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Las hipótesis sobre el crimen de Gaitán mutaron de la teoría del criminal anónimo y solitario, encarnado en Roa Sierra, a la conspiración internacional, urdidas por el comunismo del régimen de Moscú. Fotografía de Leo Matiz (Cortesía de la Fundación Leo Matiz).

El 9 de abril de 2016 se cumplieron 68 años del asesinato del líder colombiano Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá. Este crimen, como el de otros líderes políticos en Colombia, permanece seis décadas después, en una larga e inviolable  impunidad, que lo acerca al olvido. Pero en su tiempo se barajaron toda suerte de teorías conspirativas sobre los autores intelectuales y materiales del magnicidio, que son recreadas en este artículo.

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Ese mismo día la capital colombiana estalló en violencia. Foto de Leo Matiz. (Cortesía de la Fundación Leo Matiz).

Dentro del reino de la crispación política colombiana y en el contexto de la Guerra Fría entre las potencias aglutinadas en el campo socialista y capitalista, las hipótesis sobre el crimen de Jorge Eliécer Gaitán mutaron desde la teoría del criminal anónimo y solitario, encarnado en Roa Sierra, a la amenazante conspiración internacional, urdidas por el comunismo presidido por el régimen de Moscú.

El gobierno de Mariano Ospina Pérez acogió los señalamientos sobre el comunismo internacional y expresó que poseía pruebas de que agentes de ese sistema político tenían responsabilidad directa en los actos de violencia que sacudieron a Bogotá.

Adicionalmente, el gobierno confirmó la detención de varios extranjeros vinculados con la creación de los actos de anarquía, pero de manera curiosa nunca reveló ante la prensa internacional —acreditada en Bogotá para la IX Conferencia Panamericana— los nombres de los individuos sospechosos y tampoco ofreció detalles sobre las acciones delictivas imputadas.

De manera curiosa, varias voces del conservatismo habían advertido, el 15 de noviembre de 1947, la gestación de un plan subversivo para torpedear la cumbre interamericana. Y el 13 de febrero de 1948, dos meses antes de iniciarse la conferencia, el periódico La Patria de Manizales destacó en sus noticias que Jorge Eliécer Gaitán había recibido dinero de la Unión Soviética para organizar actos de sabotaje contra la cita continental de mandatarios.

De hecho, el fantasma del comunismo recorría los titulares de la prensa internacional. Y en Colombia la edición del diario El Tiempo del 9 de abril de 1948 destacaba en sus páginas de información General Cablegráfica, suministrada por las agencias de prensa United Press y France Press, acerca del descubrimiento de un vasto plan subversivo comunista hallado en Brasil y las tácticas expansionistas de la Rusia soviética sobre Francia.

Colombia no escapaba a las tensiones del orden internacional surgido de la postguerra europea, y el Plan Marshall se convertía en la rampa de lanzamiento de la conquista norteamericana de los mercados de la Alianza Atlántica. También desde Francia se barajaban hipótesis sobre el drama colombiano. Un ejemplo de ello es que la prensa del país galo no escatimó esfuerzos en considerar que los acontecimientos de Bogotá constituían una oscura y efectiva maniobra comunista para hacer fracasar la IX Conferencia Panamericana.

La teoría de la conspiración ganó nuevos y poderosos adeptos dentro de la prensa de capitales como Buenos Aires, Río de Janeiro, Londres y Caracas. En todas ellas, tanto los periódicos como las emisoras, amplificaron el coro internacional del largo brazo de Moscú como el responsable de haber incubado el germen de la conjura anarquista en los tristes y confusos sucesos del 9 de abril.

Cadáver de Roa Sierra, asesino de Gaitán, en el Cementerio Central de Bogotá el 9 de abril de
Cadáver de Roa Sierra, asesino de Gaitán, en el Cementerio Central de Bogotá el 9 de abril de 1948. (Fotografía Manuel H. Rodríguez).

