Ojos tristes
Una mirada dulce, una vocecita implorante, una sonrisa tierna… no dejarían de estimular la compasión del corazón más férreo.

Especial para Ideas de Babel. Muerto su padre por una de las policías del régimen en una manifestación de protesta por la escasez y luego su madre, de un infarto, al conocer la noticia, quedó huérfana y desamparada. De pretender sobrevivir no le quedaba otra opción que trabajar, y eso como sirvienta en la casa de alguno de los ricos de la nueva clase dirigente, porque nada sabía hacer. Buscar un empleo como obrera o aprendiz de algún oficio era inútil: trabajo no hay. Podría mendigar, robar, meterse a puta, sí, porque al menos tenía el privilegio de ser jovencita y bonita, pero no la atraía ese oficio, de  modo que se dedicó a una actividad en la que combinaba la mendicidad con la ladronería oportunista. A veces conseguía algo de comer gracias a las bolsas de ayuda alimenticia que daba el gobierno, pero eso era de vez en cuando, cuando las repartían en tumultos y ella estaba por ahí cerca, porque para recibirlas tenías que estar inscrita en no sé dónde coño y tener un carné y caerle bien al repartidor. Y así fue pasando estos tiempos difíciles.

Si algo no faltaba en el bolsillo de sus amigos era algo que oler, mascar o fumar. Cierta vez, sentados en el banco de una placita, aplacaba el hambre compartiendo un cabo con un muchacho, conocido por esas calles, en idéntica condición a la suya. Josefina hace alusión a su estado famélico y él otro le responde: «usted pasa hambre porque quiere… venga, la invito a comer». Asombrada por el convite de uno tan indigente como ella, se pregunta «Ã‚¿de dónde irá a sacar la plata para pagar la comida?» pero no obstante, sin entrar en detalles, lo sigue; al fin y al cabo, nada tiene que perder. Deambulan una cuadras hasta hallar el guía un sitio apropiado para demostrar su técnica de supervivencia urbana. Entran por un callejón al que abre la puerta de servicio de un restaurante. La técnica consiste en pepenar la basura de los restaurantes con el fin de rescatar sobras, especialmente trozos de carne, despreciados por los comensales. A determinada hora sacan la basura y lo que uno consigue está fresquito. «Ã‚¡Pero esto es repugnante!», comenta Josefina. «Ã‚¡Qué va!», responde su acompañante: «El hambre no tiene ascos». Con sus buenos trozos de carne metidos en una marusa, guía a Josefina hasta su refugio, una boca de cloaca en desuso tapada con unas tablas. En el siniestro interior tiene su lecho, un colchón todavía posible, seguramente recogido por ahí, y un infiernillo. Con la destreza propia de la habitualidad lo enciende y somete la carne al fuego, hasta hacerla tostada, en tanto explica: «Los huesos sirven… dan un caldo divino y nutritivo»… «El fuego lo purifica todo, lo cambia todo»… «Esta carne se puede comer como si fuera acabada de sacar del refrigerador». Reparte el botín con Josefina y come con placer. Ella lo imita con una sensación de repulsión, pero come hasta el último pedazo, mientras medita, sin soltar palabra: «Es verdad, el fuego lo purifica todo, lo purifica todo, lo purifica»…

En  efecto, el hambre pareciera no tener ascos, de modo que por un tiempo siguió la práctica aprendida de hurgar restos de comida en las basuras y someterlos a la purificación ígnea. La recolección de sobras en las basuras fue una buena solución cuando fallaba todo lo demás; pero se fue volviendo un problema: a medida que aumentaban las necesidades de la gente, más difícil se hacía el propósito. Al principio eran tres o cuatro indigentes registrando las bolsas. Se trataban con simpatía, compartiendo sus miserias. Hasta hacían amable trueque de residuos según el gusto de cada cual: si este prefería la papa que habías encontrado en lugar de un poco de espaguetis, intercambiaban el botín. Con el correr del tiempo y la miseria aumentaron los rebuscadores de basura, la cordialidad cambió, se volvió hostilidad. Más de una vez la búsqueda terminó en improperios, insultos y hasta en coñamentazones. Reconociéndose poco apta para esos encuentros  se distanció del quehacer.

Inspirada por el hambre le vino la luz de otro procedimiento. Si era bonita, bien hecha en su magritud y de aspecto cándido, por qué no pedir algo de comer  por la puerta trasera, en las cocinas de los restaurantes. Una mirada dulce, una vocecita implorante, una sonrisa tierna… no dejarían de estimular la compasión del corazón más férreo.

El aroma saliente de la puerta trasera de un restaurante de lujo la atrae como la miel lo hace con las moscas. No puede evitar detenerse a propósito de disfrutar de esos efluvios gloriosos. Se dispone a someter a prueba el procedimiento de mendicidad que  ha ideado.

De pronto aparece en la puerta  un hombre alto y musculado, rubio, con pinta de pinche de cocina. Sorprendido ante aquel primor de muchacha, que no obstante su aspecto desaliñado y sucio se deja ver bonita, le pregunta amablemente: «Ã‚¿Quieres algo?». «Sí», responde ella, sin salir de éxtasis: «Quiero comer»… No le resulta extraño el deseo expresado por la muchacha, mucha gente en el país quiere lo mismo. Debido a una complicada asociación de ideas en su psiquismo la frase de la chica hace a un íncubo vil pellizcarle el bajo vientre. Exhibiendo una sonrisa torcida le dice «Ã‚¡Ya va!», y con ello se pierde en el interior del local. Poco después sale portando un paquete, alguna cosa envuelta en papel de aluminio. Lo abre ante los ojos de Josefina: es un T-bone jugoso, sangriento, dorado, oloroso, apenas despojado de la parte del lomito. La muchacha casi se desmaya. «Lo había guardado para mí, pero te lo voy a dar», dice el  sujeto. «Es para ti», añade, a la vez que con premura envuelve de nuevo el pedazo de carne. «Pero tienes que darme algo a cambio»… insinúa, y sin más comentarios la atrae hacia el interior del pasillo y se entrega a manosearla por todas partes. El hombre huele a sudor y ajo, sus manos son grandes y gruesas. Intenta levantarle la falda, ella lo evita con energía. Al percibir su disposición a defenderse el individuo se conforma con el magreo. Ella lo deja hacer. Termina masturbándose en el muslo de Josefina. Resuelto en la urgencia de su sexualidad  le entrega el paquete que ha dejado caer al suelo. «Ã‚¡Vete ya!», la conmina. Josefina lo toma y sale corriendo. Unos pasos más allá, sentada en un quicio, devora la carne como una loba. Saciada su hambre, se desgonza, y he aquí que percibe una sustancia viscosa secándose en su muslo. Entonces le vienen ganas de regurgitar.  Y vomita.

De la colección Crónicas de la Venezuela socialista.

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