La batalla de Argel
‘La batalla de Argel’ fue un filme de 1966 dirigido por Gillo Pontecorvo que, salvo mejor opinión, puso por primera vez el tema de la tortura como arma política en la pantalla.

Cómo cambian los tiempos. Uno de los temas recurrentes del cine político de los años sesenta y setenta fue la tortura, esa hija legítima y natural de la represión ejercida por las fuerzas conservadoras.

En su origen, el latín torquere alude a un inocente torcer, doblar, cambiar el sentido de algo. En su inevitable derivación política esa desviación se bifurca. Por un lado alude al hecho mecánico de virar algo, cambiarlo en una dirección que no era la original y que entraña un probable sufrimiento. Más profundamente, implica el doblegar la voluntad de alguien para que, en un sobresalto de la trama, confiese o no algo contra su designio. Obviamente ambos movimientos van juntos y el sufrimiento establece con la voluntad de no decir o hacer una relación de proporcionalidad inversa.

La batalla de Argel fue un filme de 1966 dirigido por Gillo Pontecorvo que, salvo mejor opinión, puso por primera vez el tema de la tortura como arma política en la pantalla. A través de una narración vigorosa y vibrante, el libreto de Franco Solinas daba cuenta de la lucha del Frente de Liberación Nacional Argelino contra la ocupación colonial de la muy libertaria Francia. La parte medular de la película no tenía tanto que ver con las acciones del FLN, rápidamente descritas al principio, sino con la reacción de los paracaidistas franceses, cuya piedra angular era la tortura eléctrica, mecánica y psicológica. El largometraje fue por muchos años un ejemplo de cine político y más siniestramente una herramienta de adiestramiento obligada para los represores del Cono Sur en la década siguiente.

El mismo libretista se alió en 1973 con el greco francés Costa Gavras para contar la historia de un torturador con menos suerte en Estado de sitio. Dan Mitrione usaba la inocente cobertura de experto en cuestiones de tránsito automotor. En realidad era un técnico refinado en materia de interrogatorios y más llanamente de… torturas. Algún testimonio lo tiene usando un mendigo anónimo para sus demostraciones prácticas en el sótano de su casa ante los policías uruguayos, país al que había llegado en 1969. Un esfuerzo para terminar con la escalada de los Tupamaros, entonces en auge. Fue secuestrado, sometido a un tribunal popular y ejecutado en una decisión que la misma película cuestionaba. Pegarle un tiro a un torturador no redime a nadie. Peor aún, en la película el torturador era nada menos que Yves Montand, tan simpático él.

Horrores similares pudieron verse en el cine argentino a la caída de la dictadura. La noche de los lápices, de Héctor Olivera, en 1986, describía con lujo y sin mayor talento la tortura de unos adolescentes a manos de los militares que los secuestraban por una protesta contra el aumento del precio del boleto estudiantil. Mejor fortuna tenía el año anterior La historia oficial, de Luis Puenzo, que hablaba no de la tortura, sino de los hijos de los desaparecidos (y también torturados) y el manto de olvido que se buscó tender sobre ellos. Más crudamente Garage Olimpo, de Marco Bechis, en 1999, describía la dinámica siniestra de uno de los pozos de la muerte, en los cuales los detenidos esperaban su suerte. Hay muchos más ejemplos, por supuesto, porque la tortura presupone, antes que la relación sufrimiento voluntad anteriormente descrita, una coyuntura de poder en la cual los roles se disponen en la dinámica verdugo-víctima.

Hay un elemento adicional que tiene que ver, en este caso con el cine que describe el fenómeno de la tortura. Más generalmente con el testimonio de la misma en cualquiera de sus formas. Y esto trae de la mano la voluntad de testimoniar, haciendo abstracción del signo ideológico de los actores en pugna. Los tiempos han cambiado y los torturados de ayer optan por dar consejos de ubicación frente al represor, o minimizaciones de tinte racista (no es lo mismo torturar a un sureño que a un caribeño según la vicepresidente de Uruguay). Existe un proyecto de minimización del hecho que, como siempre, empieza por el lenguaje (en algún momento se llegó a hablar durante el gobierno de Bush de enhanced interrogation techniques). El ex presidente Mujica, viejo zorro, desempolva la teoría de los dos demonios, lo cual equivale a equiparar al monstruo que tortura con el torturado, porque ambos chapotean en la violencia. Buen intento, pero burdo. La violencia del gobierno siempre es inexcusable frente a la resistencia del que protesta desarmado.

La tortura es inexcusable, su representación con fines de denuncia ineludible. Y la deliberada ignorancia de la misma,  por los que alguna vez fueron víctimas, bochornosa.

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