Pero tampoco las autoridades colombianas se iban a quedar cortas de vuelo en la construcción de las pistas que condujeran a capturar a los autores del magnicidio. Y, sin lugar a dudas, la tesis de la intromisión extranjera desde la perspectiva de las tierras de Gonzalo Jiménez de Quesada, alimentó con nuevas y audaces premisas el imaginario policíaco sobre el caso Gaitán.

La más elaborada y sutil de ellas —documentada por las autoridades de ese periodo y publicada en los periódicos de ese año— da cuenta de encuentros furtivos y sospechosos observados en el Café Colombia por experimentados funcionarios del Ministerio de Justicia en horas previas al crimen. Los curtidos y dedicados empleados públicos se ubicaron cercanos a una mesa ocupada por cuatro individuos que susurraban palabras en voz baja y que nunca perdieron de vista el edificio que albergaba las oficinas de Jorge Eliécer Gaitán.

El olfato policíaco de los oficinistas del Ministerio de Justicia los hizo intuir que dos de los sigilosos y discretos sujetos eran extranjeros por el rudo e incomprensible acento de sus palabras. A pesar de la barrera lingüística y de la ininteligible conversación sostenida por los agentes extranjeros, los funcionarios colombianos escucharon reveladoras frases que hablaban de explosiones letales y celadas funestas contra el líder carismático del Partido Liberal.

Las enormes dificultades que enfrentaban los investigadores del caso los llevaban con frecuencia a desechar sus originales y complejas hipótesis para acogerse a nuevas y atrevidas suposiciones criminales. La última de ellas promovía la conjetura probable, según las cuales, Juan Roa Sierra fue visto en compañía de un alcalde de una población vecina a Bogotá y por efecto del alcohol pronunciaron palabras que guardaban relación con el asesinato de Gaitán.

Las autoridades de la época sí pudieron comprobar con rigor que Juan Roa Sierra compró por 75 pesos un revólver a Enrique Rincón, que había conseguido los proyectiles con Enrique Ibáñez y lo vieron reunido con varias personas en el Café Gato Negro en los días previos al magnicidio.

Lo más sorprendente es que debieron transcurrir varias décadas para que en 1982 se conociera sobre una investigación secreta realizada por el Departamento de Estado de los Estados Unidos acerca del asesinato de Gaitán y en la que se evidenció la falta de pruebas sólidas para responsabilizar del asesinato a los comunistas colombianos o extranjeros.

En el libro Documentos de la Embajada, 10 años de la historia colombiana según diplomáticos norteamericanos (1945-1953), su autor David Fernando Varela sostiene que Washington no estuvo satisfecho con la tesis del complot comunista porque “minimizaba la participación de gaitanistas y estudiantes izquierdistas en los disturbios”.

Según Varela, a pesar de que los funcionarios del Departamento de Estado no desestiman la participación de la izquierda internacional en los hechos del 9 de abril, igualmente no descartan que el partido liberal “cuenta con elementos tan violentos como los comunistas y ellos pudieron estar activos en Bogotá entre el 9 y el 11 de abril”. Hasta ahora, lo único cierto es que a través de estos años de historia, el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán es un secreto que Juan Roa Sierra, el autor material del asesinato, se llevó a la tumba.

El complot de los rosacruces

Lo cierto es que después de los acontecimientos, se supo muy poco sobre la vida de Juan Roa Sierra y de los intereses que hubieran podido motivar al hombre que apretó el gatillo para llevar a cabo el magnicidio político más importante y doloroso del siglo XX en Colombia.

La leyenda criminal, tejida alrededor de su personalidad misteriosa y de su final trágico a manos de una turba enardecida que linchó su cuerpo, lo sitúan en el sombrío mundo de la religión Rosacruz, la conocida orden esotérica cuyos orígenes datan del siglo XVII, pero que fue fundada por Christian Rosenkreuz, un reconocido caballero del siglo XV.

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El recuerdo de la tragedia quedó grabado en la memoria de los colombianos con las fotografías divulgadas por los diarios ‘El Tiempo’ y ‘El Espectador’. Foto de Leo Matiz. (Cortesías de la Fundación Leo Matiz).

