Cipriano Castro
Castro, viejo zorro ya en política, capitalizó el sentimiento nacionalista.

La figura violenta, contradictoria, alternativamente libertina  y heroica de Cipriano Castro contribuye a darle bizarro color  y casi epiléptico impulso a la Historia venezolana de los  primeros años del 900. No me atrevo a decir que sea uno de  esos personajes que Plutarco hubiera querido incorporar entre sus arquetipos. Su personalidad marca, más bien, una hora de crisis de Venezuela. Es el último gran guerrero brotado con toda la fuerza del monte y con una retórica que tiene asimismo la viciosa proliferación de nuestros bejucos tropicales.

                                                                                                                    Mariano Picón Salas

 1. El joven revoltoso

Mi hijo es como el símil del gallo, hecho para la hembra y la pelea.

Don Carmelito Castro

El 12 de octubre de 1858 —trescientos sesenta y seis años después que Colón y sus pávidos marineros desembarcaron en la isla coralina denominada Guanahaní por los nativos indios lucayos, a fin de tomar formal posesión de ella en nombre de los Reyes Católicos y bautizarla con el cristiano nombre de San Salvador— en la Valencia de Venezuela, se discutía, en protocolar Convención, una nueva Constitución Nacional. Como Presidente Interino de la República actuaba Julián Castro, mientras que en Capacho Viejo, en el remoto Táchira venezolano, otro Castro, José del Carmen, conocido familiarmente como Carmelito, brindaba con miche por el feliz nacimiento de un niño varón recién parido por su mujer, Pelagia Ruiz, quien iba a ser también cristianamente bautizado con el sonoro nombre de Cipriano.

 Cipriano nació pequeño y creció pequeño aunque de muy encumbradas aspiraciones. El Cabito fue llamado por sus aires de grandeza, por emular y querer ser el propio Napoleón Bonaparte, cuando no Simón Bolívar. Las dimensiones corporales, la limitada estatura física de El Cabito, mote tributario del endilgado en Francia —le pétit caporal— al  emperador francés, siempre fueron constante motivo de guasa y chacota por parte de sus innúmeros adversarios. Eleazar López Contreras recuerda que Castro “sostenía la cabeza y movía los brazos a los lados; parecía que quería ganar altura.” Pío Gil, por su parte, señala que El Cabito andaba “como si hubiera echado raíces en el suelo, para traer las miasmas, empinábase inexorable, con su tipo lombrosiano.”

El niño Cipriano es bautizado por el presbítero Pedro N. Sánchez, siendo su padrino de sacramento don Antonio de Pablos. Tempranamente el vástago es enviado por sus padres a la escuela para realizar, en el propio y todavía en pie Capacho Viejo, estudios primarios bajo la dirección del ilustrado y recto señor Vicente Durán. Luego del terremoto que destruyó Capacho Viejo en 1875 y originó la fundación de Capacho Nuevo por al Pbro. José Encarnación Montilla, Ciprianito se muda con su familia, con la dolorosa excepción de su madre Pelagia, ya difunta, al nuevo Capacho llamado Libertad; en su novísima escuela es educado bajo la dirección del valerano Dr. Federico Bazó. De acuerdo con López Contreras, la influencia que tuvieron el trujillano y otros educadores tachirenses sobre el inmaduro Castro fue muy significativa en la formación del futuro Cabito: “ilustrado por las lecturas históricas, escribía en estilo claro y preciso, con capacidad de orador y fortuna para expresar sentimientos y modos de pensar.”

Estudios formales de secundaria en el Colegio de Varones de San Cristóbal y menos protocolares en la ejecución de la flauta y del violín —esas iniciales melodías compinches del alma núbil de Cipriano que años después El Restaurador convertirá en danza, cabriola, pirueta y afiebrado baile—, el joven Castro es enviado luego a la vecina ciudad de Pamplona para realizar en su reconocido Seminario, esta vez, estudios sacerdotales. En su exhaustivo libro Los días de Cipriano Castro, el ensayista Mariano Picón Salas ilustra a cabalidad las acciones y conductas que llevaron primero a nuestro revoltoso joven al seminario de Pamplona, y, luego,  a su primer asilo en la siempre acogedora localidad de Cúcuta: “Con unos jóvenes de apellido Cacique, el adolescente Castro había sido de aquellos bronquinosos jefes de banda que en los campos tachirenses organizaban sancochos que solían terminar a tiros, o raptándose a una muchacha labriega. En los días de su adolescencia se fijan —revelando el volcanismo de su carácter— varios hechos significativos: su permanencia en el Seminario de Pamplona y el duro castigo que le impone su padre —unos buenos cuerazos, anotamos nosotros, una curiosa carta al general Antonio Guzmán Blanco, la agresión a revólver al cura Cárdenas que no produjo mayores consecuencias, y la fuga de la cárcel de San Cristóbal”. (Picón Salas. 1986, 40). Sin embargo, los historiadores coinciden en señalar que esta pasantía de seminarista en Pamplona fue muy fértil para el futuro Caudillo. Allá el fallido pastor de almas aprendió versos de Ortiz y de Conto, se informó de los principios del pensamiento liberal colombiano, asistió a algunos de sus combativos mítines y pudo adentrarse en la oratoria política que tanto le fue útil en su carrera política.

