Mucha razón tiene Uslar Pietri cuando afirma que “el modernismo no es un episodio aislado, su voluntad de mezcla y de incorporación aluvional sigue activa en el desarrollo de la literatura de la América Hispana”.

Para Arturo Uslar Pietri, el modernismo latinoamericano es la más visible muestra de combinación e impureza que caracteriza a nuestro mestizaje cultural.

En efecto, según nuestro ensayista, “los hombres que dieron el paso inicial para romper con el pasado y la tradición literaria: Darío, Silva, Gutiérrez Nájera, Casal, Herrera y Reisig, Lugones, etc., pretendían romper amarras con lo hispanoamericano para incorporarse en cuerpo y alma a una cierta zona y hora de la literatura de Europa. Habían recibido noticia de los decadentistas, de los parnasianos y simbolistas franceses… Todo el decorado, todas las innovaciones métricas vinieron en ellos a yuxtaponerse sobre su impuro romanticismo americanizado, sobre sus reliquias y atisbos de la vieja poesía castellana…”

Los responsables y las fechas acerca del nacimiento del modernismo varían de acuerdo con el criterio de la crítica. Para algunos, como Silva Castro, este movimiento literario se inicia con la publicación de Azul de Rubén Darío en 1886. Para otros, como Iván Schulman, el modernismo es un poco anterior al propio Rubén Darío, y se inicia alrededor de 1875 con una primera generación modernista compuesta por autores fundamentalmente prosistas, entre los que incluye a Martí, Gutiérrez Nájera, José Asunción Silva y Julián del Casal.

La prosa que da inicio al modernismo se caracteriza por un peculiar cuidado del ritmo y la musicalidad del lenguaje. Por voluntad artística se aproximará a la poesía. Por ello se cultivará, durante el período modernista, el poema en prosa o la prosa poética.

La poesía modernista, por su parte, muestra los siguientes rasgos distintivos: renovación métrica, renovación en el vocabulario poético, esteticismo, exotismo, idealización del siglo XVIII, introducción de un nuevo tipo femenino, epicureísmo, exaltación de la Grecia Clásica.

En general, los autores y críticos coinciden en que el Modernismo, como movimiento literario, se caracterizó de acuerdo con los siguientes elementos o rasgos diferenciadores:

  • Amplia libertad creadora.
  • Sentido aristocrático del arte: rechazo de la vulgaridad.
  • Perfección formal.
  • Cosmopolitismo: el poeta se considera como ciudadano del mundo, está por encima de la realidad cotidiana.
  • Disposición intelectual hacia todo lo nuevo.
  • Correlación con otras manifestaciones artísticas y expresiones de la creación humana (aproximación de la literatura a la pintura, la música, la escultura).
  • Gusto por los temas exquisitos, pintorescos, decorativos y exóticos: la mitología, la Grecia antigua, el Lejano Oriente, la Edad Media, entre otros.
  • Práctica del impresionismo descriptivo (descripción de las impresiones o emociones que causan las cosas y no las cosas en sí mismas).
  • Renovación de los recursos expresivos: supresión de vocablos gastados por el uso; inclusión de vocablos musicales y de uso poco frecuente; simplificación de la sintaxis; aprovechamiento y primacía de las imágenes visuales.
  • Renovación de la versificación; se le otorgó mayor flexibilidad al soneto. Se dio preferencia a la versificación irregular, el verso libre y a la libertad estrófica que dieron a la poesía variedades y expresiones desconocidas

Rubén Darío, seudónimo de Félix Rubén García Sarmiento (1867–1916), originario de Nicaragua, se erige en el escritor modernista por antonomasia; su influencia en las letras hispanas y universales es ampliamente reconocida entre otros por Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. El poeta promueve una estética ácrata que debe traducirse en un modus vivendi, en una nueva forma de vida, expresada en un idealismo literario, en el papel aristocrático que otorgan a las tareas intelectuales —y especialmente a las artísticas— en su bohemia más o menos manifiesta y en la preocupación por la obra bien hecha.

El carácter aluvional del mestizaje cultural americano y su capacidad para renovarse e integrar nuevas dimensiones, puede ser apreciado en toda su intensidad en la obra de Rubén Darío, quien en el prólogo a su libro Prosas Profanas, lega una excelente reflexión acerca de sus orígenes diversos y su formación plural que es la esencia de su innovadora y desconcertante poesía, para influenciar significativamente el quehacer literario de comienzos del siglo XX. El poeta se interroga y se responde acerca de su carácter mestizo y sobre sus influencias: «¿Hay en mí sangre alguna gota de sangre de África, o de indio Chorotega o Neogranadino? Pudiere ser, a despecho de mis manos de marqués (…) El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: “Éste —me dice— es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega, éste Garcilaso, éste Quintana”.  Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y, el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamo: “¡Shakespeare! ¡Hugo…!” (en mi interior: “¡Verlaine”! Luego, al despedirme: Abuelo, preciso es decírselo: mi esposa es de mi tierra, mi querida de París».

Mucha razón tiene Uslar Pietri cuando afirma que “el modernismo no es un episodio aislado, su voluntad de mezcla y de incorporación aluvional sigue activa en el desarrollo de la literatura de la América Hispana”. En efecto, años más tarde, Nicolás Guillén, otro poeta, bien lejos y alejado del modernismo, también expresa en su poema El apellido ese mestizaje constitutivo y fundamental al que también se refirió Darío: “Desde la escuela / y aún antes (…) Desde el alba, cuando apenas / era una brizna, yo de sueño y llanto, / desde entonces, / me dijeron mi nombre. Un santo y seña / para poder hablar con las estrellas. / Tu te llamas, te llamarás…/ Y luego me entregaron / esto que veis escrito en mi tarjeta, / esto que pongo al pie de mis poemas: / las trece letras / que llevo a cuestas por la calle, / que siempre van conmigo a todas partes. / ¿Es mi nombre, estáis ciertos? / ¿Tenéis todas mis señas? / (…) / ¿Toda mi piel (debí decir), / toda mi piel viene de aquella estatua / de mármol español? (…) / ¿Estáis seguros? / ¿No hay nada más que eso que habéis escrito? / eso que habéis sellado / con un sello de cólera? / (¡Oh, debí haber preguntado!) / y bien, ahora os pregunto: / ¿No veis tambores en mis ojos? / ¿No veis estos tambores densos y golpeados / con dos lágrimas secas? / ¿No tengo acaso / un abuelo nocturno / con una gran marca negra / (más negra todavía que la piel), / una gran marca hecha de un latigazo? / ¿No tengo pues / un abuelo mandinga, congo, dahomeyano? /…”

Uslar nos recuerda que este mestizaje cultural aluvional y extendido también se encuentra presente en muchos otros autores de nuestra literatura: en Gallegos, Guiraldes, Rivera, Azuela; en la poesía de Gabriela Mistral, “trémula confluencia de tiempos y modos”; en el barroquismo americano de Carpentier y Asturias que se alimenta “con elementos románticos, con sabiduría surrealista y con la atracción por la magia de los pueblos primitivos”. La voracidad transformadora y caótica de Neruda tiene también sus raíces en nuestro entrevero civilizatorio, al igual que Jorge Luis Borges, quien, en opinión de nuestro escritor, “es el más refinado manipulador de la vocación y de los elementos de nuestro mestizaje cultural.”

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