«Ágora», de Magdalena Abakanowicz
«Ágora», de Magdalena Abakanowicz, en el Grant Park de Chicago. Cuenta con 106 figuras de hierro fundido sin cabeza y sin brazos. Foto: John C. Thomas.

* Este artículo fue premiado con mención especial en el concurso de artículos breves «¿Por qué votan a los extremos? ¿Cómo fortalecer el centro político?» organizado por Diálogo Político en 2019.

Las primeras dos décadas del siglo XXI han sido testigos de un votante latinoamericano identificado y comprometido con candidatos y movimientos políticos caracterizados por su fuerte críticas y comportamiento contra el sistema democrático. Elegidos democráticamente, candidatos de izquierda y derecha han socavado el sistema de controles republicano en nombre de la mayoría electoral y han llevado a indeseables escenarios de autoritarismo y polarización política.

El éxito electoral de los extremos ha sido gracias a una serie de factores que involucran el funcionamiento del sistema democrático. Los ciudadanos prefieren la democracia sobre cualquier otro tipo de régimen político pero continuamente se quejan de su desempeño. Ellos no toleran que se les siga convocando a las urnas si la democracia no brinda un mejor acceso y provisión a los bienes y servicios públicos para que redunde en la calidad de vida. [1] También sienten que los partidos políticos permanecen alejados de ellos incumpliendo su función de representación política. No se contienen en decir ¡que se vayan todos! al decepcionarse de que sus representantes están coludidos con el fenómeno de la corrupción y actúan según sus intereses y no con los de sus electores.

¿Y cuál es la respuesta que encuentran ante semejante decepción? Los ciudadanos viran la mirada hacia opciones cercanas y disruptivas, como las de candidatos populistas que prometen mayor eficacia política para luchar contra la desigualdad, la inseguridad o la corrupción. Sin embargo, sus acciones ponen en riesgo la democracia liberal, un régimen diseñado para limitar el poder. Así, en la necesidad de un cambio rápido se incuba la tentación de socavar a la democracia con el populismo.

Con la entrada del populismo, la democracia deja de ser liberal para convertirse en delegativa (O’Donnell, 1994). Los votos otorgan una carta en blanco a los presidentes electos para actuar como únicos y exclusivos actores de la política de su país sobre el que recae la expectativa de los ciudadanos urgidos de soluciones rápidas. Para evitar las demoras de la democracia, los presidentes populistas deciden deshacerse de las normas de juego que les impiden cumplir con su electorado, y violan la división de poderes. Con partidos impedidos de realizar control político, los tribunales desatendiendo a las minorías y una ciudadanía sin voz, la maquinaria de la eficacia populista aplasta las instituciones democráticas en nombre de la mayoría electoral.

Lógicamente, el populismo de las campañas se traduce en autoritarismo a la hora de gobernar. Se instala en los países un ambiente de polarización política como consecuencia de los avances radicales del gobierno populista y una lógica política confrontativa de suma cero. Sobre el quiebre de las democracias, Mainwaring y Pérez Liñán (2014) sugieren que el radicalismo ha sido una fuente de inestabilidad en las democracias porque la imposición de altos costos de unos actores políticos sobre otros han abierto la puerta a elección de medios antidemocráticos para acceder y ejercer el poder. [2]

América Latina ha experimentado ejemplos de populismo con personajes carismáticos como Chávez o Fujimori, que, a fuerza de discurso y acciones intrépidas, desacreditaron la confianza en las instituciones de la democracia liberal. Sin límites a su poder, se dispusieron a cambiar la institucionalidad de sus países, polarizando y apelando a las mayorías electorales como única fuente de legitimidad política, vulnerando los espacios y derechos de la oposición.

Es así que, ante el arraigo de los extremos políticos, muchos han propuesto la emergencia ideológica del centro político. Se le ha definido como una mezcla programática de lo bueno que proponen la izquierda y la derecha, un intento de superar el antagonismo ideológico clásico. Sin embargo, aterrizando el concepto, el término centro político fue introducido al imaginario político por Anthony Downs (1957) como una categoría que denota el espacio donde se concentra la mayor cantidad de votantes y hacia el cual los partidos ubicados a los extremos se mueven para lograr más votos. La teoría del votante mediano demuestra el oportunismo electoral de los partidos ubicados en el espectro ideológico, pero nos da luces sobre una posible definición del centro político.

El centro político no es, entonces, una ideología. No existen partidos de centro. Por el contrario, sí lo son de centroizquierda o de centroderecha. Esto nos invita a plantearnos que el centro político más que una posición ideológica es una actitud ante la política.

La principal característica de los centristas de izquierda o de derecha es el respeto por las reglas de juego y los actores políticos de la democracia. En pocas palabras, el centrismo se define como una actitud de moderación política. Ellos respetan y apoyan a los partidos políticos como intermediarios vitales de la democracia, negándose a seguir a líderes que se atribuyen la verdad absoluta sobre la política. Tampoco pierden la confianza en la democracia liberal como sí lo hacen sus pares más extremos del espectro político, al punto de ser catalogados de tibios ante la resolución de problemas que aquejan a la sociedad.

Como antídoto ante el populismo, el centro debe robustecerse con el fin de fortalecer las instituciones. Es fundamental fortalecer los procesos de democracia interna dentro de los partidos con la promoción de procedimientos más transparentes y amplios a la sociedad civil, que permitan a estas organizaciones ofertar y retroalimentar sus plataformas programáticas de la mano de los ciudadanos. En la misma línea, los liderazgos deben renovarse para que las generaciones más jóvenes logren involucrarse y participar más activamente en política.

Como argumento final, es necesario considerar que el centro político debe ser una expresión de la sociedad sobre cómo debe ejercerse el poder. La sociedad da vida a los partidos y estos a su vez dan forma a las instituciones con las que se dirigirán los destinos de los países. Sin partidos moderados no habrá límites suficientemente fuertes a los pretendientes populistas que buscan, en nombre de la democracia, concentrar poder a expensas de las expectativas de los ciudadanos.

Bibliografía

Downs, A. (1957). «An economic theory of political action in a democracy», Journal of political economy, vol. 5, n.º 2, pp. 135-150.

O’Donnell, G. (1994). «Delegative democracy», Journal of democracy, vol. 5, n.º 1, pp. 55-69.

Pérez-Liñán, A., y Mainwaring, S. (2014). «La supervivencia de la democracia en América Latina (1945-2005)», América Latina Hoy, vol. 68, pp. 139-168.

Notas

[1] El último reporte de Latinobarómetro muestra que el 71% de los encuestados están insatisfechos con el desempeño de la democracia, a pesar de que el 65% de ellos están de acuerdo con la afirmación churchilliana de que «la democracia puede tener problemas pero es el mejor sistema de gobierno».

[2] Otra idea sugerida por los autores es que si los actores políticos no tienen preferencia normativa por la democracia, la democracia se desvaloriza como régimen político y posteriormente transita a regímenes autoritarios.

Publicado originalmente en http://dialogopolitico.org.

 

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