De regreso a la capital del Táchira, el díscolo Castro ejerce diferentes oficios comerciales y boticarios. Sin embargo, como bien lo apunta Polanco Alcántara: “el joven comerciante no resultó pacífico: peleas personales, disparos, heridas, y sobre todo  la enemistad con Espíritu Santos Morales, prefecto de San Cristóbal, lo lleva, en 1884, al exilio”. Entre las más destacadas de sus acciones de indocilidad, se registra el legendario ataque armado que el joven revoltoso realizó contra el Presbítero Cárdenas, lo que le valió el epíteto de “asesino de curas”. Recluido en la cárcel de San Cristóbal, liberado en novelesca evasión por Cacique, su amigo de lances y correrías, Cipriano, acosado por diferentes flancos y circunstancias, se extraña por un tiempo de la tachirense comarca para refugiarse en la cercana Cúcuta.

2. Un guerrero en ciernes                          

“…Vi cuando Castro le quitaba el máuser a un soldado, le zumbaba un machetazo a otro, le hacía un tiro de revólver y lo apuntaba con un fusil: Los pelotones de soldados enemigos lo apuntaban y le hacían descargas a quemarropa y él se agachaba o se tiraba al suelo para eludirlos (…) Yo creía que lo habían matado cuando de pronto lo veía surgir por otro lado, ensoberbecido, blandiendo el machete y gritando voces de mando. Cuando cesó el  fuego pedí una entrevista con el coronel Castro.”

Juan Vicente Gómez comentando la Batalla de Capacho

Aislado de su terruño por primera vez en uno de esos exilios recurrentes que parecen ser su inexorable destino, el joven Cipriano participa en novedosas intrigas; las viejas y familiares con el padre Cárdenas y sus hermanos Alberto y Pedro, ya rindieron sus conocidos y negativos efectos. Ahora, otras rencillas, las que alimentan un regionalismo dual expresado tanto contra los centralistas caraqueños como contra el predominio de los caudillos trujillanos, se hacen presentes en el ánimo del guerrero en ciernes. Picón Salas recuerda: “El Táchira —la tierra más nueva y de menos ejecuciones históricas de la Cordillera— comenzaba ya a convulsionarse, y gentes tozudas, previsoras y laboriosas (distintas de los románticos guerreros de Trujillo y de los oligárquicos doctores de Mérida) pedían mayor participación en la política”. (Picón Salas, 1986, 35). Cipriano Castro será uno de esos tachirenses alzados.

El joven Castro inicia en Cúcuta amores con su futura esposa, la señorita Zoila Rosa de Martínez, y además de soñar con ella en sus noches de insomnio, fantasea con la idea de revivir la hazaña integradora del Libertador Bolívar y de restaurar el ideario liberal que los liberales amarillos habían mancillado, y, sobre todo,  poner en su sitio al prefecto de San Cristóbal, el general Espíritu Santos Morales, el celebre Patón Morales. La oportunidad de hacer efectiva su recóndita pasión de guerrero se le presenta rápidamente.

En 1885, el también exiliado doctor y general Carlos Rangel Garbiras comanda una invasión contra el gobierno del Táchira, en la que se alista, a sus veintisiete años, con el grado de Coronel, el joven Castro. La expedición es derrotada en las cercanías de Rubio en la Batalla del Cerro Escalante. Vencidos y de regreso a Cúcuta se planea una nueva invasión al Táchira. En 1886, el general Segundo Prato, acompañado por varios coroneles, entre ellos nuestro Castro, toma por asalto Capacho. En esta acción bélica el coronel Cipriano Castro se destaca y después de sus aguerridas y exaltadas actuaciones, a su regreso al campamento, es nombrado Subjefe del Estado Mayor, para al día siguiente en otra valerosa faena derrotar en el propio Capacho, esta vez, al general Espíritu Santos Morales, lo que le valió su nombramiento como General. Esta batalla marcó el inicio de la carrera política y militar del nuevo caudillo.

Uno de sus biógrafos resume estupendamente la confusa situación militar y política que se plantea en el Táchira de entonces: “Las luchas se desenvuelven por los lados de los dos Capachos y culminan en algo original: el delegado del Gobierno Nacional, general Juan B. Araujo, encargado de poner orden y haciendo uso de su autoridad, cambia a las autoridades locales, con lo cual da la razón a los revolucionarios. El antiguo jefe del gobierno, Morales, retirado oficialmente se convierte entonces en ‘alzado’ contra las nuevas autoridades. En esas luchas muere mucha gente y culminan inesperadamente con Morales exiliado y con Castro en funciones de segundo jefe de las fuerzas del gobierno (…) Llega así el año de 1888: “El Estado de los Andes” previsto en la nueva Constitución de 1881, debía tener un nuevo ‘gobernador’ para cada una de sus secciones. El presidente del Estado resultó ser Carlos Rangel Garbiras. Por razones complejas, Castro, a quien  sus andanzas ya habían convertido en general, fue designado como gobernador de la sección Táchira”. (Polanco Alcántara. 1991,35 y 36)

3. Un gobernador bisoñ

Los hombres chiquitos como yo debemos ganarnos la estatura que no nos dio la naturaleza.

