Rappi en Bogotá
Los repartidores de Rappi en sus bicicletas, con sus cajas y mochilas naranja fosforescente a sus espaldas para llevar a los hogares pizzas, medicinas o cualquier insospechado antojo, fueron las estrellas de la marcha.

Los venezolanos tenemos fama —bien ganada por lo demás— de no ser muy amigos de la puntualidad. Esa práctica que en muchas culturas, tanto de Oriente como de Occidente, se asocia al respeto por el otro, a la eficiencia o a la productividad de una sociedad, no va de la mano con nosotros. Nos tomamos el tiempo con calma, confiamos en que las cosas se van a dar, que los entuertos se resolverán por el camino, que siempre hay lugar para una disculpa, una explicación, una excusa.

Pero esta actitud liviana con la vida se nos acaba cuando nos invade la sensación de urgencia. En esos momentos podemos convertirnos en voluntariosos hombres y mujeres. Nos sucedió este 23 de enero con ocasión de la convocatoria para asistir en Bogotá a la manifestación de apoyo a un gobierno de transición en Venezuela, exigir elecciones libres y denunciar la usurpación de la Presidencia de la República por parte de Nicolás Maduro. No en vano llenamos la plaza que sirvió de punto de concentración, en la inters23ección de la carrera 15 con la calle 85, mucho antes de la hora pautada, a las 5 de la tarde, en una fría tarde bogotana, bajo la amenaza de una oscura nube que finalmente no terminó por desencadenar su amenazante carga de agua.

Cientos de venezolanos, probablemente algunos miles, nos reunimos y pudimos vernos las caras y reconocernos como connacionales. Nadie podía ocultar algún grado de alegría en su rostro. Los había exultantes, con la mirada puesta en un pronto regreso a casa, acompañados de gorras y banderas tricolores. Otros, más discretos, analizaban los últimos acontecimientos, que se precipitaban minuto a minuto, quizás previendo los complicados días que están por venir. Pero todos dejaban entrever expresiones de cierto alivio, de satisfacción, de relajación. Se están moviendo las cosas. Cruje el país. La esperanza de un cambio se sentía a flor de piel.

Los repartidores de Rappi en sus bicicletas, con sus cajas y mochilas naranja fosforescente a sus espaldas para llevar a los hogares pizzas, medicinas o cualquier insospechado antojo, adornadas esta vez con la imagen de un Prohibido Maduro, fueron las estrellas de la marcha que se dirigió a la residencia del embajador de Venezuela —hoy vacía tras el retiro de los embajadores por parte de ambos países— en la emblemática carrera 7 bogotana.

Estos jóvenes que han colonizado masivamente este servicio, provenientes de los sectores más humildes de las ciudades y pueblos venezolanos, se han convertido en el símbolo más visible de la masiva migración venezolana a Colombia y no hay forma de dejarlos de ver pedaleando por los barrios de Bogotá para hacer sus entregas. Encabezaron la manifestación en medio de un ensordecedor ruido de pitidos que por un par de horas alteraron la tradicional circunspección de los bogotanos, murmullo solo superado por lemas de agradecimiento a la hospitalidad colombiana y el canto del Gloria al bravo pueblo.

Los repartidores de Rappi tienen que ser puntuales y rápidos para hacer bien su trabajo. Esta vez creo que nos dieron un empujón para dejar en alto el gentilicio venezolano.

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