Julio Cortázar

Antes de que la fama lo alcanzara, Julio Cortázar creó una manera de narrar: aquella que valora los escurridizos instantes de la vida, pero por igual sus vacíos, en los que no hay puentes que unan las orillas, pudiendo acontecer también, a través de ellos, la consagración de la plenitud o, el absoluto. Rayuela abolió la estructura tradicional de la novela, pero no con la rigidez técnica con la que James Joyce construyó El Ulises, sino con la fluidez sensual de la música de un saxofonista que va improvisando. En ella, la noche es una cabellera de mujer o la de una maga. Rayuela no se estructura en capítulos, pero sí con fragmentos que fulguran ante la mirada cautiva del lector. Imágenes que no se agotan en la significación porque apuestan a ser experiencia sensorial, plástica y musical. Multiplicidad en dimensiones y planos. Sus personajes no corresponden al diseño del carácter explorado por la psicología. Una mano colgando en el vacío; dos bocas encontrándose en la profundidad del beso; alcanzan a ser la esencia del personaje, pero sin la identidad forzada que otorga el nombre. Herencia que quizá copia la propuesta fragmental del cubismo, pero sobre todo, el fantástico y poético universo de la pintura de Marc Chagall. Rayuela puede leerse por donde el arbitrario entusiasmo del lector, lo decida. El capricho es su entusiasmo. Yo la leí con una adolescencia enamorada.

El hallazgo de Julio Cortázar con Rayuela, y no con sus anteriores novelas, se prolongó en varios de sus relatos y cuentos, donde la causa y el origen fundacional de las historias no importaban, pero sí aquellos momentos donde el personaje podía ser sólo un retazo del deslumbramiento. La realidad era vencida a través de momentos mágicos que superaban a la lógica de lo previsible. El pasado y el futuro no determinaban la existencia de sus singulares personajes, sino, más bien, el ahora. Lo cotidiano es refundado con su primera vez. Un gusano de luz los conducía a la ficción. Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, parecía ser parte de esta estrategia narrativa. Sin embargo, en su libro de cuentos, Cronopios y Fama, aparecerán personajes de clases sociales que se moverán entre la ambición y la espera de tener y ascender. Es cuando el Cortázar de la vida real encuentra un sentido no avizorado anteriormente; un espejismo que lo enceguecerá desde el mar Caribe: La revolución cubana. En ella, halla el paraíso prometido por la utopía del comunismo. Cortázar se enamoró de la revolución cubana obviando los testimonios de escritores como Alexander Solzhenitsyn o Vasili Grossman, sobre el horror de la dictadura stalinista. ¿No leyó -o no comprendió- ese ensayo luminoso titulado El Hombre Rebelde, escrito por un contemporáneo suyo: Albert Camus, en el que el escritor argelino establece la diferencia nodal entre lo que es un hombre rebelde y un revolucionario? ¿Por qué Julio Cortázar cerró los ojos de la literatura y la vida justo cuando el mal del totalitarismo encontraba una cabeza de playa entre las palmeras de la América Latina?

En 1971, Heberto Padilla, poeta cubano, es detenido por actividades contrarrevolucionarias. Su libro de poesía, Fuera del Juego, era la prueba que lo incriminaba. Muchos intelectuales del mundo protestaron la detención y el juicio contra el poeta; entre los firmantes estaba, el eternamente joven, Julio Cortázar. Pero luego, una segunda carta apareció donde los intelectuales rompían, definitivamente, con el régimen cubano que ya de hecho se había definido como totalitario. Dentro de la revolución todo, fuera de la revolución nada. Sorprendentemente, Cortázar no firmó esa segunda carta y buscó redimirse con el régimen castrista escribiendo un largo poema llamado Policrítica en la hora de los Chacales. También, un poema al Che Guevara enriqueció su militancia ebria; en un disco de vinil su voz lamentaba que le hubieran cortado las manos al guerrillero heroico, pero esa voz no lamentaba que esas mismas manos habían asesinado con saña y placer, en Cuba, el Congo y Bolivia. Cortázar fue indiferente a la existencia del escritor Reinaldo Arenas, de su escritura intensa, fulgurante y desgarradora; de su persecución y padecimiento dentro del régimen de Fidel Castro. Paradójicamente, Arenas escribiría una novela fragmentaria como Rayuela, en el que desamparo y existencialismo acontecían, no en el universo urbano sino rural, no en París sino en los campos de Cuba, donde los guajiros son sus protagonistas; con pobreza  y pesadillas, dolores y sudores; con olor a sangre y caña de azúcar. Celestino antes del Alba es esa Rayuela tropical, pero con un destino infeliz para su autor. Reinaldo Arenas moriría Antes que Anochezca, en medio del tormento de la enfermedad y la soledad del destierro. La ingenuidad política o complicidad de Julio Cortázar con la marea roja en la América Latina, se extendería en apoyo por igual a la revolución nicaragüense. Ese desatino del escritor porteño quedó expresado en un libro que tituló con un nombre perturbador: “Nicaragua, tan violentamente dulce”.

Desde entonces, la obra de Julio Cortázar no volvió a tener esa nostálgica pureza de sus ficciones celebradas, y los libros posteriores, no tuvieron el encanto inicial de Rayuela. La amada y venerada por todos. Esa que ha perdurado en medio de la borrasca y los huracanes. En cambio, Libro de Manuel, es un libro aburrido como muchos otros. Pareciera que la magia abandonó a Julio Cortázar, cuando la luz de París se encontró con la ardorosa incandescencia de la luz tropical. Esa que el escritor no supo comprender ni narrar.

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