                                                                                                                                             Cipriano Castro

Del campo de batalla al Palacio de Gobierno, de la milicia a la civilidad, a sus recién estrenados 30 años de edad, Cipriano Castro, en esos albures de la vida, es escogido Gobernador de la Sección Táchira del Estado de Los Andes. Sintetiza Gerson Rodríguez Durán: “Al caer el régimen guzmancista, Espíritu Santos Morales fue depuesto de la Gobernación del Táchira y el general Francisco Alvarado, Presidente del Gran Estado de Los Andes, sustituido por Carlos Rangel Garbiras. Este pretendió imponer a Gregorio Noguera como gobernador; pero de inmediato se formó un comité de apoyo a la elección de Castro, presidido por el doctor Santiago Briceño Ayesterán. A finales de 1887 Castro fue electo Gobernador y reconocido como tal por el presidente Francisco Rojas Paúl”. (Rodríguez Durán. 1999, 155).

Por dos largos e intensos años, interrumpidos por una breve ausencia temporal, permanece el futuro Restaurador al frente de la gobernación. Sus realizaciones son reconocidas por la comunidad tachirense, por la nacional y por futuros historiadores. Ramón J. Velásquez expresa: “El gobernador Castro realiza una labor administrativa que consolida su prestigio regional. Reclama los títulos de propiedad para las comunidades indígenas de Capacho, pide al gobierno nacional caminos que unan al Táchira con el resto del país, promueve una encuesta en donde pregunta a los notables de la región si como gobernador ha atropellado los derechos de algún ciudadano. Finalmente un conflicto con el clero de San Cristóbal que determina el temporal cierre  de las iglesias, ocasiona el primer enfrentamiento con Rangel Garbiras. Ya se empieza a hablar de castrismo y de ciprianismo”. (Velásquez, 1991, 58).

En fin, Cipriano Castro ejerce con relativo éxito y aceptación de la comunidad regional la Gobernación del Táchira, siempre con la férrea oposición de los rangelistas y de los liberales amarillos, amén de una sojuzgada revolución de curas a raíz de una venganza por mampuesto cuando uno de sus seguidores le infligió en el mercado municipal unos planazos a  su pasado rival, el Presbítero Cárdenas.

4. Un diputado ruidoso       

                                                                            Más ruidoso que carro viejo y diputado nuevo

                                                                                                                                        Andrés Eloy Blanco

La sardónica apreciación del poeta cumanés ha podido aplicarse al Cipriano Castro que resultó electo en 1890 como nuevo diputado al Congreso de la República, cargo electivo que ejercerá hasta 1892. Se traslada el electo diputado a Caracas para ejercer sus tareas de parlamentario por el Táchira. Prontamente destaca por su provinciana vestimenta, su valentía, su afán nacionalista, por sus ásperas críticas al guzmancismo y por sus encendidos discursos más propios de un jacobino en plena Revolución Francesa, así como por la particular manera de aporrear la gramática castellana —me forzo por me fuerzo— y por la peculiar forma como discursea, recalcando las consonantes finales, duplicándolas casi. Como bien apunta Picón Salas: “desde el ángulo que se le observe, es don Cipriano el más original, para otros el más valiente de los diputados de 1890 (…) Muchas personas lo esperan a la salida del Congreso o acuden a verlo con suma curiosidad en la pensión de la Calle de Carmelitas donde se aloja. A don Cipriano le gusta hablar con prodigalidad a los periodistas, quienes confiesan que para su oficio de guerrero es demasiado elocuente”. (Picón Salas, 1986, 49).

El pequeño diputado, el gallito andino, como también han de llamarlo sus detractores, vestido con su jipijapa provinciano, con sus ajustados pantalones, con su pesada leontina y su levita gris, se reúne y conspira con los antiguzmancistas contra los defensores del anquilosado Liberalismo Amarillo. Se une el ahora ensalzado congresista a las tertulias vespertinas donde participan los generales Julio Sarria, Jacinto Lara, Juan Pietri, se hace cercano a don Domingo Antonio Olavaria y a muchos otros personajes de relevancia en la política caraqueña (Ramón Ayala, Gregorio S. Riera, José A. Velutini, Manuel Antonio Matos, Laureano Vallenilla, Alejandro Urbaneja, entre otros), y se constituye en una especie de alter ego de su mentor Santiago Briceño. Igualmente, se hace decidido seguidor del doctor Raimundo Andueza Palacio. Ramón J. Velásquez recuerda que “En 1892, el empeño del presidente Andueza Palacio de permanecer en el poder divide el liberalismo amarillo en continuistas y legalistas, y Castro se proclama anduecista”.

