Abelardo y Eloísa
Abelardo y Eloísa, símbolos del amor trágico e intenso.

Transitando por mi mediana madurez me fue concedido el don de despertar un enamoramiento tormentoso y apasionado en una adolescente; también fue un enamoramiento fugaz, como en ellas suelen ser tales arrebatos.

No era del todo una niña; rondaría los diecisiete, supongo, porque nunca se lo pregunté: temía despertar en ella la idea de contrastar su edad con la mía y de esa forma poner de relieve la diferencia, demasiado grande. Al cruzarse nuestras vidas como efecto de un seminario dictado por mí en su escuela, su aspecto era infantil, o mejor: su apariencia era la de una crisálida de cuyo interior se presentía a punto de brotar la mujer; dentro de un año, quizá menos, aparecerían en ella las formas ampulosas de la hembra humana, fenómeno a veces deplorable al transformar en masas exuberantes de ostentosa sexualidad las hasta ayer semejantes a hadas andróginas todas de gracia plenas. Entonces ella era un hada: frágil, saltarina, atrevida… y portadora de un aparato ortodóncico.

Dicen  de esas criaturas: hadas, duendes, elfos y demás seres pequeños del universo espiritual en torno a nosotros, tanto como las abejas lo son por las flores, se sienten atraídas por los creadores, en particular, por los poetas, por cuanto su esencia etérica se nutre de la energía dimanada de ellos en el acto de la creación. Algo verídico debe haber en ese decir; lo supongo a partir de haberme encontrado con frecuencia rodeado y acosado por esas criaturas. La muchacha, mi alumna, revoloteó en torno a mí insistentemente; en los momentos más inesperados aparecía con su andar ligero de libélula despistada; de súbito, simulaba advertir mi presencia, fijando en la mía su mirada y desplegando al unísono esa sonrisa ancha, sin vergüenza de exhibir los alambres ortodóncicos implantados en su dentadura. Despertó mi interés esa franqueza suya, esa como olímpica indiferencia ante la posibilidad de lucir fea, cuando la mayoría de las personas obligadas a llevar tales hierros suelen evitar ponerlos de manifiesto. De hecho, el exhibicionismo de los aludidos artificios parecía estar en función de una muy original forma de coquetería; más tarde, después de ocurrido todo, he tenido la impresión de que ella, llevada por la  intuición femenina, sabía de mi fascinación por cierta clase de cosas…

Fascinado, seducido, hechizado, envuelto en la sombra del sortilegio, estaba, por cierto; pero, por razones del todo obvias, manifesté indiferencia; porque los riesgos son inconmensurables cuando la  recompensa es inefable. Mi actitud reservada vino a ser evidente. No obstante,  la estimuló en lugar de desalentarla; seguramente ya me tenía marcado; por alguna razón ignorada yo había excitado en ella el anhelo de hacerme su presa, y como cazadora de buena raza no iba a permitir que impidiera su propósito el intento de evasión significado en mi disposición a evitarla; por otra parte, además, mi simulación resultaba demasiado frágil y no ocultaba del todo mis ganas de caer en sus fauces.

Cierta tarde de un largo rato de lluvia apareció por ahí, como siempre, al desgaire. El influjo ejercido por la fascinación sentida por esa muchacha, en mi espíritu hizo transgredir una sabia norma rectora de las relaciones de un maestro con sus discípulas: No desearás a tu alumna adolescente. En sentido estricto, la norma desde hacía tiempo estaba violentada: mi anhelo por ella nació al primer encuentro, cuando por primera vez sonrío abiertamente ante mí y exhibió su artilugio dentario; realmente, lo transgredido en esa ocasión fue uno de los corolarios de la norma: Y si la deseas, exímete de aproximarte a ella. Pero, ¿cómo evitarlo, si es un impulso originado en las más esenciales bases biológicas del ser?; impulso potenciado, además, por la fantasía, los anhelos reprimidos de pronto desencadenados, por la necesidad de comprobar tu poder de seducción siendo ya un varón encarado a la declinación y por el ego regocijado en el hecho de saberte capaz de hacerlo, no obstante la distancia en lo concerniente a edades.