En la diligencia meticulosa del levantamiento del cadáver de Juan Roa Sierra, adelantada en el atardecer del 9 de abril por Jorge Ignacio Cadena, secretario del Juzgado Permanente, se retiró de la mano derecha del cuerpo un anillo de metal blanco que tenía incrustada la insignia de la muerte, representado con la imagen de una calavera sobre dos fémures cruzados encerrados en una herradura, un signo revelador de la buena suerte, tan lejana a su vida infortunada.

Los hermanos mayores de Roa Sierra —Manuel Vicente y Rafael— aparecieron temerosos ante las autoridades militares y en sus rostros delataban la penosa y triste travesía en juzgados y cementerios para identificar el cuerpo de su familiar.

En el duro trance del levantamiento del cadáver, los funcionarios del Juzgado Permanente Central, levantaron un capote impermeable y los hermanos Roa Sierra vieron por primera vez el cuerpo desnudo de su hermano con una corbata en el cuello.

Observaron con horror el rostro desfigurado y parpadearon con sorpresa cuando miraron su cuerpo y lo encontraron intacto. Carecía de heridas y hematomas. Los peritos les dijeron en tono compasivo que la muchedumbre que arrastró el cuerpo hasta Palacio no se había ensañado contra el cadáver de Juan sino contra su cara.

Agregaron que esa conducta podía explicarse porque la gente que lo linchó en San Francisco huyó del lugar y otros sublevados lo recogieron muerto y después lo arrastraron hacia las calles cercanas a Palacio. Manuel Vicente y Rafael confesaron en el proceso de indagatoria que vivían alejados de Juan Roa Sierra y que su hermano menor vivía con su madre Encarnación de Roa en el barrio Ricaurte. Dijeron también que había nacido el 24 de noviembre de 1921 en Bogotá, en el seno de una familia de 14 hijos.

La noticia del crimen cometido por su hermano sorprendió a Manuel Vicente y a Rafael mientras atendían sus actividades de ganadería y en el transporte como conductor de un taxi rojo en la ciudad, respectivamente. En sus confesiones abrieron la intimidad de Juan Roa Sierra a las autoridades cuando sometidos a la presión de los investigadores que adelantaban las diligencias, declararon que su hermano menor frecuentaba en una pieza arrendada de la casa a una amante conocida con el nombre de María de Jesús Forero.

La sorpresa de los jueces de instrucción criminal encargados del caso fue mayúscula al escuchar de los labios de sus hermanos de sangre que Juan Roa Sierra tenía una hija de tres años como fruto de esa relación amorosa. Los familiares develaron el misterio de las inclinaciones religiosas de Juan Roa Sierra, revelando su afiliación a la religión Rosacruz y de sus temporadas de reclusión en el asilo de Sibaté.

María de Jesús igualmente le comentó a los jueces que su compañero se colocaba frente al espejo con velas y cargaba en su mochila el libro Dioses Atómicos que le había regalado un quirólogo alemán.

En una carta firmada por Luis Roa Sierra el 16 de abril de 1948 y dirigida al diario El Tiempo habló de la dedicación del padre a las labores de ornamentación y defendió el legado de austeridad y modestia recibido de sus progenitores.

Asimismo explicó las actividades laborales de Juan Roa Sierra como vulcanizador de llantas y defendió su inocencia frente al crimen con el que pagó su vida, alegando que nunca tuvo conocimiento de que su hermano menor “hubiera sido conducido por las autoridades a responder por delitos de ninguna naturaleza y de esto pueden dar fe los vecinos de la casa de mi madre, donde él residía y las personas que lo conocieron”.

Pero el recuerdo de la tragedia en la conciencia nacional quedó grabado en la memoria de los colombianos de esa época con las fotografías desoladoras divulgadas en los días posteriores por los diarios El Tiempo y El Espectador, que mostraban los centenares de muertos que cayeron en las calles y plazas de Bogotá por la ola de vandalismo en que desembocó la protesta popular.

*Periodista y escritor colombiano.

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