El baile de los vampiros
En ‘El baile de los vampiros’, Polanski hace el más completo uso del absurdo tal vez encontrado en el cine y posiblemente el que con mayor intensidad ha sido ignorado.

«Mi nacimiento es uno de esos hechos en los que no me queda más remedio que creer, ya que no guardo el menor recuerdo de él».

Sławomir Mrożek

Sinopsis: El doctor Abronsius y su ayudante Alfred, viajan por Transilvania para confirmar una teoría que afirma la existencia real de los vampiros y que tropieza con el escepticismo de sus colegas de la Universidad de Könisberg. Se detienen en una posada, cuyas paredes y ventanas están cubiertas de ristras de ajos, pero tanto los parroquianos como el posadero afirman que no existe ningún castillo por los alrededores y justifican la presencia de los ajos como un motivo ornamental típico de la región. El rapto de la hija del posadero y la vampirización de éste proporcionan a los protagonistas pistas suficientes para llegar al castillo.

Análisis. Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo el absurdo todavía estaba allí. No el de la risa fácil o el sinsentido, sino el de la impotencia frente a la razón, el de la sátira contra los males del mundo, contra el verse convertido irremediablemente en un espantoso insecto. Del existencialismo había empezado a brotar una rama que azotaría a todos los campos de creación. El cine, por supuesto, no iba a ser menos.

El baile de los vampiros

En la excelsa obra de Roman Polanski el existencialismo está siempre presente. Recordar obras como El pianista (The Pianist, 2002) o Tess (1979), ya sea en sus variantes más analíticas, emocionantes o pesimistas, acreditan el acertado trabajo de empatía del director. Pero ¿y el absurdismo? Absurdismo, vaya una palabra fea para definir una corriente de pensamiento que nada tiene que ver con lo que la palabra propia designa. No obstante, como diría C. S. Peirce, se ha usado muy probablemente por estar a salvo de secuestradores, aunque no hace mucha justicia a la profundidad de su aplicación en el imaginario cultural occidental, dicho sea de paso.

Hay que situar El baile de los vampiros de Polanski dentro de la categoría del absurdo no sólo por el humor que rezuma y que es de todos conocido: diálogos para besugos, gags que podrían ser llamados de muchas maneras y concretamente idiotas, por divertidos, sutil humor a partir de elementales referencias eróticas y demás triquiñuelas del «humor cortés»; no sólo por el humor, decía, sino también por las referencias, por las fuentes de las que directa o indirectamente el aquí director y actor ha bebido para situarse a la altura del género y encumbrarlo hasta el término «mítico».

Para empezar, que el guionista elegido para este film fuera Gérard Brach no podía ser más relevante al estar fuertemente influenciado por la figura de Kafka. Pos-kafkiano de manual, Polanski incorpora a los diálogos de Brach una serie de planos e imágenes poderosas que los complementan, no llegando a abusar de ellos. Con esto sigue realmente la estela de Eugène Ionesco, con quien guarda diversas similitudes desde la infancia. Ambos estuvieron marcados por la tragedia de la guerra, la emigración a Francia y posterior nacionalización. Ionesco expone el sentimiento de ridiculez de la condición humana, su incomunicación, su pesimismo y el sinsentido de la existencia, tan lamentable que puede llegar a resultar cómica. Todo ello fantásticamente reflejado en una de las escenas iniciales en la que el profesor llega congelado a la taberna y los personajes del pueblo, hablando todos a la vez pero sin escucharse unos a otros, no hacen más que rendirse a supercherías y contradicciones, de forma cruda pero hilarante.

En otro orden de influjos, Rebecca Shagal, la esposa del posadero, está inspirada en Regina Horowitz, una especie de madre adoptiva de Polanski durante la guerra y ejemplo de la tradicional esposa y madre judía, elemento que tiene una gran relación, como se verá más abajo, con la literatura —en este caso no se sabe si de lectura directa o indirecta por parte del director— de Sławomir Mrożek.

