Según Wilde, no es el arte el que imita a la realidad sino al revés, necesitamos referencias que nos inspiren y nos hagan gustarnos a nosotros mismos.

Es apenas un ajuste de cámara que permite hacer un plano del cañón del arma y la cara del actor dando más profundidad y más intensidad a la escena, solo eso, pero se convirtió en un rasgo de estilo para sicarios de verdad.

Un veterano de la policía científica de Nápoles le contaba a Roberto Saviano en Gomorra que, después de ver las películas de Tarantino, los pistoleros de la mafia comenzaron a disparar con la pistola girada y apuntando hacia abajo, producían unos daños terribles y un sufrimiento mucho mayor que dando un tiro limpio en la cabeza o en la nuca.

Menos puntería, sí, pero con mucho más estilo.

Es cierto que el mundo criminal es muy agradecido en cuanto a referencias, la ficción ha tratado siempre con especial cuidado a asesinos, mafiosos, psicópatas y demás genios del mal, pero no nos confundamos, cuando se trata de buscar inspiración para la vida cotidiana no nos libramos ni los ciudadanos ejemplares. Imitar a la ficción nos viene de lejos. Oscar Wilde lo escribió en La decadencia de la mentira, no es el arte el que imita a la realidad sino al revés, necesitamos referencias que nos inspiren y nos hagan gustarnos a nosotros mismos. Las hemos buscado tradicionalmente en la ficción y continuamos haciéndolo en cualquier cosa que se parezca a la felicidad o al éxito. En cualquier reducto que, ante nosotros, muestre una capa más interesante que nuestra vida gris y rutinaria.

Según Wilde, el problema no es que la realidad imite a la ficción, al contrario, eso es lo deseable y la forma de evolución natural. El peligro, según él, era que hubiese autores que se dedicasen únicamente a retratar la vida como simples cronistas. El artista, decía, debe crear realidades, no copiarlas, por eso se alimenta de la realidad pero construye con su imaginación. Si nos limitamos a hacer un simple retrato de la realidad, la vida, al imitar un subproducto de sí misma, se irá envileciendo, convirtiéndose poco a poco en una caricatura de sus propios vicios o sus amaneramientos.

Esta idea que, probablemente ya en 1885 sonaba bastante snob, tenemos la suerte de abordarla casi siglo y medio más tarde y podemos afirmar sin rubor que nuestra decadencia pondría los ojos en blanco al mismísimo Oscar Wilde, esta sí que no la vio venir.

La culpa, dejémoslo claro antes de nada, no es de internet, aunque es cierto que el mundo virtual precipita los resultados y nos los tira en la cara como un una catarata imparable. Las redes sociales son ese gran balcón panorámico desde el que mirar en tiempo real cómo los mecanismos de comunicación, ficcionales o no, van mutando y reproduciéndose en bucle infinito. Asomarse a Instagram o a Youtube y presenciar el desfile triunfal de un usuario tras otro repitiendo los mismos patrones discursivos, de imágenes, estéticos, sin importar su nacionalidad ni la lengua que hable, es una experiencia antropológica única. Aguzar mínimamente el oído y darnos cuenta de que hay un “acento” de youtube, una musicalidad específica en el lenguaje independientemente del idioma te hace recordar las palabras de Hannibal Lecter, codiciamos lo que vemos cada día y, de ese modo tan simple, te das cuenta de que la publicidad y las redes se han convertido en el objeto de nuestras aspiraciones, en la imagen del éxito y el prestigio.

En cuanto al mensaje, que en caso de haberlo debería ser lo importante, al tener que adaptarse al medio sufre lo que podríamos llamar la “reducción a tutorial” donde lo que no se puede reducir a una lista de “todo lo que tienes que saber acerca de… casi no parecería digno de saberse. No es necesario elucubrar demasiado para entender que esta simplificación de fondo y forma afecta a cómo se reciben los mensajes y al modo de interiorizarlos, a la uniformización, a la imitación de vicios, a la perpetuación de errores de raciocinio.

Por eso, si se encuentra con alguien que pretende venderle un discurso serio o acerca de cuestiones importantes con este tipo de técnicas, desconfíe. Lo más probable es que, como los pistoleros de Gomorra, haya sacrificado el fondo por la forma y haya incurrido en una simplificación absurda, con todo el peligro que eso implica y lo que parece profundidad solo sea un truco de perspectiva.

*Bibiana Candia es escritora y periodista. Ha publicado con Ediciones Torremozas dos poemarios ‘La rueda del hámster’ y ‘Las trapecistas no tenemos novio’, el libro de relatos ‘El pie de Kafka’, y el artefacto narrativo ‘Fe de erratas’ con Franz ediciones.

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/

 

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