De nada me sirvió la evocación, ajena a mi voluntad, y como un ramalazo de advertencia ante el inminente riesgo, de la experiencia de mi ilustre antecesor y colega del siglo doce, Abelardo, con quien  también fuera su pupila, Eloísa, casi de la misma edad de la niña de mi personal locura. Eloísa, dieciséis años, primaveral, bella e inteligente como la mía; tan ávida de vivir la experiencia de ser amada por un hombre experimentado como mi enamorada y, asimismo, seducida por el prestigio intelectual y el porte gallardo de un varón maduro; con el añadido en el caso análogo de hace ocho siglos, de involucrar una ruptura de los más delicados límites, por cuanto Pedro Abelardo era doctor canónigo y, en tal sentido, miembro de la Iglesia y en cuanto clérigo menor —y como todos los demás en su época— sometido al voto de castidad. Demasiados atractivos reunidos en un solo hombre para la núbil Eloísa; fue, en consecuencia, inevitable su enamoramiento de Abelardo de la mencionada en la Historia como la alumna más brillante que jamás hubiesen tenido las monjas de Argenteuil; joven nada común en plena medievalidad, cuyo dominio del latín le permitía hablarlo con tanta fluidez como su idioma materno, la remota base del francés, la lengua de Oil; estudiosa del árabe, del griego y del hebreo, y enterada del pensamiento filosófico de la antigüedad y del propio de sus días. Imposible dejarlo pasar de largo, siendo Abelardo, precisamente, el más conspicuo representante del pensamiento avanzado de su tiempo. Y el enamoramiento de la núbil comenzó antes de que se conocieran, a partir de lecturas de las obras del filósofo y poeta; tanto como mi enamorada de dientes enrejados había leído un par de libros míos antes de conocerme y ‘de toda la vida’, según su decir, seguía mis artículos en la prensa. Correspondiéndole al doctor Abelardo dictar cátedra en Notre Dame de París, la muchacha, escondida detrás de alguna columna, bebía el saber de los labios del pensador. Induce a  pensar en algún vínculo misterioso entre mi personal experiencia y esta historia del siglo doce el saber que mi nínfula, antes de tener derecho a tomar la asignatura dictada por mí, también solía escuchar mis clases desde afuera del aula, al pie de una ventana, buscando pasar desapercibida; difícil propósito, por cuanto ya ella se había convertido en una imagen persistente en mi memoria.

Eloísa escuchaba a escondidas, dije, las lecciones magistrales de Abelardo; en esos tiempos de mayores represiones y pudibundeces no estaba permitido a las mujeres participar en la educación pública, aunque sí recibirla en privado… y esa condición fue la desencadenante de la  tragedia.

Como se hace evidente, la remota Eloísa y mi muchacha moderna compartían otros aspectos de su ser, aparte del encanto y de la pubescencia; ambas estaban animadas por el Anhelo Faústico y esa llama magnífica ardiente en sus espíritus las señalaba como auténticas rarezas  en su entorno. Ni en el París medieval ni —mucho menos— en la Caracas del siglo XX es común la avidez de sabiduría en una chica de más o menos diecisiete años, cuando lo habitual en las de su edad es humedecer las pantaletas ante los desplantes y alaridos de los ídolos pop. Eloísa estaba familiarizada con los filósofos antiguos y modernos de su tiempo; mi juvenil enamorada se interesaba en las humanidades y las artes ¡y había leído a Sartre! y puedo garantizar su comprensión de la ideas del filósofo. Si Eloísa hablaba francés y latín y se defendía en árabe, griego y hebreo, mi muchacha había aprendido por su cuenta francés e inglés y hasta era capaz de desentrañar textos de Virgilio en latín; apenas alcanzaba a comprenderlos a medias, pero el simple hecho de apreciar tal intento en la voluntad de una jovencita de nuestra modernidad, ya configura un prodigio; antes de cumplir los quince, mi niña era bachiller; a los diecisiete había alcanzado el cuarto semestre de  una carrera universitaria con un promedio de la calificaciones oloroso a culminación summa cum laude. Además, según lo pude comprobar, asombrado, en el discurrir de nuestra relación (en la cual, a decir verdad, las dilatadas horas de plática sobre lo humano y lo divino superaron con creces los momentos de delirio erótico), disponía de muy sólidos conocimientos, ignorados por mí, de las interioridades de la política internacional; en particular sobre los asuntos del Medio Oriente. Sin ser uno un psicoanalista, la simple lógica y alguna información teórica conduce a suponer a las dos muchachas inconscientemente sometidas al Complejo de Electra: esa un tanto extraviada y socialmente objetada atracción libidinosa de la nínfula por el hombre maduro, imagen del padre deseado y  prohibido.

Tantas coincidencias me inquietaban. ¿Acaso llegarían al punto de hacerme terminar como al infortunado Abelardo?Además, con persistencia obsesiva rondaba mi mente el pavoroso axioma rector de las relaciones de los humanos con las hadas: Cuando la recompensa es inefable, los peligros son inmensos.

