El derrocado presidente y su esposa María Cristina Vilanova en Montevideo.

Sin acento

Los libros de Mario Vargas Llosa nunca se terminan de leer. No, al menos, para mí. La historia me acompaña mientras voy en el bus 582, o el 17, o el 522, hasta las cercanías del diario El Observador, en Montevideo, entre Cuareim y, obvio, Guatemala. Son tantos los personajes, las referencias, el apetito que despierta, que uno empieza a hacer hipevínculos mentales o frente a la computadora.

En uno de esos, apareció Bajo Vigilancia y Roberto García Ferreira, con quien me cité en un café de Nuevo Centro, en los últimos días de 2019.

Lo escuché como se escuchan a los profesores apasionados. Y, en un respiro, le hice la primera de las preguntas. Una curiosidad. No me parece menor.

Árbenz es con acento como lo escribe Mario Vargas Llosa o sin acento como aparece en Bajo Vigilancia. “Así lo escribe su propia familia. Trabajé en el archivo privado, entrevisté a su viuda en dos oportunidades y a su hijo Jacobo Antonio e, incluso, escribí un obituario para una revista especializada en Estados Unidos cuando ‘doña María Vilanova’ falleció en 2009”.

García Ferreira, como enamorado que está de Guatemala, como acucioso investigador que es, prepara más trabajos sobre el país centroamericano. Ahora lo ocupan los archivos de Carlos Castillo Armas, ‘Cara de hacha’, el militar que invadió desde Honduras y que con el apoyo gringo sucedió a Árbenz. “De lo que había a su alrededor, era el menos malo”, culminó el autor.

La historia de Bajo Vigilancia

El presidente guatemalteco derrocado en 1954 —de regreso a la actualidad con la publicación de Tiempos recios, la novela del nobel Mario Vargas Llosa— vivió en la capital uruguaya entre 1957 y 1960. El historiador y profesor de la Universidad de República (Udelar) Roberto García Ferreira hurgó en sus pasos, siempre fiscalizados por la policía local y la inteligencia estadounidense

Un enjambre de periodistas se citó en el aeropuerto internacional de Carrasco la tarde del lunes 13 de mayo de 1957 para esperar la llegada de un vuelo procedente de París entre cuyos pasajeros se hallaba uno de los personajes latinoamericanos más controvertidos y de mayor trascendencia en lo que iba de década. Y, a la vez, el más enigmático.

La noticia de su arribo estalló el 20 de abril de aquel año en la prensa en una nota publicada en el diario La Mañana (fundado por el abuelo de Guido Manini Ríos en 1917) que lo presentaba como “el exjefe del gobierno prosoviético de Guatemala”.

Jacobo Árbenz había sido derrocado tres años atrás en lo que hoy se asegura fue una operación encubierta de la CIA, la embajada estadounidense en Guatemala —a cargo de John Emil Peurifoy, que había obtenido galones frenando a los “comunistas griegos»— y tropas mercenarias que invadieron desde Honduras. Al descender de la aeronave, frente al ‘pelotón’ de bienvenida, soportó el primero de tantos interrogatorios a su regreso a América.

“¿Su ida a Checoslovaquia?”, “¿es o se siente comunista?, “¿su gobierno fue comunista?”, “¿Su esposa e hijos?”. 

Fue la andanada de preguntas que los reporteros lanzaron, como una ametralladora vomitando balas, sobre aquel hombre desolado, abrumado aún por el golpe —“¿En nombre de qué hacen estas barbaridades?”, se preguntó en su discurso de renuncia, y se seguirá preguntado en los escasos 14 años de vida que le quedaban— que lo desalojó de un poder que había conquistado con la contundencia y la legitimidad de los votos en un país que era una gran hacienda de la United Fruit of Company. La frutera.

Nada, sin embargo, era casual.

El historiador uruguayo Roberto García Ferreira siguió la trayectoria del expresidente guatemalteco en Montevideo.

La impronta 

Seis años antes de que entraran en circulación los 180 mil ejemplares de la nueva novela de Vargas LLosa, en 2013 el profesor de historia americana en la Universidad de la República (Udelar) Roberto García Ferreira, nacido en Montevideo en 1976, casi 20 años después de la presencia del guatemalteco en el país, publicó Bajo vigilancia, la CIA, la policía uruguaya y el exilio de Árbenz.

El texto contiene dos partes: en la primera, el autor dibuja el contexto marcado por la “fuerte impronta” que la denominada revolución guatemalteca –la “primavera” inaugural, tal vez– dejó entre la clase política y la opinión pública uruguaya junto con el temprano “control social y político” ejercido por la policía sobre la sociedad local con prácticas que “poco le debían a la Guerra Fría”.