Esta proclamación de intenciones, esta toma de postura a favor del continuismo de Andueza en la Presidencia de la República, va a tener importantes repercusiones para el novel diputado que regresa súbitamente a sus viejas andanzas de valeroso guerrero.

5. El exiliado epistolar

Cuento apenas con 34 años de edad, de los cuales 17 se los he consagrado hasta hoy a la Patria, con el fuego y ardor de la juventud y las convicciones que me han alentado, no arredrándome jamás la lucha.

                                                                                                                                           Cipriano Castro

Al proyecto continuista de Andueza Palacio reacciona prontamente el general Joaquín Crespo, quien se pone al mando de la Revolución Legalista para combatir la reforma de la Constitución que extendería el período de gobierno. El presidente Andueza, ante la amenaza armada, nombra a Cipriano Castro Jefe de las Fuerzas del Gobierno en Táchira, quien parte de La Guaira a Maracaibo provisto de hombres y de generoso parque. Un sintético y vivaz ‘parte de guerra’ nos informa con detalle de lo ocurrido desde la llegada de Castro a Maracaibo hasta su decisión de exiliarse de nuevo en Cúcuta: “…supo de que en el Táchira había estallado el movimiento legalista; y en Puerto de Guama que los conservadores trujillanos, al mando de Eliseo y Pedro Araujo, habían tomado San Cristóbal sin que el gobernador Cayo Mario Quintero hubiera asumido su defensa. Ignoraba que éste, escoltado por fuerzas militares al mando del general José González, había resuelto partir hacia Colón para encontrase con él”… Castro…”en el trayecto se informó que Colón estaba siendo atacado por trujillanos. Apresuro la marcha y en la mañana del día siguiente llegó a Colón en momentos en que se combatía fuertemente. De inmediato se puso al frente de la situación y en El Topón logró derrotar los 2.000 hombres del ejército trujillano, cuyos restos huyeron hacia Mérida (…) Castro trasladó el parque; y cuando se enteró que Espíritu Santos Morales, partidario de Crespo, había salido de Trujillo, al mando de un ejército compuesto de 1.500 soldados, procedió a acopiar elementos para la defensa de San Cristóbal. Cuando Morales llegó resistió sus acometidas e impidió que tomará la ciudad (…) Castro se impuso y derrotó a Morales, quien huyó a Mérida (…) Castro siguió a Mérida para reunirse con los generales José María Gómez, Delegado Nacional del Gobierno del Presidente Andueza, y Diego Bautista Ferrer, quien a su paso por Trujillo había derrotado a las fuerzas legalistas. Conferenció con ambos oficiales y les propuso unificar los ejércitos para seguir hacia el Centro a combatir a Crespo, pero éstos resolvieron consultar la opinión del Presidente de la República  (…) éste le informó a Castro que el Gobierno contaba con suficientes elementos para derrotar la Revolución Legalista y le ordenó regresar al Táchira y esperar nuevas instrucciones, Castro llegó a San Cristóbal y decretó la autonomía política de de la Sección. Luego apoyado por un movimiento de opinión, se encargó de la Gobernación, desde cuya posición se dedicó a esperar el resultado de los acontecimientos. Entre agosto y noviembre de 1892 ejerció el cargo, hasta que finalmente Andueza fue derrocado”. (Rodríguez Durán. 1998, 160 a 162).

Uno de las primeras disposiciones del nuevo Gobierno de Crespo es decretar el enjuiciamiento de Andueza Palacio y sus más cercanos colaboradores, incluyendo a Cipriano Castro, quien huye y se destierra en el fundo Bella Vista cercano a la Villa del Rosario. Su segundo hombre al mando en esta corta campaña militar contra los legalistas, Juan Vicente Gómez, se asila también en Cúcuta, en un fundo colindante al de Castro, al que llamó Buenos Aires. Se profundiza una relación de amistad y afecto entre estos dos compadres que la ambición por el poder político ya se encargará de demoler.

Son siete largos años de exilio (1892–1899) en los que Castro se encarga de afinar su pensamiento restaurador y de profundizar sus relaciones con los diversos jefes liberales continuistas asilados en Curazao, Nueva York y París. Cartas, esquelas, misivas, mensajes, en fin, todas las formas del género epistolar serán el medio privilegiado por el Cabito para transmitir sus idas y arraigar su liderazgo. En 1893, Castro, aprovechando la amnistía acordada en la nueva Constitución, sale a Caracas para conversar con el presidente Crespo acerca de la situación de sus protegidos Andes. Pero Crespo, escasamente interesado en las propuestas y consideraciones del exiliado lo hace esperar por largas horas en la antesala de su despacho presidencial en la vieja casona de Santa Inés, y, finalmente, le concede una corta y cortés entrevista, luego de la cual comenta a sus allegados y aduladores: “Ese es un indiecito que no cabe en su cuerito”. En 1895 Castro viaja a Curazao para participar en una abortada invasión contra Crespo, organizada por José Ignacio Pulido y Ramón Ayala. Decepcionado de las intrigas y de las rivalidades entre los continuistas, regresa a su abandonada hacienda cucuteña para continuar redactando sus innumerables cartas y más tarde sus encendidos artículos de prensa en el nacionalista e antiimperialista periódico El Venezolano.

