Django 1

Debo confesar que al concluir la función de Django sin cadenas sentí que había sido estafado. Me habían prometido una gran película, trasgresora y audaz, ganadora de varios Globos de Oro y firme postulada a distintos Oscar, incluido al de mejor película. Pero superadas las dos horas y media de incontinencia salvaje, excesos sangrientos y personajes absurdos me di cuenta que había presenciado un catálogo de tretas “a lo Quentin Tarantino” para impactar y destrozar los códigos de percepción del público. Un tremendismo grosero que se vale del morbo para establecer una marca comercial que debe funcionar muy bien en la taquilla. Lo que al principio pareciera un homenaje al personaje creado por el director italiano Sergio Corbucci e interpretado por Franco Nero en 1964, al principio de la era del spaghetti western, devino en la manifestación más sangrienta de las obsesiones de un cineasta que solo sabe filmar muerte, violencia y agresión.

Pensé que con Bastardos sin gloria (2009), el cineasta norteamericano había superado sus incongruencias previas —incluida la sobrevalorada Pulp fiction— y había encontrado un camino para su propia estética de la violencia, como lo habían hecho anteriormente cineastas como Sam Peckinpah en La pandilla salvaje (1969), Perros de paja (1971) oTráiganme la cabeza de Alfredo García (1974) sin contar Pat Garret y Billy The Kid(1973) o La cruz de hierro (1977), películas en las que la violencia conforma un recurso expresivo al servicio de la historia y no al revés. Pero no, en Django sin cadenas no se plantea una idea sobre la traición, la lealtad o la naturaleza humana, por decir algo, expresada a través de situaciones marcadas por la brutalidad sino que la sangre parece formar parte de la ortografía fílmica. La “marca Tarantino” no admite razones. Primero va la muerte y después el planteamiento… si es que lo hay. Por eso vemos el chorro de sangre en primer plano o los colmillos caninos destrozando a un esclavo o las cabezas cercenadas en una lucha desigual e incendiaria. Una fórmula comercial que ha demostrado su efectividad y que Tarantino repite hasta el cansancio.

La historia de Django, el esclavo comprado y liberado en 1858 —dos años antes de estallar la Guerra Civil— por el cazarrecopensas alemán King Schultz, adquiere las características de una razzia extrema que le permitirá dejar un rastro de cadáveres hasta rescatar a su amada Broomhilda en los dominios de Calvin Candie, propietario de Candyland. Media docena de personajes absurdos entran y salen de la trama caprichosamente, sin mayores explicaciones, sin lógica dramatúrgica. Parecen personajes de historietas que Tarantino quiere intercambiar con sus amigos. Por allí pasan Franco Nero, Don Johnson, Bruce Dern, Samuel L. Jackson y otras figuras que añaden aire de Hollywood. Lo importante es que sirven para demostrar la capacidad de Schultz y Django para “despachar” a sus enemigos.

En rigor, el personaje más importante en la historia no es Django sino Schultz, pues el dentista alemán es quien determina el rumbo de la trama e introduce sus giros más importantes. Sin este personaje no habría historia que contar, Pero lo más notable es que el actor austríaco Christoph Waltz repite su interpretación de alemán encantador y políglota que ya hizo en Bastardos sin gloria como el coronel Landa, aunque esta vez en clave de cómplice y no de villano. A su lado Jamie Foxx parece un buen chico a pesar de que jale el gatillo con demasiada frecuencia. Finalmente, Leo DiCaprio demuestra que puede ser un buen villano.

DJANGO SIN CADENAS (Django Unchained), EE UU, 2012. Dirección y guión: Quentin Tarantino. Fotografia: Robert Richardson. Montaje: Fred Raskin. Música: Luis Enriquez Bacalov y otros, con temas de Ennio Morriconi. Elenco: Jamie Foxx, Leonardo DiCaprio, Christoph Waltz, Kerry Washington, Walton Goggins, Samuel L. Jackson, Don Johnson, Bruce Dern, Franco Nero, entre otros. Distribución: Cinematográfica Blancica.

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