Barrios de Caracas
Yuneisy y Endrymar son los protagonistas de un drama de supervivencia en cualquier barrio caraqueño.

Hay días que no sabes por dónde agarrarlos. Traspasan la delgada línea de la cordura, derrumban los endebles pilares de la esperanza y te desploman sobre un suspiro ahogado que se debate entre la rabia y el dolor, que son un atado del mismo sentimiento.

El día que Yuneisy supo que pese a su matriz infantil estaba en estado, se sintió en estado de gracia. ¡Hijo no amarra hombre!, le resonaba en su terca cabeza de 20 años, noches de calor y escasos desayunos. Lo veía en sus cinco hermanos, en su madre de 40, con cuerpo de 60 y cara vencida. Yuneisy se sentía llena, la barriga a sus seis meses, se mostraba discreta y debía insistir con sus amigas del liceo, en que no eran las dos empanadas que se estaba metiendo en los mediodías, ni los asquerositos, cuando se podía, de fin de semana. No, Yuneisy estaba embarazadísima y más contenta que el rabo del perro que se echaba en la puerta del rancho. Llegado los siete meses, su matriz niña, se aventó a la superficie y le puso en las manos a un triponcito, del tamaño de su pueril antebrazo. Cuando se enteró Yohandrys, el padre, le dijo que eso de muchacho choreto no era con él. Choreto, si porque al nacer sietemesino, Endrymar Jose no logró desarrollar los pulmones fuertes como para atormentar al mundo con su grito primario de “aquí estoy yo”. Dicen los budistas que las afecciones del sistema respiratorio, son manifestaciones de la tristeza. Y la de él era de larga data. Del llanto de su madre, Yuneisy, de la madre de Yuneiysy, Clonilde, y de la madre de Clonilde, la señora Josefina, con tanta tristeza apretada y sin un pecho para reposarla. Pero Endrymar no abandonó la pelea y después del primer asalto de la incubadora, se atrevió a desertar de la maternidad. Tan lejos estaba de respirar, como si no le alcanzara el aire, el de la ciudad, como si  quisiera recordar que el oxigeno no es tan gratis como parece, que vivir cuesta y que vivir en esta Venezuela de hoy, cuesta más aun. Del liceo se retiró Yuneysi para dedicarse a procurarle horas de auxilio al bebé. Quiso ese destino que pareciera signar a los valientes, que un doctor se la llevara a su consulta privada para aliviarle las horas de angustia, las largas peregrinaciones por los centros hospitalarios que se mueren de mengua sin insumos, con aparatos detenidos en el tiempo, sustrayendo vidas, arrebatando consuelos. Con su tanquecito de oxigeno comenzó Endrymar a transitar el mundo, que lo recibía con recelo, que no le dejaba su espacio vital, sino a raticos, conectado a ese odioso aparato que le contaba los días. La dureza también se convierte en una presencia cotidiana y asi iba Yuneisy con su muchachito a casa del gentil doctor que le hacía sentir que eran bienvenidos y que el destino a veces puede torcer la esquina y hacerse abrazo de horas, siempre breves.

Aquella tarde la ciudad se mostraba hermosa, un cielo azul de una belleza engañosa, cubría su cabeza y la del pequeño. Una cuadra la separaba de la gentileza cuando la sorprendió uno de tantos espíritus del mal, que les ha dado por aposentarse en las faldas del Avila. Aquel daimon encaramado en un animal de dos ruedas lucia gigantesco ante la figura breve de Yuneisy y su minima criatura. Dame lo que tengas, le dijo poniendo delante de sus ojos una gigantesca pistola que hervía a las 3 de la tarde. Yunaysi recogió en su cuerpo menudo al pequeño. ¡No tengo sino p’al pasaje! ¿Tú me ves cara de pendejo? Le escupió desde una boca manchada de malas palabras. Y en ella resonaron todos los gritos de su barrio, el de su padre gritándole a su madre, el de el hombre de su amiga que la estampa contra la pared, todos los viernes. ¡Es verdad, no tengo nada!  ¿Y eso? Su despropósito señalaba el tanquecito, el dispositivo vital que separaba a Endrymar del sueño, de la quietud, y el reposo del  para siempre. ¡No, eso no, eso es de mi hijo, si se lo quito se muere! ¡Ni que fuera, hijo mio! le disparó en la cara el monstruoso ser, hijo de la catástrofe humanitaria que nos cobija. ¡Ni que fuera hijo mio, dame acá esa vaina, sino quieres que te quiebre, ya dije ya!

En una pausa que arrastró sus veintiescasos años, Yuneysi arrancó el tanque de la boca de su hijo, sintiendo que le hurtaba su último suspiro. Endrymar comenzó a ponerse cianótico, pero de su maltrecha humanidad emanó la fuerza para desafiar su suerte. Contra las cuerdas y a punto de desplomarse Yuneisy alcanzó, pidiendo auxilio, la cuadra que la separaba de la esperanza, sintiendo que Endrymar se extinguía entre sus brazos. Ignoraba de qué estaba hecho el carajito. Sus pasos se alargaban mientras el llanto se tragaba su rostro. Alcanzar la puerta de la clínica fue un logro. Temblaba mientras arrastraba el cuerpo de su hijo, que en silencio peleaba por la bocanada de la tarde. El cielo seguía majestuosamente intacto. Endrymar había vencido dos veces y le sacaba la lengua a la pelona que se quedaba con las manos vacias. Muchas horas más allá, el daimon subido en su animal de dos ruedas, exhibía el trofeo pensando en la rumba que se iba a meter vendiéndola la bomba al centro hospitalario que la requería. Endrymar lo había conseguido. Con la tracción de su caja torácica incipiente, impulsado por la fuerza de su madre, avanzó hasta los brazos del doctor que la recibía en la unidad de cuidados intensivos para darle el próximo aliento a Endrymar, que volvía a plantarse ante su destino por tercera vez.

About The Author

Deja una respuesta