Desesperado Crespo ante el creciente fracaso de su gobierno, llama al general Manuel Antonio Matos para que organice la vacilante administración pública. Matos a su vez, por instrucciones de Crespo, invita a Castro a participar en el reformulado gobierno crespista, ofreciéndole la Aduana de Puerto Cabello, la que airado rechaza para demostrar que no siempre “dádivas quebrantan peñas”. En realidad, Castro, como ya lo había expresado al propio Presidente, aspiraba nuevamente a la Gobernación del Táchira, la que, por supuesto, Crespo no tenía ningún interés político en otorgársela.

En 1897, elecciones presidenciales en puerta, Castro se pronuncia por la candidatura de Carrillo en contra de la de Ignacio Andrade, escribe sucesivas cartas públicas criticando la intervención de Crespo en la selección del candidato presidencial del partido liberal amarillo y proponiendo la convocatoria de una convención nacional para la escogencia del candidato de entre las precandidaturas de Andrade, Castillo, Arismendi Brito, Tosta García y Rojas Paúl. A las cartas públicas y a las peticiones de dialogo y entendimiento de Castro, Crespo comenta una vez más: “el indiecito no cabe en su cuerito”. En el calor del debate electoral, Domingo Antonio Olavaria, viejo contertuliano del exiliado, propone el nombre de Cipriano Castro como eventual candidato presidencial de consenso.

Decepción tras decepción, el Cabito continúa con su trabajo político, arrecia su nacionalismo —su antiimperialismo —, escribe y organiza comités de apoyo en el Táchira, se percibe presidenciable, propone un nuevo partido, El Democrático, un nuevo periódico, El Demócrata, y comienza sobre todo a sentar las bases organizativas de la futura Revolución Liberal Restauradora. Como bien lo expresa Picón Salas refiriéndose a este periodo de largo pero fructífero exilio epistolar de Castro: “Son  entre el 92 y el 99 los años de diáspora y de ‘égira’; también de preparación para una guerra santa”.

6. La Revolución Liberal Restauradora

Así que disponemos de 58 hombres; y el General Gómez y yo somos 60…

                                                                                                                                     Cipriano Castro

Y la andina Guerra Santa tomó forma, ocupó lugar, entusiasmó primero a pocos y luego a muchos, tuvo éxitos tempranos y sumados cabecillas, y, en especial, inevitables y decisivas negociaciones políticas, fue conocida por la Historia Patria como la Revolución Liberal Restauradora, a cuya cabeza estuvo desde sus inicios Cipriano Castro al mando de escasos sesenta hombres que “aguardaban con sus cabalgaduras y chamarretas, ajustados los revólveres en el corredor de Bellavista. Se les sirve café y escancian a pico de botella el garrafancito de ron de la Ceiba”. (Picón Salas, 1986, 63). Citemos otro breve “parte de guerra” acerca de la evolución de esta asonada restauradora que se inició el 23 de mayo de 1899 en los márgenes del río Táchira hasta llegar victoriosa, cinco meses más tarde, ochenta y un días después, a Caracas, el 22 de octubre de de 1899, diez fechas después del cumpleaños 41 del general Cipriano Castro: “En adelante Castro realiza una campaña en la cual destacan los siguientes hechos armados: Tononó (26.8.1899), Las Pilas (27.5.1899), El Zumbador (9.6.1899), Cordero (28.6.1899), Tovar (6.8.1899), Parapara (26.8.1899), Nirgua (2.9.1899) y Tocuyito (14.9.1989). El presidente Andrade abandona el país por el incontenible avance del Restaurador, quien entra a Caracas el 22 de octubre de 1899 para convertirse en primer magistrado hasta diciembre de 1908”. (Diccionario de Historia de Venezuela, 1997, 741).

La historiografía venezolana es pacífica en señalar que los inicios de la Revolución Restauradora hay que buscarlos en la reacción contra la ineficiencia y el debilitamiento progresivo del gobierno de Ignacio Andrade. En efecto, se señala que el régimen andradista se desestabiliza lentamente debido entre otros factores al principalísimo, a la pérdida física del principal apoyo de Andrade, el general Joaquín Crespo, quien fallece el 16 de abril de 1898 en la batalla de La Mata Carmelera, cuando enfrentaba las fuerzas insurrectas del general Hernández, el célebre Mocho. Rodríguez Durán expresa que “su trágica desaparición significó una verdadera desgracia nacional, enlutó al país y abrió camino para el caos absoluto. En ese momento El Taita era el máximo caudillo civil y militar de Venezuela”. A esta pérdida fundamental se suman otras circunstancias no menos importantes: la disminución de los ingresos fiscales y las crecientes presiones de los gobiernos extranjeros para el pronto pago de la deuda extranjera contraída por la Republica. Además, desde la perspectiva de Castro, se añade el decreto de la reforma constitucional del 22 de abril que intenta, en perjuicio de la organización político–territorial existente, devolver las “autonomías históricas” a ciertas regiones del país para crear un total de veinte estado.

