El Inca censurado
Las ‘medidas cautelares’ constituyeron una sanción de facto que se impuso a los productores sin juicio ni derecho a la defensa.

Fue un año victorioso para el cine venezolano, según el CNAC. El organismo destacó, en una nota de prensa, que se realizaron 13 rodajes en 2016. El total de 26 largometrajes nacionales estrenados es el tercero más alto en la historia.

Pero hay otras cifras que indican lo contrario. La más devastadora es la reducción de alrededor de 60% en la asistencia en relación con 2015 –de 1.061.409 a 429.773 entadas en total–. La cuota de mercado del cine nacional cayó a 2,27%.

El año pasado también hubo censura. Un juez dictó una ‘medida cautelar’ que ordenó la suspensión de las exhibiciones de la película venezolana El Inca. Y fue más allá: dispuso la incautación de todo el material publicitario, todas las copias e incluso el máster, así como el embargo de los ingresos por taquilla. Luego dictaminó que, para autorizar el regreso del film a la cartelera, había que realizar una serie de modificaciones con el fin de proteger a los hijos del personaje del título, apodo del difunto campeón mundial de boxeo venezolano Edwin Valero.

Fue una actuación judicial que sentó un grave precedente en torno al ‘daño’ que una película presuntamente es capaz de causar con su sola exhibición. El juez, además, atribuyó ese peligro a la obra fílmica, no a las personas adultas que pudieran haber acosado a los menores de edad por haberla visto, puesto que solo tenían acceso a El Inca los mayores de 18 años. Las ‘medidas cautelares’ constituyeron una sanción de facto que se impuso a los productores sin juicio ni derecho a la defensa, puesto que acarrearon un daño patrimonial difícilmente reparable en el futuro. Su magnitud desproporcionada parece una advertencia dirigida a todo realizador que se atreva a tocar un tema controvertido como ese.

Como contrapartida podría señalarse que hay filmes venezolanos que siguen abriéndose paso en los principales certámenes internacionales. La soledad, dirigida por Jorge Thielen Armand se estrenó en Venecia, festival del cual había recibido apoyo para la realización. Competirá en marzo en el Festival de Cartagena. El Amparo, de Rober Calzadilla, estuvo en Horizontes Latinos, en San Sebastián. Fue también la película de inauguración del Festival de Cine Latinoamericano del Instituto Cinematográfico Estadounidense (AFI) y recibió el premio del público en Biarritz. Belén, de Adriana Vila Guevara, se estrenó en el FID-Marseille, uno de los festivales de cine de lo real más importantes.

Pero eso es también parte del cambio que podría estar experimentando el cine venezolano. De un total de alrededor de 16 estrenos al año, con una asistencia que superaba los 100.000 espectadores en promedio por película, parece estar pasando a ser un cine de entre 20 y 30 filmes anuales al que su público le da la espalda, aunque produzca dos o tres títulos para festivales internacionales.

¿Cuáles pueden ser las causas? Una es la crisis económica, sin duda, incluidos los problemas con la energía eléctrica, que en 2016 llevaron a la reducción del número de funciones diarias. Resulta difícil, además, pensar que pueda haber un mercado para el cine en un país donde los que ganan el salario mínimo cobran alrededor de 30 dólares mensuales, calculado a la tasa marcadora de los precios.

Pero la taquilla del cine venezolano bajó alrededor de 25 puntos porcentuales más que la asistencia total, que cayó 35%. Eso lleva a considerar un factor adicional: la falta de políticas que persigan otra cosa que más filmes exhibidos cada año. No hay medidas para garantizar un mínimo de calidad, y no es difícil asociar la reducción del público a la proliferación de películas subestándar.

La cuestión de fondo es el populismo, el cual, por cierto, viene en dos presentaciones: puede ser socialista pero también liberal. En ambos casos se trata de la desconfianza hacia toda persona que, a cuenta de proclamarse ‘intelectual’, pretenda que sabe más que lo que supuestamente sabe el pueblo por ser pueblo, y dictamine, en consecuencia, lo que la gente debe ver. Es un argumento débil, porque una política de diversificación y mejora de la oferta, y de formación para que el público desarrolle una demanda más exigente, no necesariamente tiene que ser un intento de imponer el gusto de una élite, ni de hacer que la ideología de un partido político acabe con la libertad que se atribuye al mercado.

