Carlos Cruz-Diez
Luego de muchos tanteos y ensayos, de hallazgos y desencuentros, de errores y aciertos, de alegrías y frustraciones, Cruz-Diez logra, finalmente, habitar en la paz de sus colores.

 El arte es el hombre agregado a la naturaleza; la naturaleza, la realidad, la verdad, pero con un significado, con una concepción, un carácter, que el artista hace resaltar, y a los cuales da expresión, que redime, que desenreda, libera, ilumina.

Vincent Van Gogh. Cartas a Theo

Con el patrocinio de la Cruz–Diez Art Foundation sale a la consideración de público interesado el libro de Ariel Jiménez, destacado crítico e investigador venezolano de las artes visuales —especialmente del arte contemporáneo y del movimiento cinético— dedicado al estudio de la obra del maestro Carlos Cruz–Diez, en donde analiza el largo recorrido llevado a cabo por el artista para alcanzar la ansiada y bienvenida autonomía del color.

En el texto introductorio de Adriana Cruz, presidente de la fundación patrocinadora del libro Carlos Cruz–Diez y la autonomía del color, publicado en 2016, se ofrece una precisa explicación de las circunstancias y motivaciones que llevaron a Jiménez a estudiar prolijamente la particular obra del maestro del cinetismo. Reseña la presentadora:

“El presente ensayo de Ariel Jiménez es un interesante recorrido por el rol del color dentro de la historia del arte. Descifrar quiénes fueron los primeros en cautivar los colores, sus motivaciones y cómo lo hicieron, desvela capítulos de una aventura inconclusa en la que el color resulta ser un protagonista fascinante y misterioso. ¿Existe históricamente una sujeción de parte del dibujo sobre el color? ¿Qué significa la ‘liberación’ del color y hasta dónde se ha llevado en los últimos dos siglos? Ariel Jiménez, con la erudición y claridad que lo caracterizan, abordó algunas de estas preguntas en marzo de 2013 en una conferencia ofrecida en The Central Academy of Fine Arts en Pekín, China, en el marco de la exposición Carlos Cruz-Diez: Circumstance and Ambiguity of Color. Pero las interrogantes que él mismo se planteó no lo abandonaron. Continuó investigando y abordando los temas centrales en su infatigable conversación sistemática con Cruz-Diez. El diálogo entre ambos, sumado a estudios de filosofía, historia, estética y creación, se enriqueció y rindió los frutos que terminaron en este libro que Cruz-Diez Foundation tiene el gusto de presentar”.

Efectivamente el autor con enjundia y conocimiento del tema en estudio, investiga la accidentada ruta que ha debido recorrer el color para obtener su libertad, ser protagonista y no telonero, artista de reparto, relleno, en su ancestral sujeción al dibujo, al trazo y a la línea.  En este sentido, el autor precisa:

«Pero liberar el color implicaba la existencia de un estado anterior en el que habría sido prisionero de algo o de alguien, y es incuestionable que ese momento se sitúa en los albores del Renacimiento, cuando se comenzó a concebir la pintura en términos de mimesis. Es decir, como un arte cuyo objetivo central consistía en producir un doble fidedigno del mundo para, a partir de allí, darle forma visible al universo espiritual de la humanidad, a sus utopías, sus luchas ideológicas, sus logros materiales».

Cruz–Diez no fue ajeno a este proceso histórico que asumió como propio. Recordemos que el artista viene del diseño gráfico, de la ilustración, en fin, de la tradicional y convencional pintura figurativa. Larga y ardua es entonces la tarea que el creador realiza en su taller para liberarse y liberar al color, para obtener el color buscado: su color. Sin remilgos ni cortapisas, el autor comunica lo comunicado por el artista:

«Cruz-Diez, entonces marxista y materialista convencido, en lucha él mismo contra las tradiciones religiosas de su familia y su tiempo, quería hacer de su investigación una práctica absolutamente desligada de toda lectura simbólica, religiosa, filosófica o esotérica, inscribiéndose en la historia, sí, pero en un gesto de ruptura radical ante ella, con los ojos puestos en lo posible. Y no solo quiso construir un discurso plástico desprendido de toda simbología, también persiguió, a la par de todo artista moderno, restringirse a la esencia misma del medio empleado, dejando fuera —excluida— toda solicitud literaria o extra-pictórica. Aferrarse a la especificidad de la pintura, arte de la visión, como a la naturaleza física, fenomenológica y lumínica del color, fue y sigue siendo su reto. Y todo lo demás será percibido por él como agregados no solo innecesarios, sino hasta molestos; defectos, maculaturas o desperfectos que no hacen otra cosa sino entorpecer la experiencia, que él sueña pura, de un ser entregado —aquí y ahora— al goce y a la magia de la luz y sus manifestaciones cromáticas”.