Bajo la enseña “nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos”, el presidente Castro inicia su mandato designando —paradójicamente— un gabinete ministerial integrado en su totalidad por rancios protagonistas del combatido Liberalismo Amarillo, sin ninguna participación del grupo andino que lo acompañó en su gesta restauradora. Ya el general José Ignacio Pulido, nuevo Ministro de Guerra, se lo había advertido tajantemente: “Muy mal hecho Cipriano. Muy mal hecho”. La reacción ante estos nombramientos no provino —extrañamente— del grupo de andinos sino del general nacionalista Hernández, El Mocho, quien al ver designados como ministros en el gabinete en estreno a sus tradicionales enemigos políticos, rompió su nombramiento como Ministro de Fomento y se volvió a alzar en armas, esta vez contra el iniciado gobierno de Castro.

Variadas son las sucesivas y crecientes insubordinaciones militares contra la Restauración: tempranamente también el general Antonio Paredes se niega a entregar la fortaleza de Puerto Cabello al farsante Pablo Bolívar, desafiando al propio Castro para que fuese a arrebatársela personalmente; en octubre de 1900. Nicolás Rolando proclama la autonomía de Guayana; en diciembre, Celestino Peraza inicia una rebelión en los llanos; Pedro Julián Acosta incita, por su parte, a la insurrección en Oriente; Juan Pietri lo imita en Carabobo. Allende las fronteras occidentales, el viejo aliado de Castro y ahora ardiente opositor, Rangel Garbiras, invade desde Colombia por el Táchira. Ante estas continuadas, inconexas y aisladas rebeliones armadas, el presidente Castro opone, por un lado, una visión unitaria y de conjunto de la acción militar de su gobiern. Los encargados de ejecutarla serán sus aliados, los oficiales restauradores andinos, y primordialmente su compadre Juan Vicente Gómez, y, por el otro, la inteligente estrategia  de concebir un nuevo y eficiente ejército nacional. Pino Iturrieta, en apretado texto del Diccionario de Historia de Venezuela, p. 743, asienta: “Desde los primeros meses de 1901, Castro eleva el pie de la fuerza nacional hasta 30 batallones, provee de armamento moderno a la oficialidad, aumenta el parque de reserva mediante la adquisición de fusiles modernos, compra trenes de artillería de montaña, funda una maestranza general para el servicio de las tres armas, crea el arsenal de la Marina e introduce algunas variantes en el uniforme de la tropa. Con estas reformas, ocurridas entre 1901 y 1902, sienta las bases para la liquidación de la manera antigua de hacer la guerra y para la creación de una organización militar diferente a la montonera.” Uno tras otro de los insurrectos fue derrotado por el ejército de la República para mayor gracia de Castro y de sus generales, y, en especial, de su compadre Juan Vicente, El Salvador del Salvador.

Pero no sólo fueron los sublevados militares los que realizaron una feroz oposición a Castro. Inés Quintero confirma: “No obstante, progresivamente, nacionalistas y liberales amarillos, escritores, políticos, prominentes hombres de la ciencia y de los negocios e incluso empresas extranjeras con intereses en Venezuela, confluyen en un movimiento de carácter nacional cuyo objetivo es desalojar a Cipriano Castro del poder. Se trata de la Revolución Libertadora, principal movimiento de oposición a Castro y episodio definitivo en la liquidación de las luchas caudillistas en Venezuela”. (Quintero, 1991, 91).

En efecto, a la sublevación armada de nacionalistas y amarillos se suman otros factores económicos y financieros que, unidos a la ineficiencia oficial, conducen al país a un profundo déficit fiscal  que hace perentoria la necesidad de que el gobierno recurra al financiamiento de la banca privada. En enero de 1900, Castro convoca al potentado general Manuel Antonio Matos, propietario y director principal del Banco de Venezuela, a una reunión en la que le solicita el concurso financiero de la entidad bancaria para ayudar a cerrar la aguda brecha fiscal. Ante la evasiva del banquero y en respuesta a su carta en la que aconseja a Castro una fórmula de obtención de fondos que no implique la participación de su banco ni mayor violencia a la existente, los directores del Banco Caracas y el presidente y secretario del Banco de Venezuela fueron conducidos a prisión. En las temidas cárceles de La Rotunda primero, en su aterrador ‘tigrito’ luego, Matos los acompañará días después. Picón Salas narra vivamente lo ocurrido con los banqueros y el desenlace a corto y a mediano plazo: “Y varios días después, entre dos hileras de soldados, sacan a los banqueros del presidio y los hacen recorrer a pie las populosas calles que median entre la prisión y el Ferrocarril Inglés. Circulaba la noticia de que los mandarían a las bóvedas de San Carlos, pero sólo se trataba de una procesión bufa. Don Bernardo Lassére, Presidente de la Junta Directiva del Banco de Venezuela, meditó bastante en sus horas de presidio, y accedió a que la institución prestara al Gobierno el dinero pedido. Ahora todos recobraban la libertad, y don Cipriano hace una visita de cortesía a los bancos como para borrar cualquier agravio. En estas curiosas relaciones suyas con la Economía Nacional en que pasará de la violación al halago, tres años después, dará una de las más lujosas fiestas de su gobierno en homenaje a la directiva de los Bancos de Venezuela y Caracas. Serán los huéspedes, los prisioneros de ayer”. (Picón Salas, 1986, 105 y 106).

