Barcelona
La novela de Mendoza recoge y comenta —con enjundiosos detalles y jocosos episodios— los cambios urbanísticos, sociales y económicos de la villa.

El viajero que acude por primera vez a Barcelona advierte pronto dónde acaba la ciudad antigua y empieza la nueva. De ser sinuosas las calles se vuelven rectas y más anchas; las aceras, más holgadas; unos plátanos talludos las sombrean gratamente; las edificaciones son de más porte; no falta quien se aturde, creyendo haber sido transportado a otra ciudad mágicamente. A sabiendas de ello o no, los propios barceloneses cultivan este equívoco: al pasar de un sector al otro parecen cambiar de físico, de actitud y de indumentaria. Esto no siempre fue así; esta transición tiene su explicación, su historia y su leyenda.

Eduardo Mendoza

Ciertamente Barcelona, la ciudad condal, es una urbe especial, es —al decir del narrador Eduardo Mendoza— La Ciudad de los Prodigios, título de la novela en la que el autor aprehende la diversa naturaleza de una villa que está en urbano proceso de estar siendo; la pretensión de ser una certificada capital cosmopolita, esa Barcelona hasta entonces —pacata y apacible— que busca asumir su modernidad, su rejuvenecimiento, en ocasión de adjudicarse la realización de la Exposición Universal. Recuerda el escritor: “… la idea misma del certamen había nacido en Francia, la primera de ellas se celebró en Londres en 1851; París la suya en el 55 (…) luego también se celebraron certámenes en Viena, en Filadelfia y en Liverpool. Sin embargo, un reputado diario de la época, en su editorial, expresaba razonadas dudas en relación con la descabellada iniciativa catalana: “la población no ofrece bastantes atractivos para hacer grata la estancia al forastero en ella por algunos días”. Una carta aparecida en el diario de marras enfatizaba: “En Barcelona fuera de la benignidad de su clima, de lo excelente de su situación, de sus antiguos monumentos y de algo, muy poco, debido a la iniciativa de los particulares, no estamos al nivel de las demás poblaciones de Europa de igual importancia”.

La novela de Mendoza recoge y comenta —con enjundiosos detalles y jocosos episodios— los cambios urbanísticos, sociales y económicos de la villa que, con motivo de las peripecias y avatares de los tercos y osados promotores de la Exposición Universal, acompañan a un campesino que, en 1887, abandonó su aldehuela en los Pirineos catalanes para aterrizar en Barcelona, con la intención de iniciar una nueva vida y con la genuina pretensión de hacer fortuna. Las andanzas en la ciudad condal de ese peculiar protagonista, Onofre Bouvila —un revivido pícaro del siglo de Oro—, se inician y desarrollan desde el mismo momento en que el montaraz baja de esa «Cataluña agreste, sombría y brutal» y, precariamente, se asienta en una modesta pensión de una Barcelona que estaba “en plena fiebre de renovación”.

Al protagonista humano de la novela de Mendoza se suma otro, esta vez urbano: que denomina la propia ciudad de los prodigios, es decir, Barcelona que “está situada en el valle que dejan las montañas de la cadena costera al retirarse un poco hacia el interior, entre Malgrat y Garraf, que de este modo forman una especie de anfiteatro”. Sobre su peculiar estado meteorológico, el narrador recuerda que “el clima es templado y sin altibajos: los cielos suelen ser claros y luminosos; las nubes, pocas, y aún éstas blancas; la presión atmosférica es estable; la lluvia, escasa, pero traicionera y torrencial a veces”.

