No votes
Es más, la verdad se le ha convertido en un estorbo. En estas décadas de dictadura le resulta más fiable la mentira.

Especial para Ideas de Babel. En las insólitas elecciones presidenciales de Venezuela, una paradoja acosa a los venezolanos que, por una razón u otra, han decidido votar con la ciega fe del beduino que ve un espejismo en el desierto. Pues, sin haberles consultado y avisado, el Consejo Nacional Electoral ha mudado a la mayoría de su natural y tradicional centro de votación. Quienes se han enterado, esto les has producido desconcierto, pero no desanimo. Tampoco rabia, más bien resignación.

En las dictaduras totalitarias, el horror adquiere una naturalidad con la cual todos conviven. Pareciera no pasar nada cuando somos destruidos. Tampoco sabe el votante que la data de todo el sistema informático de votación del CNE, tiene su sala situacional principal, en el Instituto Informático de la Habana. Y si llega a saberlo, pide una certeza que ningún líder opositor puede darle. Menos ningún pusilánime militar en el exilio. Eso explica por qué Venezuela y Cuba no sólo están unidas en un interés común, llámese ideológico, político y delincuencial, sino que están vinculadas por una yugular que nadie en alta mar se ha atrevido a cercenar, descendiendo al fondo marino: un largo y grueso cable de fibra óptica que reposa en el lecho del Caribe, y que cada tanto tiempo, que se quiere renovar la ‘democracia revolucionaria’ del país petrolero, su data electoral (donde se hayan todos los datos y señales de la población votante de la nación) es intervenida por los profesionales hackers de la isla de las penurias. Ganan quienes ellos quieren que ganen. Ninguna otra bandera. Ningún otro rostro. El rostro de la dictadura totalitaria es el mismo en la realidad como en la ficción. En cualquier época, en cualquier tiempo. El rostro del Gran Hermano, de la novela 1984 de George Orwell, nos vigila aunque no nos percatemos.

El transporte público de Caracas, la capital del país más solitaria del continente, era de 26 mil unidades. Ahora apenas funcionan unas casi tres mil. El metro ha colapsado y sus rieles, a menudo, son entorpecidos por los cuerpos de los recurrentes suicidas que han decidido exilarse de la vida, esta misma que se ha vuelto insoportable. Nadie reseña la muerte de estos infortunados al resultarle demasiado repulsiva. Aunque alguien siempre gusta grabar un video de esa transición cruenta de la vida hacia la muerte. Entonces, para ir a votar con anémico entusiasmo, los ciudadanos deben caminar infinitas cuadras y avenidas. Extrañamente han dejado de sudar en el creciente sin sentido. Por igual se ven obligados a ir hacia pueblos lejanos, montados sobre el costillar de una mula tan debilitada como ellos. La promesa de su destino electoral está representada en un billete de cien dólares que uno de los candidatos a ser presidente, les ha prometido en estas nuevas elecciones presidenciales. Con una sed que no haya cómo saciar, el votante de la ilusión continúa por el sendero que le ha pautado la demagogia y el populismo. Por un momento, el votante cautivo no sabe si es la sed del cuerpo o del alma quien lo impulsa. En ese calvario, descubre que la lengua ya no puede nadar como antes en la saliva. Ese pequeño y espumoso lago que se ha secado por no poder hablar o comer.

Bajo la lluvia o el sol inclemente, algunos votantes, a pesar de su desventura, insisten y persisten como Sísifo, llevando sobre sus hombros la pesada piedra que habrá de derrumbarse, inexorablemente, una vez que llegue a la cima de la montaña del imposible. A estas alturas, el obstinado votante venezolano necesita creer en algo que no sea lógico. Es más, la verdad se le ha convertido en un estorbo. En estas décadas de dictadura le resulta más fiable la mentira. Por eso, en medio de la tristeza y el derrumbe humano, se oye el absurdo grito: ¡Soy feliz! Así, por ese camino, la fealdad se ha vuelto bella.

Los enfermos terminales no tendrán derecho a votar. No habrá para ellos mesa de votación en los hospitales. Sin embargo, los colectivos armados de la revolución, robarán las huellas dactilares de los agónicos, y las harán valer por votos que refrendan a la dictadura. Las enfermeras y los médicos no podrán hacer nada frente a la furia asesina que les impide protestar y oponerse a la impudicia.

Todo esto habrá de ocurrir y ocurre en el espectro fantasmal de la Venezuela profunda donde hoy imponen el protagonismo de unas elecciones presidenciales, que desde ya son fraudulentas, y no el socorro humanitario. Aquella Venezuela que no logran mirar los analistas desde la esfera del confort o la estupidez. Aquellos que no padecen. Los que no escriben desde el padecimiento. Ir a votar en la mañana del domingo, sin desayuno, producirá debilidad y desmayos. Si el futuro votante decide votar después del almuerzo, no podrá despertar del segundo desmayo, porque tampoco ha almorzado. En la noche, caerá muerto ante la urna de votación, porque no pudo estar en la última cena donde tampoco pudo estar Jesucristo. Al final, de este lacerante dolor llamado patria, el Plan República retirará su cadáver y declarará al muerto: abstencionista. En la morgue, el informe del médico forense, asentara en el acta de defunción: murió por falta de espíritu democrático.

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