‘Derrota’ fue nuestro aullido, el de una generación desarticulada al comenzar a percibir la falsedad de un proyecto existencial por el cual estuvo dispuesta a dar la vida.

Ordenando mis escritos, anticipándome a que la Dama Blanca ─que me anda rondando─ venga por mí de improviso, releo un comentario sobre el poeta Rafael Cadenas (Barquisimeto, Venezuela, 1930) escrito en ocasión de haber sido reafirmado como una de las más elevadas voces poéticas de mundo, al recibir el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, otorgado por el Gobierno hispano por intermedio de la Universidad de Salamanca (Patrimonio Cultural de España e institución de enorme significación histórica en el ámbito hispanoamericano), cuyo propósito es «reconocer el conjunto de la obra poética de un autor vivo que, por su valor literario, constituya una aportación relevante al patrimonio cultural común de Iberoamérica y España«.

Destaqué: «No sólo es un máximo reconocimiento a un autor en particular sino a la expresión poética de una de las tres grandes lenguas planetarias actuales: la española, junto a la inglesa y la china, en constante crecimiento de hablantes».

En mi artículo me refiero a la significación que tuvo Cadenas para mi generación, siguiente a la suya, pero, por una razón que no puedo explicar, me quedé corto; aunque lo tenía presente en mi mente, omití otro valor muy especial de Derrota; la apreciación se quedó en el tintero, como suele decirse; de aquí que es de rigor revisar mi artículo original.

En lo personal, Rafael Cadenas juega para mí un papel muy especial, sin habernos frecuentado cara a cara asiduamente. Somos contemporáneos, aunque no coetáneos, si admitimos la sutil diferencia entre ambos términos: vivimos en la misma época, pero no contamos con idéntica edad; Rafael es de una generación que precede a la mía.

Coetáneos fuimos su hermano José María Cadenas (1937-2019) y yo; Chemaría tomó otro camino, el de la ciencia: fue psicólogo y personalidad notable en el mundo académico. Compartimos el bachillerato en el liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto. Todavía esbozo una sonrisa nostálgica al recordar la broma tonta que le gastábamos sus compañeros: “¡Este es el  hombre que tiembla cuando escucha el Himno Nacional!”

Aludo al grupo de muchachos liceístas movidos por intereses intelectuales, para quienes otros larenses de un tanto de mayor edad, que ya habían logrado figuración en las letras nacionales, eran paradigmas, puntos de referencia por su obra, leída con avidez y discutida con pasión, y por su posición política contestataria. Vale decir, los coterráneos de la generación precedente: Rafael Cadenas, Manuel Caballero, Salvador Garmendia, Edmundo Aray, Guillermo Morón.

Cadenas publica sus  primeros  poemas en el contexto liceísta del Lisandro Alvarado  al mediar la década de los cuarenta, estando el poeta en sus 15 años. Me entero del asunto por la vía de un libro inédito en el que mi maestro, José Orellana, de la misma camada de los citados, plasma los recuerdos más resaltantes de su vida; entre ellos, la referencia al laureado poeta y la transcripción de la que quizá sea su primera obra publicada, en la revista Nervio, Página Literaria (1945).

Origen de tu forma

Se fue a llorar tras los anales del lirio, más allá de la noche y de la espada: Sirena que se asoma sobre las duras rocas dormidas en las playas; Sirena que nos trae el mensaje del mar en su canción de algas. Hundo mis dedos llenos de noche repetida en tus finas arenas donde el sueño huye y apaga su alborada. Todavía en el puerto donde dirán marinos de cien viajes distintos cómo eras  ─sirena amanecida sobre mis duras playas─. Estarán tus canciones saliendo con la luna a la hora del sueño que trae la madrugada; y dirán: era toda de agua y  tenía cabelleras para alegrar el mundo y agonías marinas y palabras. Guerrera de los mares, sin espada, y extranjera del mar como la noche larga; traías el tiempo en tus ojos y el mar dormía todo en tu canción de algas.

El poeta sufre cárcel y exilio durante la dictadura de Pérez Jiménez. De regreso a Caracas, publica su primer libro, Una isla (1958), y al año siguiente Los cuadernos del destierro (1959).

Ese libro me marcó; se volvió lectura frecuente. Cuadernos del destierro me fascinaba por sus imágenes, por su tono solemne y misterioso:

Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor. Pero mi raza era de distinto linaje. Escrito está y lo saben —o lo suponen— quienes se ocupan en leer signos no expresamente manifestados que su austeridad tenía carácter proverbial. Era dable advertirla, hurgando un poco la historia de los derrumbes humanos, en los portones de sus casas, en sus trajes, en sus vocablos. De ella me viene el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde el rostro de un rey como en exilio se fastidia.