El general Matos, humillado y dolido, comienza a concebir su personal venganza, a recibir extrañas y continuas visitas, desusadas audiencias. El Ministro de los Estados Unidos, los jefes de tres importantes compañías extranjeras—The New York and Bermúdez Company, The Orinoco Corporation y The Orinoco Shipping Corporation— comienzan ‘a calentarle la oreja’ al banquero guerrero. Los franceses del Cable y los alemanes del Ferrocarril se suman a las insinuaciones. Se gesta así, poco a poco, la Revolución Libertadora. Un parte de inteligencia y de guerra informa: “El Trust del Asfalto y la Orinoco Shipping, descontentos por las medidas del Gobierno Restaurador decidieron en Nueva York apoyar al potentado venezolano Manuel Antonio Matos para la adquisición de un barco destinado a transportar tropas revolucionarias a Venezuela (…) Matos adquirió en Londres (…) el vapor de carga Ban Righ, que fue despachado con destino a Martinica, lugar convenido para la concentración de los comprometidos. El ministro de Defensa, general Ramón Guerra; y el Gobernador de Aragua, general Luciano Mendoza, se comprometieron en la insurgencia (…) el barco pirata fue bautizado El Libertador; y a comienzos de 1902 zarpó con destino a costas venezolanas (…) fue puesto en combate a la altura de Cumarebo”. (Rodríguez Durán, 1998, 244).

El arribo de El Libertador, o la Matera como fue bautizada la nao por el populacho, fue el toque de diana para advertir que la Revolución Libertadora llegada por costas del caribeño mar estaba presta para desplegarse en venezolana tierra. Esta Revolución Libertadora que agrupó sin éxito a las desperdigadas iniciativas de los caudillos regionales, algunos de ellos ya mencionados, a los que se sumaron otros cabecillas nacionalistas y liberales amarillos, después de muchas peripecias y batallas, se desmoronó finalmente en la ‘tremenda prueba’, en la batalla de La Victoria que se inició el 12 de octubre, fecha del cumpleaños de Castro, y culminó el 3 de noviembre de 1902, día en que las exhaustas tropas libertadoras reciben del derrotado general Matos la orden de retirarse del campo de batalla.

Ramón J. Velásquez con su acostumbrada lucidez registra: “La batalla de La Victoria es el episodio final de un régimen político–militar que asume el control del país en 1803 con el triunfo de la Revolución Federal y se consolida definitivamente en 1870, cuando el general Antonio Guzmán Blanco entra triunfante en Caracas como héroe de la Revolución de Abril. Durante treinta y nueve años, el liberalismo bajo distintos nombres (liberalismo federalista, liberalismo amarillo, liberalismo legalista), establece un total dominio sobre el país que no logran disputarle los grupos de oposición, perseguidos con el calificativo de godos o conservadores. En La Victoria, a la alianza militar de liberales amarillos y nacionalistas, se va a enfrentar un nuevo ejército nacional, en cuyo comando predominan nuevos jefes militares y con otra composición regional en los contingentes de tropas, dentro del cual por primera vez actúa, en forma predominante, gente de los Andes”. (Velásquez, 1991, 73).

Sin embargo, lejos de enfrentar la realidad de la derrota, Matos y algunos de sus aliados en Occidente y Rolando en Guayana, se niegan a deponer las armas, ambos son derrotados, unos en Barquisimeto, el otro en Ciudad Bolívar, donde Gómez se consagra como Salvador y Pacificador. Inés Quintero concluye: “La Revolución Libertadora constituye así, la última de las guerras civiles venezolanas. Pero además cancela, de manera permanente, una forma de ejercicio político cuyos protagonistas estelares fueron los caudillos”.

Y por si no hubiera sido poco, otro conflicto internacional se suma al ya acontecido con Colombia en 1901 y que luego de la batalla de Carazúa en la Guajira, motivó la ruptura de las relaciones diplomáticas con el hermano país. Esta vez, en diciembre de 1902, a escaso un mes de la batalla de La Victoria, ocurre el bloqueo ‘pacífico’ de las costas venezolanas por parte de los acreedores de la República, origen de la célebre proclama que comienza: “¡Venezolanos! ¡La planta insolente del extranjero ha profanado el sagrado suelo de la patria!”. En efecto, ante la negativa de Castro a cancelar las deudas pendientes con los ciudadanos y con los Estados, buques de guerra de Inglaterra y Alemania, con la anuencia del gobierno norteamericano, amparado en la Doctrina Monroe, ocupan el 9 de diciembre el puerto de La Guaira. El 12, se suman naves de Italia que serán acompañadas luego por navíos de las armadas de Francia, Holanda, España, Bélgica y México. La armada venezolana es capturada y reducida, Puerto Cabello es bombardeado, y en enero de 1903, los invasores intentan forzar la Barra de Maracaibo, donde fueron repelidos. Castro aprovecha esta circunstancia para avivar el nacionalismo, y realiza maniobras políticas para conseguir alianzas y patrocinios como la excarcelación del Mocho Hernández, quien se suma a la defensa de la soberanía de la Patria.