Afortunadamente, si se revisa la historia, es posible encontrar en el pasado un ejemplo exitoso por lo que respecta a mantener y desarrollar un público para las películas venezolanas, y a lograr que se haga un mejor cine nacional. Es la política que llevó adelante Foncine desde su fundación, en 1981, hasta su primera crisis durante el gobierno de Jaime Lusinchi, en 1986. Consistía en una combinación de créditos con subsidios a la calidad y al éxito taquillero, mediante los cuales podía condonarse total o parcialmente el pago del préstamo, según los méritos artísticos del film o por haber vendido determinado número de entradas.

Los resultados están a la vista: la década de los ochenta ha sido la de mayor participación en los festivales internacionales más importantes, así como la de los filmes de mayor asistencia. No solo Oriana ganó la Cámara de Oro en Cannes, sino que estuvieron en ese festival otros cinco largometrajes venezolanos, incluidos tres de Diego Rísquez, por ejemplo. De las 20 películas venezolanas con más entradas vendidas, 12 fueron estrenadas entre 1982 y 1988, y en 1985, hubo seis filmes nacionales entre los 10 más taquilleros en Caracas.

La situación actual es diferente de la de aquella época. El marco institucional ha cambiado con la aprobación de la Ley de Cine en 1993 y en especial con la reforma de 2005. Ya el cine no se financia con créditos. Pero lo que se hizo en la época de Foncine demuestra que es posible tomar medidas para que se estrenen obras de calidad y para fortalecer el público de los filmes nacionales. Hoy, por ejemplo, hay una necesidad de filtros que garanticen que la exhibición en cines comerciales sea de películas que tenga sentido llevar a ese circuito.

Asimismo, hay que plantearse el éxito del cine venezolano en festivales como un reto de formación de audiencias en el país. Ese proceso puede derivar en una segmentación de la oferta, la cual requiera de la formación de circuitos alternativos viables para poder cristalizar. Las políticas de desarrollo, por tanto, deberían incluir esos circuitos de salas, así como las nuevas modalidades de difusión a través de Internet, y también el video y la participación reglamentada en la programación de la televisión, por lo menos en los canales públicos.

Otro problema que está planteado es cómo distinguir lo popular de lo populista en el cine que surge actualmente en el país, debido al acceso a la tecnología que permite hacer películas, y cómo fomentar lo primero sin caer en lo segundo.

Podría señalarse con relativa precisión la diferencia comparando dos filmes. Por una parte, la puesta en escena y los encuadres de Jackson Gutiérrez en 4 esquinas, que son característicos de su mirada, y ponen en relación a los personajes y las historias con el ambiente en el que se desarrollan. Allí está lo genuinamente popular de su cine, junto con un espíritu cuestionador que se impone a los compromisos institucionales. En cambio, La gran pelea es una película que más o menos ofrece al público una compensación ilusoria: la de poder verse en la pantalla del cine como personajes de la televisión, lo cual incluye la depuración de los problemas no potables para el poder político.

Lo que está en juego aquí es la responsabilidad de entender que hay una diferencia, y de actuar en consecuencia. Se trata de optar entre halagar demagógicamente al pueblo, para valerse de él haciendo que se sienta ‘atendido’ y elogiando ‘poderes creativos’ que no siempre se perciben en lo que hace, o acompañarlo en la identificación y desarrollo de una genuina expresión cinematográfica propia, tomando de lo que el pueblo conoce del lenguaje audiovisual aquello que puede potenciar ese cine, y no castrarlo.

No todo film de esas características, además, puede tener como destino el circuito de exhibición comercial. Haber llevado a esos cines una película amateur como Guerra de Vargas y Morillo –responsabilidad de Amazonia Films, distribuidora del gobierno socialista–, no puede sino hacer que el público de esas salas refuerce el estereotipo negativo de la gente humilde y rural, por ejemplo. Ese es otro problema de diversificación de los circuitos que hay que afrontar y resolver.

Hay, en síntesis, muchas cosas que pueden hacerse para revertir el retroceso del cine venezolano, y es necesario ponerse ya en movimiento con ese fin. En caso contrario, continuará y se profundizará el deterioro, lo que eventualmente llevará a una situación en la que los enemigos de la Ley de Cine encontrarán una coartada perfecta para plantear su derogación, y el público lo agradecerá. Los que hacen cine, o de alguna manera viven de él, deberían comenzar a actuar, además, para que haya un cambio de política económica, el cual permita recuperar el ingreso real de la población en general, porque es la capacidad de comprar entradas lo que da sustento a la industria y, por ende, a Fonprocine.

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