Luego de muchos tanteos y ensayos, de hallazgos y desencuentros, de errores y aciertos, de alegrías y frustraciones, Cruz-Diez logra, finalmente, habitar en la paz de sus colores. Diversas son las vías, los derroteros, los itinerarios, los recorridos que el artista transita para llegar a la Tierra de Gracia del color, de su color. Según el autor:

“Entre estas operaciones destaca, ante todo, el hecho de recurrir a lo que podríamos llamar los componentes básicos de un verdadero lenguaje pictórico, en ciertos puntos al menos paralelo o comparable a lo que ocurre con el lenguaje oral o escrito, solo que se trata de un lenguaje tácito, no discursivo, que carga o impregna de sentido los objetos. Por ejemplo, el pensar su obra —Physichromie, Chromointerférence (Cromointerferencia), Couleur Additive (Color Aditivo) e Induction Chromatique (Inducción Cromática)— como el resultado de la interacción entre tres factores: la creación de lo que él llama un ‘Módulo de acontecimiento cromático’, esto es, la agrupación de dos, cuatro o más líneas de color yuxtapuestas, en un orden preciso e invariable al interior de cada una de las 96 obras, produciendo una suerte de célula que luego se repite (segundo elemento del lenguaje), guiada por una sintaxis serial y repetitiva. Y, por último, el acudir a esa especie de detonante que representan sus tramas de líneas negras inclinadas, y cuya superposición a los módulos repetidos, induce la aparición de nuevas gamas”.

Jiménez —solidario y complacido— acompaña al maestro por las variadas y convergentes estaciones del atrevido y fructuoso recorrido cromático de Cruz–Diez. Dejémonos conducir:

  1. Las Physichromies [Fisicromías]: En las que la mezcla óptica no se produce solamente a partir del color químico, sino también de sus 94 reflejos. Esto porque los pigmentos seleccionados fueron aplicados sobre los costados y los cantos de una serie de bandas en cartón, encoladas todas juntas sobre un fondo de madera, y a diferentes alturas (algunas incluso más altas de un lado que del otro), con lo que se generan entre ellas pequeños corredores, minúsculos espacios cuyo interior se ve invadido por el color que reflejan las bandas laterales Allí, en esos diminutos corredores, el color reflejo flota literalmente sobre la superficie, y lo que el ojo percibe, y varía en función de las condiciones de observación, es un ligero halo de luz coloreada recreando, en modelo reducido, fenómenos cromáticos cercanos a los que se perciben durante el atardecer o el amanecer; una aurora apresada por la pintura. Pero una aurora, y esto hay que tenerlo siempre presente, que vemos allí presentada, regida, por el lenguaje.
  2. Ahora, si en las Physichromies es donde mejor se advierte esa tensión claramente barroca entre la luz y la materia, sus Inductions Chromatiques y Chromosaturations nos brindan por el contrario dos ejemplos particularmente felices; en la sencillez de las soluciones técnicas a las que recurren, y en su eficacia para presentar el color-luz «liberado». Aun así, ni siquiera ahí se le ve absolutamente independiente, como lo sueña el artista cuando imagina, en el futuro, una tecnología capaz de confinar auténticas masas de color en el espacio (especies de auroras boreales recreadas por el arte), que podrían evolucionar y transformarse en el tiempo, ofreciéndonos el espectáculo de un ser aéreo y lumínico, perfectamente autónomo. Mientras ese día soñado llega, su obra no podrá sino sugerirnos una posibilidad, una pureza ideal por ahora imposible de alcanzar, y el color-luz seguirá manifestándose en los intersticios de sus tramas, o proyectado sobre un cuerpo (muro o cubos blancos), nunca por completo emancipado. Todo pues es significativo en ellas, incluyendo los materiales y la manera como cada serie surge de sus procesos creativos”.

Finalmente, coincidimos con la acertada consideración de Ariel Jiménez, cuando concluye que las obras del maestro Cruz–Diez:

“…son el fruto innegable de nuestro tiempo, de una pintura que integra en su estructura y en sus resultados un concepto otro del cosmos, y que ya no concebimos a la manera de los filósofos y científicos occidentales anteriores al siglo XIX, sino como un universo material producto en cierta forma «emergente» de interacciones electromagnéticas, energéticas. Uno, además, donde lo que percibimos no se presenta como una realidad ajena, exterior a la conciencia, sino como fenómenos inextricablemente dependientes de nuestras posibilidades y limitaciones de observación, de esa casi improbable capacidad que brota en los frágiles seres vivos que somos, y que nos lleva a maravillarnos ante la belleza del mundo cada vez que abrimos los ojos. Porque pensar el color es definitivamente una forma de pensar el mundo, y las relaciones que nos atan a él”.

        

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