Aceptada la mediación de los Estados Unidos, el conflicto se resuelve mediante la firma de nuevos acuerdos para la progresiva cancelación de las acreencias en mora. Un excelente análisis de esta situación es el realizado por el historiador británico Brian S. McBeth, quien en enjundioso libro —aún no traducido al español— brinda valiosa información y certera interpretación del ‘bloqueo pacífico’, que entre otras repercusiones internacionales motivó el surgimiento de la Doctrina Drago.

Castro, viejo zorro ya en política, capitalizó el sentimiento nacionalista, y por primera vez el país entró en una etapa de relativa paz hasta que, a instancias de los gobiernos municipales controlados desde Caracas, el Congreso sancionó, el 20 de abril de 1904, una nueva Constitución que permitió reelegir al Presidente por otro periodo de gobierno de seis años, hasta mayo de 1911. Las reacciones no se hicieron esperar, unos se adhirieron a la reforma y otros como el sempiterno Mocho Hernández mostraron su desacuerdo. Nuevas y trascendentes reformas legales se llevaron a cabo, se legalizó el divorcio, se reabrieron los Seminarios clausurados por Guzmán Blanco,  y se emprendió la construcción de importantes obras públicas. Nadie presagiaba lo que vendría después.

7. El Cabito no llevado a cabo 

El guerrero de a caballo, acostumbrado a tramontar los polvorientos caminos de Venezuela, fue sometido a vagabundear por mares y océanos cual presidiario en galera flotante.

                                                                                                                       Gerson Rodríguez Durán

Y de repente la debacle.

La relativa tranquilidad reinante es también quebrada por un conjunto de acciones en contra de empresas y gobiernos extranjeros, y ciudadanos venezolanos. Se introdujo senda demanda contra la New York and Bermudez Company por daños causados a la Nación y otra contra El Cable Francés; se solicitó el embargo de los bienes de Matos; el gobierno norteamericano retiró a su embajador; Francia rompió relaciones diplomáticas y Colombia hizo lo conducente. Mas tarde los Estados Unidos de América y Holanda también romperían relaciones diplomáticas con el gobierno de Castro.

En el plano nacional se produce la detención y posterior fusilamiento del general Antonio Paredes en el estado Bolívar. La economía nacional entra en franca recesión; hay que subastar, vender a precio de gallina flaca, la recaudación de significativas fuentes de ingresos públicos nacionales: la renta de licores, tabaco, estampillas, cigarrillos, papel sellado y salinas son cedidos al mejor postor. Y como dice el refrán: cuando el pobre lava… llueve, una epidemia de peste bubónica estalló además en el litoral central y se extendió a la capital y al centro del país, el espanto se instaló en casas y habitantes.

Intrigas políticas van y vienen, las facciones se organizan y conspiran, son los tiempos de La Conjura organizada por la camarilla valenciana liderada por Tello y bajo el eventual mando del general Francisco Linares Alcántara; se trata de apostar a la inminente muerte de Castro y de asesinar al incómodo Gómez. Castro se recupera de sus dolencias y conjura La Conjura. Castro vuelve a resentirse de su precaria salud, agravada por las francachelas, orgías, desenfrenos, jaranas, agasajos y convites sin medida que le organizan sus felicitadores y aduladores. En 1907 es intervenido de un riñón, reasume como Presidente, se separa del cargo y regresa aclamado. Sin embargo, la salvaguardia de su salud se impone sobre las ansias de poder del caudillo, quien el 24 de de noviembre de 1908 se embarca en La Guaira en el vapor francés Guadaloupe para iniciar su último y definitivo exilio que concluye con su muerte en Santurce, en Puerto Rico, el viernes 5 de diciembre de 1924.

Cuenta Picón Salas que su compadre del alma, su segundo de a bordo, el que había quedado al frente del gobierno para cuidarle el coroto, y después traicionarlo y darle la espalda, el ahora liberado segundón convertido en Benemérito de la Patria: «En una glorieta de su hacienda maracayera, a la sombra de un gran samán donde confundiendo lo privado y lo público, Juan Vicente Gómez habla alternativamente con sus caporales y mayordomos y recibe a sus ministros, se comenta la muerte de Cipriano Castro. Como reyezuelo de la Edad Media, poblado de refranes y consejas, bajo el gran árbol floral, Gómez evoca los días de la campaña del 99: “Don Cipriano sí sabía pelear” es su mayor elogio fúnebre (…) Mira a su secretario y con la cara más plácida, como si por primera vez se sintiera sin recelo ni preocupación, le ordena: “Ahora vamos al cine». (Picón Salas, 1986, 301 y 302).

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                          

 

                                                     

 

 

                                                           

 

 

 

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