Por otra parte, sólo mencionaré las evidentes impresiones que debieron de causar en Polanski las obras de vampiros cinematográficas previas a las suyas. Nosferatu el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, F. W. Murnau, 1922) o Vampyr (Carl Theodor Dreyer, 1932) son muestras evidentes de los buenos trabajos que se habían hecho con sello de autor, pero es en las Hammer Films en las que Polanski puso su ojo para su propia película de vampiros. Estas películas mezclaban mitos de la antigüedad con terror gótico inglés, romanticismo alemán y temática sobrenatural con un barroquismo estético tal vez excesivo. Este espíritu del terror centroeuropeo del siglo XIX y principios del XX suscitaba más diversión que terror tras las guerras, y este hecho fascinó a Polanski hasta el punto de querer hacer una sátira. El resultado —no removeré el consabido «sablazo» por la espalda del productor Ransohoff— fue la no suficientemente valorada aunque encumbrada como película de culto El baile de los vampiros.

La influencia pictórica

Es bien sabido que la pintura sirve de inspiración a muchos directores y que, incluso inconscientemente, muchos de ellos están bajo el influjo de los grandes artistas del campo, dado que coinciden en el trabajo con la imagen también propia de los cineastas. En el caso de Polanski, hay algunas influencias claramente reconocibles y, en ciertas ocasiones, él mismo las ha admitido.

Un gran trabajo que siempre ha alabado es la fotografía de William H. Clothier en Track of the Cat (1954), con dirección de William A. Wellmann, quien realmente recibe también una fuerte influencia de la pintura de Pieter Bruegel. De este último toma Polanski la alegoría y los paisajes de grandes extensiones nevadas con oscuros que contrastan con la luminosidad que se pierde entre las tinieblas, las cualidades climáticas variables, la naturaleza; todo ello se puede encontrar en la película para tratar de ambientar a la perfección el tétrico ambiente de los monstruos de la noche y las adversidades climáticas, tan necesarias, al parecer, para poder cometer los crímenes con total impunidad. Como si no se pudiese asesinar con buen tiempo porque, claro, la intensidad no es la misma. En todo caso, Polanski recibe la influencia de este pintor y cabe destacar, sobre todo, su obra Cazadores en la nieve que, si bien el título no deja de ser significativo en torno a la película de vampiros, la escasez pero presencia de tonos rojos representa el cálido aporte vital que la inocente Sharon Tate hace contrastar durante el baile con las decimonónicas interpretaciones y atuendos de los cómicos seres de la noche.

Casi todos los planos de la posada, especialmente los que hacen que se asemeje a una posada centroeuropea, hacen referencia a la obra Yo y la aldea de Marc Chagall, quien también es una fuente de inspiración reconocida para el cineasta. Chagall fue director del Teatro Judío Estatal de Moscú de 1919 a 1922 y fue un más amigo que simple conocido de Polanski, quien le rinde homenaje, además de tomando su obra como referencia propia, apellidando al posadero judío Shagal. Un reconocimiento más que justo y comprometido con la causa judía, siempre presente en sus obras.

Las apariciones fantásticas, todo el imaginario del horror y su retrato de seres extraños, diabólicos, depauperados y desbordante imaginación en torno a la degeneración monstruosa merecen la mención del romanticismo europeo y la inclusión de su estilo de apariciones a partir de la obra de Henry Fusel. Todo lo demoníaco, decadente, morboso y monstruoso se dan la mano armónicamente en su obra del mismo modo en que Polanski lo pone de manifiesto en la pantalla. Bailar con el diablo no es bailar…

La literatura polaca en la película

Hay una gran influencia literaria en las películas de Polanski. Durante toda su primera obra se presenta muy afectado por ‘El maestro y Margarita‘ de Mijaíl Bulgákov, y construye sus filmes divididos en tres actos, como en teatro. Sin embargo, las influencias para El baile de los vampiros van un poco más allá de esos aportes más o menos clasistas e introduce el elemento del absurdo que ya se ha explicado en contra de las situaciones políticas y sociales que asolan el centro de Europa. Ya se han mencionado a Kafka e Inonesco, porque son los más evidentes y elementales, pero hay otra serie de autores, pertenecientes a la tradición literaria polaca, que marcan mucho esta película ya sea directa o indirectamente.

