Pablo Picasso
Al ser consultado acerca del significado de uno de sus cuadros, esta vez por una dama ya no tan bella, fresca y agraciada, Picasso le respondió un tanto hastiado: “Chère madame, eso, eso significa un millón de francos”.

                                                                        Todo necio confunde valor y precio.

                                                                                                                                               Antonio Machado 

La conmoción que produce una obra de arte no es única. La misma es un hecho plural de innegables impactos en diferentes dominios del quehacer humano; es un hecho plástico que tiene repercusiones inevitables en lo social y, sobre todo, en lo económico. Indefectiblemente, la obra de arte plantea en quien la contempla, una necesidad de comprensión, de interpretación, de significado, más allá incluso de las razones —a veces inexistentes— que puedan o no habitar en la intención del propio artista.

Esta búsqueda de explicaciones, de significados, lleva incluso a muchas personas a una inevitable confusión entre valor y precio. Recordemos, en este sentido, las conocidas anécdotas de Pablo Picasso cuando fue consultado, en momentos distintos de su vida y su creación plástica, acerca del sentido, del significado, de sus obras plásticas. Joven aún, en el Bateaux Lavoire en Montmartre, tolerante, coqueto, seductor y entusiasta, al ser interrogado por una fresca y atractiva mademoiselle acerca del significado de una de sus más recientes obras cubistas, le respondió: “Ma belle, ¿para qué quiere usted entender el canto de un pájaro?» Más tarde, ya senil, intolerante y cascarrabias, al ser nuevamente consultado acerca del significado de uno de sus cuadros, esta vez por una dama ya no tan bella, fresca y agraciada, le respondió un tanto hastiado: “Chère Madame, eso, eso significa un millón de francos”.

En efecto, continuamente entre coleccionistas, galeristas y críticos de arte se emiten conceptos, en apariencia disímiles y contradictorios, acerca de cuál es el valor intrínseco de una obra de arte.

Los críticos, desde su perspectiva analítica, reivindican la exclusiva dimensión plástica. Los galeristas, desde su punto de vista comercial, enfatizan su valor económico en el mercado. Y muchos coleccionistas se muestran orgullosos del reconocimiento social, expresado por amigos, familiares y allegados ante la posesión de la obra de un determinado artista.

En nuestro criterio, tanto el dicente epígrafe del poeta Machado como las irónicas respuestas del maestro Picasso, nos conducen a señalar que la obra de arte tiene diversos valores en la medida en que es expresión de un conjunto de variables, de percepciones, que lejos de divergir deben integrarse en la consideración del valor final de la propia obra de arte.

A los fines de una mejor comprensión de esas facetas, aspectos o valores reconciliables de la obra de arte, proponemos tres dimensiones que permiten aprehender y evaluar mejor los productos de la creación visual.

1. La dimensión plástica

La dimensión plástica de una obra de arte contemporánea, a diferencia de los criterios plásticos vigentes hasta las postrimerías del siglo XIX, se asienta ahora sobre su capacidad de conmoción e innovación, sobre su novedad y diferenciación, y no más en los exclusivos criterios de belleza formal, helénica o renacentista. En efecto, en la actualidad una buena obra de arte es aquella que aporta algo distinto, que añade un valor en la evolución de la historia del arte.

La novedosidad se erige así en criterio plástico contemporáneo, aunque no necesariamente todo lo nuevo es bueno. Las nuevas propuestas plásticas han llevado incluso a valorar  tanto lo simple o esquemático del minimalismo, lo deleznable y marginal del arte pobre, lo desechable y espurio del arte efímero, la obviedad y elementalidad de las instalaciones, como, cada vez con más frecuencia, las propuestas plásticas realizadas con el auxilio de medios electrónicos: el video arte, el arte digitalizado en computadora, la fotografía tradicional o digital. El podio y el caballete, el óleo, la acuarela y el pastel, el lienzo y el papel dibujado o grabado, el bronce, la madera y el barro quedaron para otros tiempos dicen mucho de los críticos más contemporáneos y entendidos, aun cuando lo cierto es también que el fastidio y la repetición de las nuevas expresiones vienen propiciando un renacer, una nueva valoración de la pintura, el dibujo y la escultura tradicional.

