Corazones de hierro 2Los ideales son pacíficos, lo que es violento es la guerra dice, en un momento infeliz, el muy disfuncional protagonista de Fury. La primera precaución es distinguir entre los clichés del género, de los que la película usa y abusa, y la inteligencia con la cual el libretista y director David Ayer los contextualiza o los desmonta. Porque historias de valerosos y jóvenes soldados americanos ganándole la partida a los perversos alemanes se han visto unas cuantas. Una presentación de David Ayer: ha sido libretista, entre otras de Día de entrenamiento (2001) y director de una excelente adaptación de James Ellroy (Reyes de la calle) y Final de guardia, que también escribió. Todas tienen en común un rasgo que distingue a los personajes principales: aún estando del lado bueno de la ley, su moralidad es discutible, cuando no deleznable y los uniformes o las placas se acercan mucho a una licencia para torcer los renglones de la ley.

Lo mismo ocurre en esta Corazones de hierro, o más bien Fury, nombre o leit motiv del tanque en el cual una unidad penetra el territorio del Tercer Reich. La misma propuesta es original. Los protagonistas están en un útero que los protege del mundo exterior (aunque se nos aclara que los Panzers alemanes son superiores) y con el cual deben internarse en territorio desconocido. La narración pendula entre dos ambientes. El primero, claustrofóbico es el interior del tanque (esta es mi casa, dice sobre el final el sargento) que escupe muerte en cada enfrentamiento. El otro, tanto o más revelador, se produce cuando abandonan el escudo protector y deben interactuar con los civiles de los pueblos que van conquistando. Esta aproximación habla de la inteligencia del director. No se trata de escudarse en la inobjetable justicia de la guerra contra los nazis. Se trata más bien, sentado ese principio de ver cómo la guerra transforma a unos buenos muchachos (sanos campesinos, devotos cristianos o escribientes fuera de contexto) en máquinas de matar. Hay dos polos que gobiernan este tránsito. El primero, el sargento encarnado muy bien por Brad Pitt, que ha sobrevivido la campaña de África y el desembarco en Normandía y se jura el imposible de mantener a todos sus hombres con vida, cuando en realidad los conduce de manera inevitable a la muerte. El otro es el recién llegado, un oficinista a quien por error bajan del camión y lo asignan a su unidad. La interacción entre ambos, y con los demás tripulantes, difícilmente humaniza al primero, aunque sí logran transmitirle al último llegadas las pautas de brutalidad que tal vez lo ayuden a mantenerse con vida. Porque la guerra es así.

La película se estructura con base en tres momentos de intensidad progresiva. El primero cuando ejecutan a un SS desarmado, el segundo cuando, en un alto en el camino, seducen a dos atractivas civiles regresando a dos necesidades básicas, comida y sexo, antes de comprobar que la guerra sigue. La tercera, de clímax, es la batalla del tanque contra un batallón de SS en una concesión, no por bien narrada, menos obvia a los más rancios cánones del género. Vale la pena indagar sobre este respeto sacrosanto por las reglas del género. Ocurre, que la segunda guerra es la última de las guerras inobjetablemente justas. Si esta intervención, ­a diferencia de todas las que vinieron después. cumplía con todos los requisitos del casus belli, ¿por qué debiera cambiar la forma de narrarla? La pregunta correcta no es esta, que se resuelve fácilmente por la afirmativa. La pregunta es por qué volver con un drama de la Segunda Guerra Mundial. Precisamente no para hablar de una guerra setentona, sino para hablar de los efectos de la guerra en los que la pelean, de la futilidad de todas las corazas, de la inevitable deshumanización de conllevan los uniformes cuando no son más que eso.

Fury, y el revival del género (que no veía una obra mayor desde el Big Red One, del gigante Sam Fuller, en 1980) tiene mucho más que ver con El francotirador de Clint Eastwood, que con Los doce del patíbulo (1967), de Robert Aldrich, o con los heroísmos de tantos filmes de John Wayne. Porque es cierto que ha corrido mucha sangre bajo el puente, pero al final del día, un uniformado, con un arma, el permiso para usarla y la convicción de que está del lado bueno de la historia es un peligro. Dato que nunca se debe olvidar y que engloba a todas las convenciones del género. Aunque afortunadamente a veces las supere, como en este caso.

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