La literatura polaca es tan minoritaria como el lector de este artículo sea capaz de reconocer. Los nombres de escritores y dramaturgos son, en muchos círculos, misterios atribuidos a otros países, en el ligerísimo caso en que sean capaces de reconocerse como verdaderamente autores y no miembros de otras materias.

Pero Polanski los conocía bien a todos, no en vano muchos vivencian situaciones personales paradigmáticas e incluso llegan a coincidir con el director en algunos momentos de su andadura profesional. El rastro de algunos de ellos se puede ver en la película que aquí nos trae de muy diversas maneras. Para empezar, los ambientes cerrados, claustrofóbicos y casi necrófilos —recordemos la escena en que Shagal se deja caer en la tumba con su «víctima» amada para perpetrar la violación en la intimidad del lecho de madera de pino— recuerdan irremediablemente a los descritos por Bruno Schuldz en su ‘Sanatorio bajo Clepsidra’, un libro de relatos que si bien no son geniales, sí que merecen una lectura detallada para absorber los ambientes terroríficos de la época. El terror que el cine no era capaz de imbuir en sus espectadores la literatura aún era capaz de mantenerlo: podía alardear de «trucos» con los que asombrar a unos lectores cada vez más minoritarios. No era el tiempo del papel, el cinematógrafo ganaba adeptos a raudales por la nueva magia de la imagen. De esta obra de Schuldz se hizo película de escaso éxito que claramente era un intento por llamar la atención de las letras ignoradas del país. No dejaron de serlo después de la adaptación, claro.

Continuando con los relatos y solapando la tradición teatral de su obra, de quien sí se sabe que Polanski hizo una lectura muy detallada fue de Witold Gombrowicz, de quien toma su rechazo por las normas —que tampoco es necesario atribuírselo como un cese de intenciones; ya el director rechazaba suficientes cosas como para hacer creer que no tenía una intencionalidad propia. Digamos, simplemente, que coincidían en este aspecto—, el gusto por lo fantástico que sí armoniza con la aplicación de personajes fantasmagóricos y ficticios y la tendencia a la irracionalidad. Teniendo en cuenta que ya los personajes de la literatura clásica son invenciones que pasan por excesivamente racionales a falta de veracidad —que no verosimilitud—, es un elemento que no se priva de la rabia de lo imposible o, cuanto menos, de lo improbable. Si a ello añadimos los lúcidos diálogos entre el profesor y el conde von Krolock en los que ambos saben quién es quién pero se empeñan en guardar esas apariencias de colegas propiamente académicos, la racionalidad se disfraza de absurdo. Por no hablar de cada conversación con Shagal, que son otro mundo, directamente; auténticos diálogos para besugos. Recuérdese, especialmente, la negación de los ajos nada más llegar a la posada, donde están bien a la vista y Shagal se hace el tonto preguntando a qué se refieren.

Una mención aparte merece la relación de Polanski con Jerzy Kosinski, de quien quiso adaptar ‘Pasos’ y que al final fue otro proyecto que se quedó en el camino por falta de medios de producción. ‘Desde el jardín’ fue una gran novela de este autor que sí se llevó al cine con gran éxito de crítica y público y con la que Polanski estuvo tan satisfecho que quiso llevar a la pantalla la obra ya mencionada, pero se enfrascó en el extravagante rodaje de El baile de los vampiros y tuvo que abandonar el otro proyecto.

Un gran poso dejó en el director tanto la obra como la adaptación cinematográfica del ‘Manuscrito encontrado en Zaragoza’, impresionante novela de Jan Potocki repleta de aventuras, historia, un romanticismo añejo como base crítica y la simbología erótica que casi traspasaba las fronteras entre diferentes disciplinas artísticas con espíritu crítico y reivindicativo de una sociedad sin los tabúes previos a la guerra. La película, polaca también, dirigida por Wojciech Has, fue estrenada en 1965, dos años antes que la de Polanski, quien sin duda la vio y, probablemente, leyera la novela. De ellas tomaría a esos personajes acechados por el mal, unos seres demoníacos, y la sexualidad casi goyesca que, en el caso del libro, acecha al lector con una estética a medio camino entre lo rural y lo tétrico. Cabe destacar la similitud entre Alfonso van Worden y Alfred, interpretado por el propio Polanski, quien lo ha sabido impregnar del espíritu entre temeroso de la historia y esperanzado por reescribirla de un personaje que es la viva imagen del materialismo histórico aderezado con el retablo de la decadencia.