En fin, esta valoración plástica está en cabeza y apreciaciones de la crítica profesional y de las instituciones especializadas. La aceptación en salones o bienales de arte de reconocida importancia, los premios y menciones recibidos, las exposiciones en museos de prestigio o en connotadas galerías de arte, la incorporación de la obra a museos o a colecciones públicas o privadas de alta significación, su ubicación en espacios cívicos o corporativos, los libros y comentarios escritos en periódicos y revistas especializadas acerca de la producción plástica de un artista, constituyen, sin dudas, un índice, un indicador, y nunca un criterio seguro y suficiente, acerca del valor plástico de la obra de un determinado creador plástico.

2. La dimensión económica

Si bien es innegable el valor esencial y trascendente de una obra de arte es el plástico, no por eso es posible dejar de reconocer que en la actual sociedad capitalista de consumo, la obra de arte es también un objeto comercial, un valor de cambio.  

Una obra de arte, en nuestra economía mercantil, debe poder ser traducida en moneda, tener un precio, una cotización en ese incierto e imprevisible mercado del arte. Esta dimensión económica de la obra de arte está en manos de los galeristas comerciales,  en la iniciativa y poder de venta de los llamados marchands, en la convocatoria y profesionalismo comercial de las grandes casas de subasta nacionales e internacionales, a ellos corresponde la génesis, el origen, de esta hoy inevitable valoración económica.

 Invariablemente, aunque no sea norma aplicable a rajatabla, detrás de cada buen artista  encontramos un buen galerista, y más en nuestros días cuando la división del trabajo, el sentido de equipo, la profesionalización tanto de la creación plástica como de la comercialización de la obra de arte amerita, exige, de gentes conocedoras de su oficio. Ambos, tanto el artista como el galerista, pueden entonces, cada uno, concentrarse en su disímil oficio, sin indebidas distracciones de su quehacer y sin distorsión de sus respectivas vocaciones: creadora una, comercial la otra; cuando esta relación entre artista y galerista es de mutua y genuina colaboración, pueden, en consecuencia, erigirse en genuino binomio de mutuo valor añadido.

Sin embargo, como decía el poeta español Antonio Machado en el epígrafe: no se puede confundir valor y precio; aunque reconozcamos explícitamente el inevitable valor económico de una obra de arte, no debemos asimilar unívocamente valor y precio. Dicho de otra forma, no necesariamente la obra de arte más cara es la mejor.

3. La dimensión social

Por último, es conveniente también aceptar que una obra de arte, además de constituir un valor de cambio, posee igualmente un valor de uso. Buena parte, por no decir toda, de este tercer valor de la obra plástica está en manos de los coleccionistas, en la disposición del público, del ciudadano común para tenerla en sus hogares y oficinas otorgándole un aprecio, en este caso absolutamente social. Este valor se expresa entonces en casas, jardines, paredes, pedestales, mesas, computadoras personales, en fin, en espacios reales o virtuales que los coleccionistas ponen a disposición de la obra del artista plástico de su preferencia.

Una obra de arte se completa con el contacto con el espectador, con el dialogo con el público; amerita de ser explorada por otros ojos distintos al del artista, el crítico y el galerista, de lo contrario, corre el riesgo de no ser nada, de permanecer anónima, de morir abrazada por las llamas de la perfección neurótica, tal como le ocurrió al artista de marras en la conocida novela de Honorato de Balzac.

En fin, una obra de arte requiere del orgullo de quien la posee, de la pasión de su propietario; por ella – recordemos a Albert Camus – se puede matar o robar, se puede morir por tenerla o conservarla, o también se puede guardar por siempre, ocultándola del ojo ajeno, en un privilegiado y modesto closet, convirtiéndola en objeto de paranoica devoción y desquiciadas reverencias.

En todo caso, podemos afirmar que no necesariamente la obra de arte más difundida entre los coleccionistas, la de mayor aceptación social, es necesariamente la mejor.

En fin, en coherencia con lo expuesto, podemos concluir que el valor de la obra de arte es múltiple e integral. La mejor obra es, inequívocamente, aquella capaz de equilibrar las dimensiones o variables anotadas, generando conmociones, emociones y sorpresas permanentes que se traducen en crecimiento, en aprendizaje, en aumento de la sensibilidad en el sujeto que la  transforma en objeto de su apreciación.

 

 

 

 

 

 

                   

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