El tutor de Eloísa, el noble Fulberto, deseoso de darle a su protegida y sobrina la  más refinada educación posible, tuvo la ocurrencia —muy probablemente incitado por la jovencita— de contratar a Abelardo  como maestro privado de su parienta. Fue como poner a una gacela que quería dejarse comer, al alcance de un leopardo hambriento. «¿Para qué decir más?», cuenta en sus memorias el desgraciado transgresor de lo más prohibido. «Nos unimos, primero en la morada que albergaba nuestro amor y luego en los corazones que ardían en nosotros. Con el pretexto del estudio pasábamos horas en la felicidad del amor… Nuestros besos superaban en número nuestras razonadas palabras; nuestras manos buscaban menos el libro que nuestros pechos; el amor enlazaba nuestras miradas…»

¡Ay, hermano Abelardo! ¡Solo quien haya tenido el atormentado privilegio de ser maestro de lúcidas y encantadoras jovencitas, puede entender con exactitud tus desvaríos y ser benévolo ante ellos!

Eloísa queda embarazada; se fugan y se casan en secreto; tienen un niño a quien bautizan —cosas de intelectuales— con el singular nombre de Astrolabio. Vuelven a París en solicitud de perdón, al suponer aplacada la ira del señor Fulberto; ¡se equivocan! El tutor, considerándose burlado y macillado su linaje, abriga deseos de venganza y los satisface. Por mediación de unos sicarios hace castrar a Abelardo. El crimen escandaliza a todo el mundo civilizado de su época y recibe justo castigo, pero el filósofo queda física y moralmente destrozado; se retira a un monasterio; Eloísa lo hace a un convento. Desde sus respectivos claustros intercambian cartas. Las de Abelardo son discretísimas, atemperadas; las de ella tan apasionadas que sugieren con fuerza la existencia de la adolescente enamorada persistentemente viva y ardorosa latiendo en el corazón de un cuerpo vestido con hábito monjil; las cartas de Eloísa, con sus declaraciones de rendido amor que se aproximan peligrosamente a la blasfemia, constituyen una de las obras maestras de la literatura epistolar amorosa de todos los tiempos.

«Pongo a Dios como testigo de que si Augusto, gobernando todo el mundo, me considerar digna del honor del matrimonio y de confiarme todo el mundo para que yo lo gobernase para siempre, más grato me sería y de mayor dignidad me parecería el ser llamada tu manceba que su emperatriz…  ¿Qué esposa, qué doncella no te anhelaba en tu ausencia, no ardía en tu presencia?  ¿Qué reina o poderosa dama no me envidiaba en mis gozos y mi lecho?… Siempre he temido más ofenderte a ti que a Dios, procuro complacerte a ti más que a Él… Para mostrar mi abyecta condición, y cuán lejos está mi arrepentimiento, me atrevo a acusar al cielo por cada momento de crueldad, por dejarte caer en las trampas que te tendieron… Sin mi Abelardo, la vida es un castigo insoportable, y la muerte una exquisita felicidad, si significa que puedo estar unida a él… A despecho  de mis esfuerzos y mis intentos, la dulce idea aún me persigue, y cada objeto me evoca lo que debería olvidar. Durante la silenciosa noche, cuando mi corazón debería encontrar reposo en ensueño, que anula las mayores perturbaciones, no puede eludir las ilusiones que abriga mi corazón. Creo que todavía estoy con mi querido Abelardo. Lo veo, le hablo y le oigo responder… Aún en los lugares sagrados, ante el altar, llevo el recuerdo de nuestro amor culpable. Ese amor es mi única labor; en vez de lamentar mi seducción, suspiro por haberla perdido…»

La lluvia aportó el pretexto para llevarla a cualquier parte; la sugerencia mía de ir a tomar alguna cosa, un café, cualquier cosa, vino a continuación, y ella aceptó encantada. El pretendido café terminó siendo una copa de vino y apenas consumados un par de sorbos, nuestra conversa se vuelve íntima; de una manera espontánea nuestras manos se rozan y los dedos se entrelazan; la izquierda mía, desembarazándose de la dulcísimo retensión, sube a la altura de su boca; de esa boca cuya sonrisa deja ver el aparato ortodóncico puesto en sus dientes. Su boca es de esas de labios finos, aunque abultados en forma de conferirle la apariencia de una pequeña trompa succionadora. Recuerdo la línea de su abertura trazando un perfil sinuoso rematado hacia arriba en las comisuras, aportando tal detalle a su rostro una expresión entre pícara y malcriada. Tomo la trompita con los dedos, la halo; palpo sus labios con la yema de mis dedos; ella responde apretando con fuerza la mano mía sostenida entre las suyas; no siento tensión alguna en la muchacha, muy en sentido opuesto, se relaja en el  asiento, cierra los ojos, deja caer la cabeza hacia atrás, entreabre la boca deseada y deja escapar entre ellos la bermeja lengua y con la punta roza el pulpejo de mis dedos; se humedece los labios, suspira. Presiono los labios hacia atrás, haciéndolos rozar con los alambres en sus dientes; ella gime, pero no intenta evitarlo. «¿Te duele?», pregunto por no dejar, en tanto insisto en el maltrato. Ahora dibuja en su rostro una mueca en la que fusiona una expresión de dolor y una semisonrisa, y responde: «Sí, me duele, pero es un dolor sabroso». Dejo correr mi mano a lo largo de su cuello, alcanzo sus pechos; acaricio las menudas protuberancias por encima de la tela del suéter; cada una de ellas cabe completa en el cuenco de mi mano y sobra espacio; son teticas mínimas, de nena, aunque rematadas por pezones prominentes ahora airosos y endurecidos, pezones de mujer. «No usas sostén», hago notar. «No lo necesito, profesor”, responde, poniendo cierto énfasis maligno, como un matiz sutilmente irónico, en la última palabra, y sin mediar más palabras me echa los brazos al cuello.

