Con este título publiqué hace algo más de un año —en el ya desaparecido semanario En Caracas— un artículo que no ha perdido vigencia y cuyas ideas hoy quisiera compartir con los lectores de esta Babel ecléctica y virtual. En ese texto me refería a mi vocación de vivir la ciudad plenamente, con libertad, en toda su extensión, de este a oeste, de norte a sur, sin limitaciones ni prejuicios. Y cuando digo vivir, no sólo me refiero a las actividades cotidianas relacionadas con el trabajo o con algún trámite en específico, sino muy especialmente a aquellas relacionadas con el placer y el aprovechamiento creativo del tiempo libre.

A pesar de la polarización política —que ha dividido artificialmente a Caracas en zonas chavistas y antichavistas— y de la inseguridad reinante a lo largo y ancho de la ciudad, yo —en lo particular— sigo ejerciendo mi derecho ciudadano al libre tránsito y a desplazarme con soltura, a pie, en carro o en trasporte público, por los escenarios más disímiles.

Tan agradable me resulta una exposición en el Museo Jacobo Borges de Catia como cualquier otra en alguna sofisticada galería de Las Mercedes. Para ver una obra de teatro que me interese no me importa atravesar la ciudad hasta llegar al Teatro San Martín, aunque también frecuente los espacios del Trasnocho Cultural de Las Mercedes y los de Corp Group en La Castellana, sin duda alguna más cómodos y modernos. Ver una película en la austeridad de la Cinemateca Nacional, ubicada en Los Caobos, sigue siendo para mí tan placentero como hacerlo envuelta en la parafernalia hedonista de esas salas que se llaman privé o plus.

Mi relación con Caracas, con su oferta cultural y sus alternativas de entretenimiento, es y seguirá siendo promiscua y debe ser por eso que rechazo de plano esa actitud de repliegue, sectaria y pacata de tanta gente cercana, que se ha contentado con reducir su vida a determinadas zonas y espacios. Muchos ya no van al Ateneo de Caracas, para algunos, sencillamente, ha desaparecido de su mapa personal el centro de Caracas, y otros ni siquiera saben dónde queda el casco colonial de Petare o La Pastora. Es lo que yo llamo el síndrome del gueto: vivir convencido de que fuera de ciertos municipios todo es amenazante y que no hay nada que valga la pena más allá del ambiente antiséptico de los malls, esas ciudades sustitutas y claustrofóbicas donde no se estimula la ciudadanía, sino fundamentalmente el consumo.

Es una tendencia que va in crescendo y contra la que me rebelo hoy más que nunca. A pesar de sus defectos y contradicciones, de su caótico hacinamiento buhoneril y de su mezquindad peatonal, a pesar de todo eso, Caracas sigue siendo para mí un territorio físico, cultural y humano por explorar, donde la única fidelidad posible debe ser el derecho a vivirla puertas afuera, de cara a la calle, en la más absoluta promiscuidad.

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