La segunda parte se sostiene sobre una selección de documentos –en total el libro se nutre de 46 materiales de diverso origen– “producidos, conservados y utilizados en las sombras de la policía uruguaya”, además de recortes de prensa y apuntes del periodista argentino Gregorio Selser que entrevistó secretamente a Arbenz.

Entre esos documentos están los informes de vigilancias a Árbenz y su entorno; el control de sus visitantes; informes de infiltrados en el entorno cercano de la familia; fotografías; comunicaciones con otras agencias, especialmente la CIA; documentación diplomática.

De Árbenz se espiará todo: la placa del auto, dónde vive, con quiénes salen sus hijas Arabella y Leonora, el café que se toma en Sorocabana, los trámites de su solicitud para entrar al Club de Tenis Carrasco. Cada semana debe presentarse ante la oficina de la policía para responder nimiedades y advertir de itinerarios.

García Ferreira fue más allá de los papeles y las fichas. En 2007 entrevistó en Costa Rica a la esposa de Árbenz, María Cristina Vilanova, ‘doña María Vilanova’ , como le dijo, como la llama aún, que le permitió acceder a la documentación privada de la pareja.

Fallecida en 2009, a la edad de 93 años, Vilanova provenía de una de las ’14 familias’ salvadoreñas –tradicionalmente señaladas como las dueñas de ese muy pequeño país, la octava parte del tamaño de Uruguay–, dedicada al cultivo del café y de la caña de azúcar.

A pesar de su origen pudiente y de ser formada en un hogar “profundamente anticomunista”, ‘doña María Vilanova’ quedó marcada muy pronto por la histórica, desmesurada y espeluznante matanza con la que el dictador Maximilano Hernández atendió en enero de 1932 el reclamo —¡vaya osadía!— de varias poblaciones del oeste de ese país.

Enviada a educarse en los Estados Unidos –para desalentarla y reconducirla al buen camino–,  ‘doña María Vilanova’ descubrió el esplendor de la vida democrática que luego, al conocer a Árbenz, se volverá una experiencia decisiva para abrir los ojos y ampliar las miras del coronel. El destino, más irónico que nunca, forjado por ardides propagandísticos que Vargas Llosa expone en su novela, convertirán a ese militar circunspecto, de origen eslavo y de familia conservadora en una suerte de Stalin caribeño.

“Árbenz fue un reformador, quería, sí, un cambio revolucionario para su país pero ubicado en la Centroamérica de los años 50. No era bolchevique. Lo que buscaba era que los trabajadores trabajasen ocho horas, que fueran indemnizados por despido o accidente laboral, que pudieran sindicalizarse, que tuvieran reconocimiento en cuanto a la educación, que la universidad pública tuviera autonomía universitaria, que Guatemala tuviera una política exterior independiente. Eso era ser revolucionario”, explica García Ferreira.

¿Qué lleva a este joven historiador uruguayo a hacer de Guatemala casi una especialización, hasta el punto de considerar a esa nación centroamericana, sufrida y postergada, “una segunda patria”?

Su padre, también llamado Roberto, era un estudiante secundario cuando en junio de 1954 se teme el derrocamiento del gobierno de Árbenz y se registran dos manifestaciones a favor de la revolución guatemalteca en la capital uruguaya los días 22 y 29 de aquel mes. Y es uno más entre cientos o miles que salen a defender lo que es visto con honda expectativa en todo el continente, al sur del río Bravo.

Y será mucho tiempo después tema de conversaciones familiares, un sustrato que emergió cuando García Ferreira escuchó a principios de este siglo una clase de la historiadora uruguaya Lucía Sala, ya fallecida, en la que a partir de una referencia al presidente guatemalteco Alfonso Portillo que estaba siendo procesado, y había sido su alumno en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), repasó la situación histórica de “este país de una riqueza exhuberante natural y humana”, como lo resume, vívido, este historiador.

García Ferreira se propuso “llenar los vacíos” que tenía respecto a Guatemala lo que coincidió con la desclasificación de documentos de la CIA que se inicia en 1999 y culmina en 2003.

“Esa documentación provee fuentes para saber cómo se hace un golpe de Estado y luego otras fuentes de países de América Latina que consultamos advertían del impacto trasnacional del golpe y no solo eso, sino que el drama de Jacobo Árbenz apenas comenzaba en aquel junio de 1954”

La frutera 

“La United Fruit era la dueña de Centroamérica”, dice por teléfono el dos veces presidente Julio María Sanguinetti (1985-1990, 1995-2000), con una voz que no delata sus 84 años cumplidos el pasado 6 de enero y una memoria fresca de sus días de “pichón” de periodista, en cuyos avatares se inició en 1953.

“Lo recuerdo bien, aunque más a (Juan José) Arévalo, los dos estuvieron acá”, comienza. El maestro Arévalo fue el iniciador de la “primavera guatemalteca” en 1944 tras el derribo de uno de tantos dictadores, Jorge Ubico, que poblaron, y florecieron, en la mísera bananera Centroamérica.