Este último, sobre todo, con el aspecto erótico, ha mostrado un imaginario clave para la estética de la película, con constantes referencias sexuales —no profundicemos en el hijo del conde, abiertamente homosexual y ridículo por cuanto que no es un vampiro «convencional», y que prefiere la compañía de la víctima masculina y «rastrojeada» a la femenina, impoluta, joven y hermosa. El vampiro decadente— como la «erección» final con el muerdo que cierra la aventura hacia la expansión del mal endémico.

A pesar de todo, falta la repercusión del elemento más visual de todos, más por encima de la estética de la imagen del film: a saber, el absurdo. Hay una estética del absurdo, sí, reconocible a simple vista, pero hay, sobre todo, una literatura del absurdo detrás de cada diálogo o de cada gag que, si bien no se ha reconocido abiertamente, muestra un corte clásico representado en las obras, tanto teatrales como de narrativa breve, de Sławomir Mrożek.

Mrożek estuvo allí

Ionesco, Beckett o Dürrenmatt son nombres que aparecen siempre acompañando al de Mrożek, uno de los dramaturgos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Acreedor al Nobel por grandes obras como ‘Tango’, ‘Emigrantes’ o ‘Striptease’, Andreas Rossmann escribe sobre él en las páginas del Frankfurter Allgemeine Zeitung que “entre 1960 y 1990 el nombre de Mrożek se convirtió en sinónimo del teatro polaco moderno: dos de cada tres piezas polacas que llegaban a los escenarios europeos habían salido de su pluma”. Con este panorama literario y teniendo en cuenta la vinculación de Polanski al teatro centroeuropeo durante su juventud, ¿cómo obviar el hecho de que mientras él participaba en ese ambiente triunfaban las obras del dramaturgo? ¿Cómo pasar por alto que Polanski tuvo que haberse encontrado, cara a cara, con el absurdo?

El momento en el que Mrożek escribe es justo en el que Polanski comienza a formarse como actor y director y toda influencia del exterior para aprender de lo más granado del panorama artístico europeo —donde se encontraba en ese primer momento— es poca. Es interesante una de las confesiones del dramaturgo sobre la época política en la que le tocó vivir, a caballo entre el comunismo soviético y los estados democráticos que trataban de recuperarse de la guerra del oeste del continente. De aquel entonces afirma sobre sí mismo: “Cuando tenía veinte años estaba dispuesto a abrazar cualquier ideología absurda, por estúpida y disparatada que fuera: lo único que me importaba es que fuese revolucionaria. Simplemente, me parecía que había llegado la hora de hacer mi propia revolución personal”. Y la hizo, vaya que sí.

En 1957 aparece su primer libro de relatos satíricos, ‘El elefante’, y un año después, su obra ‘La policía’. La revolución cultural comenzó a triunfar con el movimiento del 68 y muchas de las cosas que sucedían en el mundo le parecían —y le siguen pareciendo— absurdas y cada día lo eran más y más. Mrożek podía llegar a simpatizar con aquel sentimiento revolucionario pero, desde luego, no era el «suyo». Su revolución pasó por abrir los ojos y mostrar al panorama intelectual que lo que estaba sucediendo no era, ni por asomo, tan bueno ni tan revolucionario como se pretendía. Muchos de sus relatos son abiertas sátiras a los regímenes políticos imperantes —especialmente al soviético y al comunismo, sin distinción, ambigüedad política en todo momento y crítica a todos por igual— y hace un uso elegante y especial de los perros salchicha, protagonistas recurrentes en sus obras y con los que se le ofreció un desfile a su regreso a Cracovia.