Luego vendría Derrota (Caracas, 1963). Coinciden los estudiosos de las letras venezolanas en que ese poema ─el más famoso entre los suyos─ ha trascendido como la marca poética de la generación de los años sesenta. Es un poema en la corriente paradójicamente turbia y hermosa de los vates que fueron mi alimento espiritual durante mi juventud, los Poetas Malditos y lo encuentro en varios sentidos correspondiente con Howl (1957) de Allen Ginsberg,  a su vez, emblema de una generación de poetas norteamericanos, la beat, al lado de Gregory Corso, Jack Kerouac y  William Burroughs.

He aquí las líneas iniciales de ese poema esencial de las letras anglosajonas:

Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas, arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo, hipsters con cabezas de ángel ardiendo por la antigua conexión celestial con el estrellado dínamo de la maquinaria nocturna…

(Traducción de Rodrigo Olavarría.)

Derrota, escrito en plena década de la conmoción, en la que se alteraron valores y comportamientos, en el contexto de la Guerra Fría, que nos hizo vivir bajo la amenaza de holocausto nuclear orientados por el lema «Vive hoy, porque no sabes si estarás mañana»,  fue nuestro aullido; el de una generación desarticulada al comenzar a percibir la falsedad de un proyecto existencial por el cual estuvo dispuesta a dar la vida; poesía del desencanto, de la frustración, de la desilusión. No pretendo dar a entender que el poeta escribiera animado por el propósito de ser «la voz de una generación»; quizá tan sólo quiso exorcizar sus demonios; pero tanto como Werther ( s. XVIII) de Goethe en su época, el poema tuvo la virtud de aprehender el estado de ánimo de la colectividad joven de su momento histórico. Porque los altos poetas parecieran disponer de un sentido especial de la percepción de florecimiento emocional en la gente de su época. Del mismo modo, Derrota nos reflejó; nos sentimos identificados con ese autodesprecio por lo que ya sabíamos, o intuíamos, como soberbio fracaso.

Yo que no he tenido nunca un oficio que ante todo competidor me he sentido débil que perdí los mejores títulos para la vida que apenas llego a un sitio ya quiero irme (creyendo que mudarme es una solución) que he sido negado anticipadamente y escarnecido por los más aptos que me arrimo a las paredes para no caer del todo que soy objeto de risa para mí mismo que creí que mi padre era eterno que he sido humillado por profesores de literatura que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada que no podré nunca formar un hogar, ni ser brillante, ni triunfar en la vida que he sido abandonado por muchas personas porque casi no hablo que tengo vergüenza por actos que no he cometido que poco me ha faltado para echar a correr por la calle que he perdido un centro que nunca tuve que me he vuelto el hazmerreír de mucha gente por vivir en el limbo que no encontraré nunca quién me soporte que fui preterido en aras de personas más miserables que yo que seguiré toda la vida así y que el año entrante seré muchas veces más burlado en mi ridícula ambición que estoy cansado de recibir consejos de otros más aletargados que yo (“Ud. es muy quedado, avíspese, despierte”) que nunca podré viajar a la India. Yo que he recibido favores sin dar nada en cambio que ando por la ciudad de un lado a otro como una pluma que me dejo llevar por los otros que no tengo personalidad ni quiero tenerla que todo el día tapo mi rebelión que no me he ido a las guerrillas que no he hecho nada por mi pueblo que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas y por otras cuya enumeración sería interminable que no puedo salir de mi prisión que he sido dado de baja en todas partes por inútil que en realidad no he podido casarme ni ir a París ni tener un día sereno que me niego a reconocer los hechos que siempre babeo sobre mi historia que soy imbécil y más que imbécil de nacimiento que perdí el hilo del discurso que se ejecutaba en mí y no he podido encontrarlo que no lloro cuando siento deseos de hacerlo que llego tarde a todo que he sido arruinado por tantas marchas y contramarchas que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable que no soy lo que soy ni lo que no soy que a pesar de todo tengo un orgullo satánico aunque a ciertas horas haya sido humilde hasta igualarme a las piedras que he vivido quince años en el mismo círculo que me creí predestinado para algo fuera de lo común y nada he logrado que nunca usaré corbata que no encuentro mi cuerpo que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear de mi indolencia, mi flotación, mi extravío una frescura nueva, y obstinadamente me suicido al alcance de la mano me levantaré del suelo más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final

Sin embargo, más allá de la coincidencia que pueda encontrarse en cuanto a su trascendencia como reflejo poético de un estado de ánimo colectivo, desentraño  una diferencia esencial ─la inexplicablemente pasada por alto en el artículo original─: Ginsberg culpabiliza de su angustia, suya y de toda su  generación, a la droga. Cadenas no culpabiliza a nadie ni a nada. Él asume la culpa. Me impresiona como si fuera Cristo: se inmola, despreciándose a sí mismo, como si con su sacrificio quisiera redimirnos a todos nosotros del pecado.

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