Al aproximarse a mi cara con su boca abierta, dispuesta al beso, los hierros en sus dientes me dan la impresión de ser un arisco cerco interpuesto a nuestro amor; como un postrero aviso de los peligros del ámbito por donde empezaba a transitar. Por primera y única vez en mi vida siento aprehensión ante la posibilidad de besar; por un  instante  debaten en mí un impreciso temor y el impulso debido a una insana curiosidad de saber cómo podría ser ese beso, potenciado el último por mi encendido deseo de esa muchacha. Pero no hubo tiempo de mayores reflexiones: ella se pegó a mi boca y su lengua flexible, manejada con destreza, hurgó impaciente en mi cavidad bucal. Desapareció de mi mente toda noción diferente a la imagen de esa joven mujer ávida de mí y enardecida por el ansia de poseer y entregarse a un mismo tiempo; entré de lleno en la espiral de la voluptuosidad, en el vértigo, y me hundí en un mar tormentoso, deleitable, sin fin. El beso se fue haciendo cada vez más y más profundo y complicado; respondí afincándome en su boca, buscando la maldad de esos hierros puestos en sus dientes. El artificio maltrató mis labios y laceró mi lengua. Impromptu, ella se distancia. Sorprendido por la interrupción, trato de leer la razón en su rostro, en sus ojos: veo una expresión de vergüenza. “¡Perdóname!», balbucea mi amada… «¡Este aparato!… ¡Lo olvidé del todo!», añade en medio de una risita nerviosa. La detengo cuando volteándose hacia un lado para evitar ser vista en la operación, se dispone a despojarse del aludido artilugio. «¡No, no!», exclamo, casi en un grito. «¡No te lo quites!», y con ello la atraigo hacia mi y busco con mi boca la suya erizada de púas.

Sentí otra vez el daño en mis labios y quise más; ella comprendió mis ansias y movió su mandíbula y su cabeza de  un lado a otro, haciendo que su boca abierta se restregara en la mía, de tal forma que las pequeñas aristas de platino en sus dientes dejaran sentir su efecto con la mayor intensidad. Y ella se refocilaba en mi dolor: en el dolor que causaba; la expresión gozosa de su rostro, el brillo maligno en sus ojos, sus murmullos y quejidos, sus estremecimientos y el empeño firme de afincar su boca en la mía con verdadera sevicia lo revelaban. Jadeamos, nos estrujamos, gemimos al unísono; enfurecidos lamíamos y mordíamos, primordialmente mordíamos con una pasión llevada a las cotas de la rabia. Fuimos hienas disputándose un despojo, siendo el mismo para cada uno de nosotros la boca del otro.

}Al cabo de un  rato, exhaustos, sin aliento, fatigados pero no satisfechos, nos separamos; por un momento un hilo de saliva sanguinolenta sigue uniendo nuestras bocas. Siento en la mía el sabor metálico, ocre, de la sangre; la muchacha relame sus labios golosa, exhalando su aliento, tensa, recorriendo con la lengua los labios de uno a otro lado, de arriba abajo en dilatado deleite, con la actitud idéntica a la los grandes depredadores en reposo satisfechos después de haber devorado la víctima. Nuestras bocas y su entorno lucen llenas de sangre; de mi sangre derramada, ¡gracias a Dios!, por un sitio diferente de aquel por donde hicieron regar la suya a mi predecesor Abelardo, y brotada a partir de  una intervención en mi cuerpo menos brutal, pero ¡sangre, en fin, rendida como tributo al amor!

                                                         

 

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