Barcelona es una ciudad vieja, añeja, vetusta, arcaica, rancia, antigua, no es como Madrid, Caracas, Lima, La Habana o Ciudad de México que son villas más recientes, fruto de la voluntad de un rey solitario que le gustaba la caza y el clima sin tanta humedad, o de los avatares de la conquista y colonización de la extendida América hispana. Mendoza recuerda que la ciudad de los prodigios fue fundada dos veces por los ancestrales fenicios, afirmación que no es pacífica en opinión de cronistas e historiadores; nuestro escritor apunta: “al menos sabemos que entra a la historia como colonia de Cartago, a su vez aliada de Sidón y Tiro”

Entre la ficción y la realidad —si no es verdad, está bien hallado—, el narrador trae a colación un episodio histórico relacionado con la entrada a la ciudad de Aníbal y sus temibles elefantes que “se detuvieron a beber y triscar en las riberas de Besós o del Llobregat camino de los Alpes, donde el frío y el terreno accidentado los diezmarían. Los primeros barceloneses quedaron maravillados ante la vista de aquellos animales. Hay que ver qué colmillos, qué trompa o proboscis, se decían. Este asombro compartido y los comentarios ulteriores, que duraron muchos años, hicieron germinar la identidad de Barcelona como núcleo urbano; extraviada luego, los barceloneses se afanarían por recobrar su identidad”.

Eduardo MendozaMendoza cuenta que, en seguida de la estancia de los fenicios, en Barcelona se asentaron además los griegos que, a su paso, dejaron residuos y vestigios artesanales; los layetanos, a quienes se deben “dos rasgos distintivos de la raza, según los etnólogos: la tendencia de los catalanes a ladear la cabeza hacia la izquierda cuando hacen como que escuchan y la propensión de los hombres a criar pelos largos en los orificios nasales”. Sin embargo, en criterio del escritor, fueron los romanos quienes le imprimieron el carácter de ciudad, a pesar de que “todo indica que sentían un desdén altivo por Barcelona”. Posteriormente, los godos bajo la conducción del reyezuelo Ataúlfo la conquistan hasta que los sarracenos la toman, sin dejar significativa impronta en la futura ciudad condal. Los franceses la recuperan para la fe cristiana en el 785 y, dos siglos después, en 985, de nuevo pasa la ciudad a formar parte de los dominios del Islam.

De esta forma, conquista tras reconquista, paso de una dominación a otra, la ciudad va construyendo murallas más gruesas y complejas, así como fortificaciones concéntricas, haciendo que sus calles se vuelvan sinuosas, tortuosas, torcidas y escabrosas. Esta nueva configuración urbana de Barcelona, al decir de Mendoza,” atrae a los hebreos cabalistas de Gerona, que fundan sucursales de su secta allí y cavan pasadizos que conducen a sanedrines secretos y a piscinas probáticas descubiertas en el siglo XX al hacer el metro. En los dinteles de piedra del barrio viejo se pueden leer aún garabatos que son contraseñas para los iniciados, fórmulas para lograr lo impensable, etcétera. Luego la ciudad conoce años de esplendor y siglos opacos”.

Durante el siglo XIX la ciudad fue verdadero escenario de logros y prodigios: se estableció el primer servicio regular de diligencias que hubo en toda España; se realizó el primer experimento de alumbrado de gas; se instaló el primer ‘vapor’, conato inicial de la mecanización industrial; se inauguró el primer ferrocarril español, así como también la primera central eléctrica de España. Todas estas iniciativas y realizaciones eran absolutamente evidentes para todo aquel que la visitaba, y comprobaba la diferencia abismal que existía entre la prodigiosa ciudad y el resto de España. Sin embargo, “ahora Barcelona como la hembra de una especie rara que acaba de parir una camada numerosa, yacía exangüe y desventrada”.