Sanguinetti trabajaba en el diario Acción de Luis Batlle Berres “y éramos muy partidarios de Arévalo y Árbenz y por eso nos trataban de ‘comunistas chapa 15’, que era nuestra lista en el partido Colorado”, cuenta.

Un día el expresidente Arévalo, tal vez en 1955, en su segunda visita a Montevideo, que registra García Ferreira, fue de visita a Acción acompañado por Amilcar Vasconcellos, también maestro, además de abogado y político de fuste entre los colorados. “Era una de esas visitas que se hacían a los diarios”, recuerda Sanguinetti y afirma, con vehemencia, que ni Arévalo ni Árbenz eran comunistas.

“Eran gente de la libertad y, a la vez, de la justicia social que era un reclamo clamoroso en aquellos años”, continúa el exmandatario uruguayo que emparenta la historia con la de su padre, Julio León Sanguinettti, por muchos años director del Instituto de Trabajo y que hacia finales de los años 50 del siglo pasado fue como técnico de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) a Honduras a colaborar con la redacción del Código del Trabajo.

“Era lo mismo, el mismo debate, la United Fruit acusando a todo el mundo de comunista”, apunta Sanguinetti, casi casi como si estuviera en aquellos días azarosos de los cincuenta.

¿Estaba la CIA efectivamente en aquel Uruguay que muy pronto, en 1926, había establecido relaciones con la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas)? Sanguinetti no tiene ningún recuerdo de eso. “Diría que la CIA estaría en la embajada americana pero no creo que incrustada en la estructura oficial uruguaya”, advierte. “Lo que sí recuerdo era que la embajada era muy activa, repartían documentos, publicaban revistas, esas cosas, muy activos”.

La CIA

En Bajo Vigilancia, García Ferreira con el apoyo de toda la documentación que vio, que chequeó, que fotocopió, da cuenta minuciosa de la cooperación entre el Servicio de Inteligencia y Enlace (SIE) —desde 1967 Dirección Nacional de Información e Inteligencia (DNII)— y la Central de Inteligencia Americana (CIA).

“Inteligencia y Enlace respondía siempre a lo que eran las necesidades de los servicios de inteligencia americanos” y “toda la información que yo obtenía, toda, yo la proporcionaba a esos servicios, porque así estaba ordenado”, admitió en 2002 el inspector (R) Alejandro Otero, quien fuera director del servicio de inteligencia de la policía, a la historiadora Clara Aldrighi, citada en Bajo Vigilancia.

Es el más sólido de los testimonios. Pero, muy de lejos, no el único. Y Árbenz estuvo seguido día a día durante sus tres años en Montevideo e, incluso, antes de su llegada, cuando Estados Unidos hizo saber su “desagrado”, con gestiones “tan persistentes como infructuosas”, en relación a la concesión del visado al errante exiliado guatemalteco.

El texto de García Ferreira es generoso en referencias, en la reconstrucción de episodios y en el sinnúmero de personajes que hacen vida en ese Uruguay de los cincuenta que es considerado, desde mucho antes un “nido del comunismo”, como se desprende de una Selección de informes diplomáticos de los representantes diplomáticos de los Estados Unidos en el Uruguay, de la investigadora Ana María Rodríguez Aycaguer.

La Guerra Fría se vivió, intensa y solapada a la vez en Montevideo, donde vivieron y trabajaron, en distintas períodos de esa época, Philip Agee, autor de La CIA por dentro. Diario de un espía; también Howard Hunt, que estará envuelto años más tarde en el célebre caso Watergate, tan caro para el periodismo, (cuya historia menuda recogió en Memorias de un espía. De la CIA al escándalo Watergate). Hunt llegó a conocer a Árbenz.

Y también de la KGB como la famosa espía de origen español María Luisa de Las Heras, que residió, sin levantar sospechas en la capital uruguaya por varios años hasta 1968. De Las Heras fue esposa del compositor, pianista y escritos Felisberto Hernández, con quien se casó en 1949.

La partida 

Del aeropuerto, aquel lunes 13 de mayo de 1957, Jacobo Árbenz será llevado a la estación de policía para hacerle saber las condiciones vigiladas a las que estará sujeto su asilo. Y de allí la habitación 306 del “distinguido” hotel Nogaró.

El 21 de julio de 1960, más de tres años después, hará su última presentación  para informar de sus planes de irse a Cuba, que no será ni por asomo su último destino.

Montevideo, como García Ferreira, constató en sus varios encuentros con la familia Árbenz, fue entre toda la pesadilla de su exilio, “un remanso”.

 

Este artículo lo puede ver en este link: El exilio de Jacobo Arbenz en Montevideo: primero espiado, y luego estudiado

 

 

 

 

 

 

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