Pensar que Polanski no estaba al tanto de estos perros salchicha, de los relatos de Mrożek o de su obra teatral sería realmente ingenuo. Más teniendo en cuenta que muchos de los gags de El baile de los vampiros tienen el sello inconfundible del humor absurdo de este autor. La persecución por parte del hijo de von Krolock tras Alfred es estilísticamente una parodia al estilo de ‘El elefante’, uno de los más famosos cuentos de Mrożek, en el que lo verdaderamente interesante no es la historia tal como se cuenta, sino el elemento formal: cómo se cuenta y lo que de significante hay tras ella: cómo se relata el afán de los niños por conocer al elefante y cómo el animal no es lo que uno cabría esperar, cómo están siendo engañados desde el principio y cómo ellos mismos, en su estulticia, mantienen el artificio para sí aun después de haberse descubierto. Cómo el profesor y Alfred son capaces de mantenerse en el engaño a pesar de su conocimiento de la realidad, de lo que sucede en el pueblo y en el castillo, va en realidad mucho más allá de lo que ellos creen estar fingiendo. Al final, no hay escapatoria posible del mal que ellos mismos van tratando de erradicar, máxime teniendo en cuenta que ellos van a suponer el verdadero mal para el resto del mundo.

La lectura que subyace a esta interpretación de la película no deja de tener cierta repercusión política, porque los elementos del absurdo ponen de manifiesto lo difícil —por no decir imposible— que es escapar de una ideología o creencia que ya está arraigada y que sólo puede expandirse. Todos en el pueblo conocen el vampirismo de la zona, eso nos queda claro, y también nos queda claro que si de los habitantes del pueblo dependiera ese vampirismo que les chupa la sangre —no se me ocurre metáfora política más clásica— no se erradicaría, porque es demasiado «cansado», tal vez más costoso que dejarse vampirizar de vez en cuando. Es precisamente cuando la revolución estalla cuando un régimen se impone; y nadie dice que ese régimen tenga que ser el mejor. Los claros ejemplos, bajo la obra de Sławomir Mrożek, son el comunismo y el capitalismo. Bajo la película de Polanski, podría serlo cualquiera.

¿Es usted el absurdo?

En El baile de los vampiros, Polanski hace el más completo uso del absurdo tal vez encontrado en el cine y posiblemente el que con mayor intensidad ha sido ignorado. No solamente por lo ya citado más arriba; mucho menos justifica su influencia literaria la grandeza del filme —eso tan sólo justifica su genialidad a la hora de beber de tantos clásicos del género—, sino el desarrollo de la idea filosófica del absurdo bajo la corriente existencialista imperante en Europa por la fecha. El absurdo, así leído, aparece en el film, además de como la ya citada sátira, en tanto nihilismo y crítica a la posibilidad de una esperanza para la humanidad, derrotista y agotada tras la sangre joven por la guerra.

Polanski, ya se ha dicho, trabajó la idea original de la crítica contra las películas de vampiros clásicas del género de terror. Pero he aquí que a la gente, después del horror real de la guerra, no le impresionaba la ficción de la gran pantalla.

El baile de los vampiros es, ante todo, la culminación de una época en la que la crudeza ha superado todos los límites y ha dejado fuera cualquier cosa de la que se pueda tener miedo.

No hay temores posibles para quienes vivieron en el Horror con mayúsculas. Y, desde luego, el final de la película, ya sin ironía aparente, lo indica: no hay esperanza posible, el mal está extendido por toda la sociedad y ha llegado hasta los huesos de usted mismo, hórrido espectador que se troncha de risa con el dolor ajeno y las películas quijotescas.

Este clásico de Roman Polanski se exhibe el 30 de junio en los Sábados Selectos del Cinecelarg3. A las 2:00 pm. Entrada libre.

EL BAILE DE LOS VAMPIROS (Dance of the Vampires), Reino Unido, 1967, 110 minutos. Dirección: Roman Polanski. Guion: Gérard Brach, Roman Polanski. Música: Christopher Komeda. Fotografía: Douglas Slocombe. Reparto: Jack MacGowran, Roman Polanski, Sharon Tate, Alfie Bass, Ferdy Mayne.  Productora: Metro-Goldwyn-Mayer.

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