La ciudad de los prodigiosMendoza no comparte la manida y extendida afirmación según la cual Barcelona es una ciudad que vive de espaldas al mar. Prolijo en argumentos y evidencias, el novelista realiza un exhaustivo análisis de la importancia y la impronta que el Mediterráneo tiene y ha tenido para la ciudad condal. Así afirma y enfatiza que su Barcelona “había siempre vivido del mar y para el mar; se alimenta del mar y entregaba al mar el fruto de sus esfuerzos; las calles de Barcelona llevaban todos los pasos del caminante al mar y por el por el mar se comunicaban con el resto del mundo; del mar provenían el aire y el clima; el aroma no siempre placentero y la humedad y la sal que corroían los muros; el ruido del mar arrullaba las siestas de los barceloneses, las sirenas de los barcos marcaban el paso del tiempo y el graznido de las gaviotas, triste y avinagrado, advertía que la dulzura de la solisombra que proyectaban los árboles en las avenidas era sólo una ilusión; el mar poblaba los callejones de personajes torcidos de idioma extranjero, andar incierto y pasado oscuro; propensos a tirar de navaja, pistola y cachiporra; el mar encubría a los que hurtaban el cuerpo a la justicia, a los que huían dejando a sus espaldas gritos desgarradores en la noche y crímenes impunes; el color de las casas y las plazas de Barcelona era el color blanco y cegador del mar en los días claros o de color gris de los días de borrasca”.

Ciertamente que la realización de la Exposición Universal le dio un nuevo aire, un necesario impulso a una Barcelona que había convertido su glorioso pasado en futuro no construido, Después de muchos esfuerzos, de cartas e informes, de idas y venidas a la capital —“con Madrid acabaremos a palos, pero sin Madrid no iremos a ninguna parte”—, de largas esperas en los mullidos sillones de los burócratas gubernamentales, finalmente el proyecto recibió el requerido visto bueno capitalino. Entre el 8 de abril y el 9 de diciembre, un par de largos millones de personas visitaron el recinto ferial, donde veintidós países aceptaron la invitación a participar. Como corolario de esta emprendeduría, la ciudad condal rehabilitó el Parque de la Ciudadela y, además, quedó como legado otras importantes obras que ayudan a otorgarle identidad a la villa mediterránea —el célebre monumento a Colón y la urbanización del Paseo Marítimo, la iluminación con energía eléctrica de muchas de sus avenidas, entre otros. El modernismo se impuso en el diseño y construcción de las nuevas edificaciones y, junto con el ya imperante estilo gótico, contribuyeron para que Barcelona muestre con urbano orgullo nuevos prodigios.

L’Eixample, es decir, el Ensanche, también realizó su aporte para la cimentación de una Barcelona moderna que, sin embargo, no es muy del agrado de los antiguos ciudadanos que experimentaron un cambio significativo en su cotidiano vagabundear por la ciudad. Luego de muchos ires y venires, el proyecto se puso en marcha en los términos en que los técnicos urbanos de Madrid prescribieron. Mendoza pone en boca del alcalde el rechazo al proyecto impuesto por Madrid, que los ciudadanos no blandieron, y evalúa el impacto que, en su criterio, El Ensanche tuvo sobre la otrora apacible y cálida Barcelona. Leamos:

“Los años se encargaron de probar que, de todos los protagonistas de esta leyenda, con la excepción del alcalde del pueblo que siempre va a la suya, el alcalde era el único que tenía la razón. El plan impuesto por el ministerio con todos sus aciertos, era exageradamente funcional, adolecía de un racionalismo exagerado: no preveía espacios donde pudieran tener lugar acontecimientos colectivos, ni monumentos que simbolizasen las grandezas que todos los pueblos gustan de atribuirse con razón o sin ella, ni jardines, ni arboledas que incitasen al romance y al crimen, ni avenidas de estatuas ni arboledas ni puentes ni viaductos. Era una cuadrícula indiferenciada que desconcertaba a forasteros y nativos, por igual, pensada para la fluidez del tráfico rodado y el correcto desempeño de las actividades más prosaicas. De haber sido realizado tal y como en principio se concibió, habría resultado al menos en una ciudad agradable a la vista, más confortable e higiénica; tal y como acabó siendo, ni siquiera tuvo esas virtudes”.

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