Yukio Mishima
Obsesionado con la belleza de la juventud, prefirió morir a los 45 años, en la plenitud de sus condiciones, antes de conocer la fase de deterioro físico que inevitablemente llegaría.

El 25 de noviembre de 1970, después de intentar —infructuosamente— propiciar un golpe de Estado, muere en Tokyo en los cuarteles de las llamadas Fuerzas de Autodefensas Japonesas, Yukio Mishima, uno de los más importantes escritores del siglo XX.

Era autor de más de 250 obras, entre las cuales se cuentan piezas de teatro, ensayos, películas y una poderosa tetralogía, El mar de la fertilidad, cuyo último tomo envío a su editor por correo el mismo día de su muerte. Tenía 45 años de edad, no sufría ninguna enfermedad, ni condición psicológica debilitante o trastornos depresivos, nada. Fiel a sus creencias, secuestró al comandante del campamento militar Ichigaya y lo obligó a convocar a todos sus oficiales, frente a los cuales dio un discurso llamando al derrocamiento de la clase política que había vendido su país al Occidente. Y como los soldados se burlaron de él, regresó a la oficina donde permanecía amarrado el general y se suicidó.

Tampoco se pegó un tiro o se tomó una pastilla. Cometió seppuku, el ritual de suicido reservado a los samuráis, que consistía en enterrarse una corta espada en el abdomen y desprender todos los órganos importantes del cuerpo, antes que sufrir la humillación y el deshonor de contemplar la derrota a manos de los enemigos. Adversarios simbólicos en su caso, pero reales en su mente, con vida propia y libertad de acción. Luego, justo antes de que el dolor entorpeciera el control del cuerpo y su expresión facial, un ayudante y fiel amigo lo decapitaba con su espada. El rol de asistente cayó en manos de Masakatsu Morita, a quién las malas lenguas señalan como amante del escritor, que no pudo con la tarea, fallando en varias oportunidades el golpe definitivo, hasta que un tercero, Hiroyasu Koga, también miembro del Tatenokai, la Sociedad del Escudo, una organización paramilitar fundada por Mishima, tomó la katana en sus manos y decapitó correctamente al escritor y al mismo Morita, después de que éste cometiera también seppuku.

No se había visto un acto tan fuera de lugar como el suyo, justo cuando Japón recobraba su poderío económico y pocos años después de las famosas Olimpíadas de Tokyo en 1964, de haber recibido otro japonés, Yasunari Kawabata, el Premio Nóbel de Literatura y de la Expo de Osaka ese mismo año de 1970. Incomprensible y fuera de lugar, no había forma de compaginar esa nostalgia por el Imperio del Japón con las realidades y éxitos económicos de la postguerra. Incomprensible y extemporáneo…

¿Quién era Mishima y por qué se hizo el harakiri? Hace poco apareció un libro que aclara buena parte de los interrogantes. Una entrevista realizada por el influyente crítico japonés Takashi Furubayashi, pocos días antes de la muerte del novelista: Últimas palabras de Yukio Mishima (Alianza Editorial, 2015). Nadie como ese periodista podía forzarlo a definirse, al estar en las antípodas de su pensamiento: de formación marxista, demócrata y satisfecho por la derrota del militarismo nacionalista que llevó al Japón a la guerra, pero consciente también de los sacrificios y la tragedia que significaron esos años para millones de personas en todo el ámbito del Pacífico.

El entrevistador lo acosa, obliga a Mishima a explicar las razones de su posición ultranacionalista y sus respuestas, que leemos ahora por primera vez en español, nos permite vislumbrar el ideario del escritor. Después de todo, como escribía Walter Benjamin, la muerte nos da la perspectiva ideal para conocer el sentido de una trayectoria. No hubiese sido lo mismo que Mishima muriera atropellado por una moto o de una enfermedad contagiosa. La espada cumplió su propósito e ilumina su vida con el sentido definitivo que él mismo quiso darle, con exactitud y premeditación, sin dejar ningún cabo suelto, tal cual como si estuviera escribiendo otro de su relatos.

La dicotomía pureza-impureza lo llevó a una búsqueda del absoluto, a la persecución de un estado de pureza total, contraria al relativismo de la vida contemporánea y a la ausencia de valores firmes. El erotismo, le confesó ese día a Furubayashi, muestra su verdadero rostro cuando establece contacto con el absoluto, pero también ocurre lo mismo en la vida cotidiana. El uso del blanco inmaculado en su obra literaria, esa persecución de la belleza y el amor total, acerca o lleva a la muerte a sus personajes, bien sea en Nieve de primavera o El pabellón dorado, tiene su contraparte en la vulgaridad de quienes no se toman las cosas en serio y terminan contaminando la vida real con el horror de su mediocridad. Quien cree en la pureza, acepta también la existencia de lo impuro; quien acepta la existencia  del diablo, es porque cree firmemente en la existencia de Dios; y si aceptamos la posibilidad del pecado, haremos lo mismo con la inocencia y la santidad. En otro orden de ideas, sin un sistema político organizado a partir de la exaltación del Emperador y la tradición, sólo tendremos el caos del mercado y el consumismo. La entrega al absoluto, así sea una concepción abstracta, le dio la oportunidad a Mishima de intentar vivir al máximo. No sólo arriesgó todo por el placer, sino que se entregó a la práctica de las artes marciales hasta alcanzar una rara perfección, logró una producción única en cantidad y calidad, y también, al identificarse totalmente con los ideales ultranacionalistas, ofreció el sacrificio de su propia vida. Tendría su dosis de locura, pero no podemos dejar de apreciar su honestidad.

Obsesionado con la belleza de la juventud, prefirió morir a los 45 años, en la plenitud de sus condiciones, antes de conocer la fase de deterioro físico que inevitablemente llegaría. Pero no es así de fácil. Argumentaba que la presencia del budismo en la cultura japonesa era otra manera de aspirar al absoluto. Creía que el pueblo japonés no podía contentarse con la felicidad del relativismo, ni aceptar la corrupción de efímeras ambiciones políticas. Consideraba el aprecio por la vida propia como uno de los valores de la postguerra que arruinó al Japón. Acusado de vivir en la lógica de un mundo ficticio, donde los personajes de sus libros llevaban la vida que él consideraba auténtica y que aparentemente no podía tener, decidió poner en práctica sus principios. Su objetivo primario siempre fue la celebración de la existencia, sin mañana posible, sin dejar nada fuera del instante presente. No podemos dejar de añorar esa honradez, esa incapacidad de aceptar la mediocridad de quien no se toma en serio ni siquiera a sí mismo. Se quemó en el fuego de sus ideales, tal como lo hicieron no hace mucho más de cien venezolanos; quizás inútilmente o sin transcendencia real, sin alcanzar el objetivo político, pero lo intentó. La entrevista tiene frases contundentes y nos quedamos con una: “La libertad de hoy está estandarizada, está despojada de individualidad. Hasta con el sexo pasa igual. Se habla de sexo libre, pero en realidad lo único que se hace es ofrecer a todos la misma taza de té. Así es.”

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