ella daba vueltas y vueltas, mirándolas ávidamente.

—¿Dónde están todos? ¿Dónde están papá y mamá? ¿Y Albacio? ¿Dónde está Albacio?

—No sabemos, no sabemos, nunca más supimos nada, nunca más volvimos a casa.

Sacudieron la cabeza, ansiosas por espantar el pasado, por velar sus incógnitas. Se zafaron del abrazo y continuaron su camino, las espaldas vencidas, hasta desaparecer quién sabe dónde. Laura siguió mirándolas hasta que no las vio más, hasta que no vio nada. Aterida, sin saber a dónde ir ni qué hacer, miró desesperada alrededor, buscando alguien que la ayudara, cuando columbró la iglesia, al tope del camino, abierta e iluminada.

Rápidamente se encaminó hasta ella. Su novio la estaría esperando. No se veía un alma, pero ya no tenía miedo. Cuando llegó vio las luces encendidas, y el sacerdote frente a ella. Estaba raramente quieto. Se había momificado. Desconcertada, miró a todos lados.

—¿Y Albacio?

Empezó a recorrer la iglesia, llamándolo, buscándolo. Nadie respondía, y de pronto lo vio. Estaba dentro de un nicho, cubierto por una tapa de vidrio. No parecía él, pero era él. Tieso como un muñeco de palo, con su traje de novio, el corbatín, y los ojos estrábicos, perdidos en el laberinto de los años. A sus pies una leyenda: Aquí yace San Albacio, quien murió esperando a su novia. Entonces comprendió lo que no había querido comprender. Comprendió que había sido víctima de lo inaudito, que algo misterioso había sucedido, despojándola de la felicidad. Comprendió que un segundo podía destruir una eternidad y que jamás sabría por qué. Sintió deseos de llorar, pero no pudo. Casi se reía, pero tampoco pudo. Entonces era verdad que la boda nunca se dio. Albacio fue beatificado por su paciencia, por aquel amor tan grande que lo hizo aguardarla hasta morir, y el cura, obsedido por la consumación del sacramento, se había momificado esperándola.

Ya sin más preguntas y decidida a no dejarse abatir por la adversidad, se encaminó hacia la salida. Un último sentimiento la hizo detenerse: iría a despedirse de Albacio, el hombre que la amó hasta morir, el novio sobre cuyo nicho depositaría su ilusión trunca. Entonces, al detenerse ante él se vio reflejada en el cristal. Estaba espléndida. Tenía los ojos brillantes, la boca húmeda, la cabellera negrísima y la piel traslúcida. Ella estaba hecha para el amor y no se rendiría ante lo impredecible. Ella quería ser feliz y sería feliz. Comprendió el mensaje de Albacio y se devolvió, dispuesta a vivir, que ni la vejez, ni el tiempo, ni lo inexorable, la venciera. Entonces se detuvo atónita. Allí, en el pórtico, estaba Nicolás, su novio de infancia, aquel que una vez le juró que nunca se casaría con otra que no fuera ella, que la esperaría toda la vida. Era el mismo del recuerdo. Se abrazaron. Mas no tomaron el camino del pueblo. Se fueron por un atajo, lejos, a otro lugar, a otro sueño, a otros decires.

 

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