Un niño persigue un sueño en «El chico que miente», de Marité Ugás.

Con la estructura de una road movie, la primera película en solitario de Marité Ugás narra las experiencias de un niño a punto de convertirse en adolescente durante la ansiosa búsqueda de su mamá, una de las víctimas desaparecidas en el trágico deslave de Vargas en diciembre de 1999. El chico que miente parte de una premisa dramática clásica para seguir un viaje a lo largo de la costa venezolana, a través del cual este niño anónimo se labra su propia ruta personal, marca distancias ante su padre, aprende a desconfiar de los desconocidos y consuma su gran fantasía, en medio de una red de mentiras —podríamos llamarlas también ficciones— que le permiten sortear peligros y tentaciones. Este planteamiento muy interesante, pleno de sugerencias, alza vuelo con vigor pero pronto pierde altura y planea sobre diversas situaciones inconclusas. Mientras el film avanza hacia su final, percibimos notables problemas en su construcción dramática. De nuevo el guión deviene en la pata coja del cine nacional.

Nacida y educada en Lima, Ugás formó parte de la primera generación de cineastas surgidos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión, en San Antonio de los Baños, Cuba, donde realizó sus primeros cortometrajes. Luego se integró a nuestro medio cinematográfico y fundó Sudaca Films con su socia venezolana Mariana Rondón. Ambas codirigieron el largometraje A la media noche y media (1999) y luego Rondón realizó Postales de Leningrado (2007), con la producción y el montaje de Ugás. Ahora le tocó el turno a Ugás y desarrolló este film con el respaldo del Centro Nacional Autónomo de Cinematografía, el programa Ibermedia en España y el EZEF, Centro Protestante para el Desarrollo del Cine Educativo, según sus siglas en alemán. Como en A la media noche y media, el personaje infantil en un mundo adulto ocupa la médula de la trama, aunque esta ves se trata de un varón. Y de nuevo plantea un desplazamiento físico como búsqueda íntima y como huida de la realidad.

El chico que miente guarda un cuidado estilo visual en escenarios poco convencionales. Sus encuadres revelan puntos de vista distintos y expresan realidades desconocidas. Las ruinas del deslave, los pueblos de la costa, los manglares y las olas conforman los espacios e imágenes de esa búsqueda tan personal para un niño que se resiste a la muerte de su madre. Los valores de la imagen se aprecian como elementos de una narrativa con sello personal. Es un film sobre el recuerdo y sobre la necesidad de mantener viva la presencia del ser amado. En especial si se trata de madre e hijo. No obstante, las secuencias parecen sugerir situaciones que no adquieren fuerza ni se manifiestan como elementos transformadores de la trama.

Ese preadolescente va de un lado a otro con su bolso, conoce a personajes muy peculiares, deambula por doquier sin rumbo neto, escapa de una situación equívoca, conoce nuevos amigos, descubre el erotismo con una chica casi tan niña como él, avanza contando historias que varían de acuerdo con las circunstancias hasta percibir el fin de su búsqueda. Pero en ese devenir las cosas se suceden sin una consecuencia dramática. Tanto el guión como el montaje se revelan planos sin priorizar escenas o situaciones que deberían o podrían marcar el rumbo de la historia. Se aprecia el uso de dos tiempos —ambientes distintos, iluminación diferente, otros personajes y ambientes— pero el espectador no está seguro de saber cuál es la función de uno u otro. La verdad es que los espectadores no están seguros de muchas cosas, lo cual podría ser una virtud pero en este caso se trata de una severa limitación.

Pero lo más importante es la ausencia de una afectividad que se corresponda con la búsqueda de una madre por su hijo de doce años. Más allá de una u otra declaración verbal, no se manifiesta la emoción o la frustración o la esperanza de ese niño. Los personajes del relato apenas se esbozan sin adquirir desarrollo, simplemente aparecen o está allí, dicen unos diálogos o escapan con una cámara robada. El pasado se ubica en diciembre de 1999 pero la trayectoria de ese niño a lo largo de los diez años siguientes es una incógnita, salvo por la presencia de un padre incapaz de comprenderlo.  Y no es un problema de las actuaciones sino del concepto de la realización.

Desafortunadamente, los altos valores de producción del film —fotografía, música, sonido, dirección artística y algunas interpretaciones— no son suficientes para rescatar un guión y una montaje necesitados de mayor profundidad. No pude dejar de asociar El chico que miente con A la medianoche y media, pues uno y otro film se hallan signados por las mismas carencias.

EL CHICO QUE MIENTE, Venezuela y Perú, 2011. Dirección: Marité Ugás. Guión: Marité Ugás y Mariana Rondón. Producción: Mariana Rondón. Fotografía: Micaela Cajahuaringa. Montaje: Marité Ugás. Sonido: Franklin Hernández (Sonido directo) y Lena Esquenazi (Diseño) Música: Camilo Froideval. Director de Arte: Matías Tikas. Elenco: Iker Fernández, Laureano Olivarez, Dimas González, María Fernanda Ferro, Francisco Denis, Beatriz Vázquez, Yugui López, Beto Benites, Rafael Gil, Gladys Prince, Guillermo Díaz Yuma, entre otros. Distribución: Cines Unidos

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