Interior de aviónEl hombre venía muy atribulado montado en su avión. Bueno, un avión que tampoco era suyo. Le habían pedido hacer, de tripas, corazón. Pero la situación no daba sino en las tripas, hace mucho que no había corazón. Tenía hambre, pero ya no mandaba ni a las cocineras del avión; no porque no quisiera, sino porque ya tampoco le hacían caso y aunque hubiera querido mandar a alguien, era imposible que le atendieran porque todos a bordo estaban durmiendo sus respectivos ratones. Cada cual con su pea de burro, aprovechaba de roncar a pierna suelta antes de tocar tierra y parapetear los protocolos.

De manera que luego de querer dormir en el vuelo, sin lograrlo, se zafó el cinturón y se fue hasta la cocina a ver qué encontraba. Estaba atarantado, torpe, desangelado, pero más que de costumbre. Añoraba arepas, añoraba caraotas negras refritas, perico, pisillo de chigüire, nata, mantequilla y queso frito con una  frescolita. Estaba empachado de hartar manjares exóticos y tomar champaña. Quería algo más sencillo, pero aquella nevera del avión también estaba pelada. Hasta allá arriba habían ido a dar el desabastecimiento y la escasez. La nevera era una central eléctrica: agua y luz. Sólo dos huevos se vinieron rodando desde el fondo oscuro de una de las gavetas plásticas. De un tiempo para acá ya ni se aproximaba nunca a ninguna cocina y menos a esa. Ese ya no era sitio para él. No atinaba con la cocina, no había hornillas. No encontraba aceite, no hallaba sartén.

Andaba como un bobo con dos huevos en la mano, dando vueltas sin atinar nada. Al aviso de volver a los asientos y abrocharse el cinturón de seguridad, le siguió la voz del piloto anunciando turbulencia. Hubo un movimiento brusco y los dos huevos se le salieron de las manos, pero todavía le quedaban reflejos y pudo atajarlos antes que se revolvieran en el piso. Ansioso y malcriado, estuvo a punto de estrellarlos contra una de las ventanillas, pero se contuvo. Tenía mucha hambre y era lo único que tenía a mano. De manera que agarró el par de huevos y se le quedó mirando al horno de microondas. Consiguió una escudillita de barro, regalo de algún segundón de quienes le habían recibido en algún país que no se acordaba y a donde había ido a pedir prestado. Ahí depositó los huevos. La turbulencia se hizo más fuerte y, a duras penas, pudo abrir la puertita, colocar la escudilla con los huevos y ponerle tres minutos y medio para que se cocinaran. Cerró la puerta y creyó acordarse de que bastan tres minutos para hacer huevos duros. Fue hasta su puesto a buscar una servilleta porque no encontraba ninguna en la cocina.

Le dieron ganas de ir al baño, pero se acordó que no había papel y apretó ese rabo. El avión ya se movía como una zaranda pero esa perturbación no molestó a nadie. Al contrario, parecía acunar a todos quienes hacían el vuelo. Volvió a la cocina del avión. Le faltaban dos minutos a los huevos. Se quedó mirando fijamente al horno como buscando apurar la cocción con la fuerza de su contemplación. El olor empezaba a llenar la pequeña cocina. La boca se le hacía agua. Salivaba como un perro frente a una parrilla. Un minuto para comer y el avión que se meneaba como una batahola. A los dos minutos y treinta segundos, algo explotó en el horno y frunció el ceño como quien no tiene más respuestas. La pantalla del horno se llenó de pedacitos, pedacitos que se multiplicaron cuando explotó el segundo de los huevos. El horno hizo corto circuito con los demás aparatos de la cocina y los otros instrumentos de la nave y entre la turbulencia y el desperfecto ocasionado el avión se vino a pique.

 

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